Las fiestas que celebran el orgullo nacional siempre tienen un toque ridículo cuando no son reivindicativas. Suelen estar llenas de banderas ondeando y soldados desfilando al ritmo de una estridente trompeta que les recuerda a qué entidad abstracta deben obediencia. Como en esas conversaciones donde todos opinan lo mismo y acaban dándose la razón mutuamente, de las fiestas patrias no se obtiene nada bueno, o al menos nada ilusionante; solo una glorificación de la identidad en cuestión y una hinchada sensación de orgullo. En Cataluña, por suerte, hay identidad nacional sin un ejército propio que imponga y defienda sus principios fundamentales.

De hecho, antes de entrar de lleno en la era del “procés”, las reivindicaciones por el autogobierno y el estatuto de autonomía eran los principales motivos para salir a las calles. Así fue en la primera gran Diada después de la dictadura, en 1977. Cerca de un millón de personas se manifestaron en Barcelona pidiendo el Estatuto de Autonomía, que finalmente se aprobó en 1979. Fue una manifestación masiva que simbolizaba el deseo de recuperar las instituciones y derechos perdidos durante la dictadura franquista.

En 2006, con el debate sobre el estatuto volviendo a cocinarse, se celebró una gran manifestación para defender el deseo de la ciudadanía catalana de contar con un marco regulador propio que protegiera y ampliara sus competencias e identidad. Esta Diada fue significativa porque destacó el descontento de una parte de la sociedad catalana con la reducción de las competencias propuestas por el Estatuto original y desencadenó un creciente sentimiento de insatisfacción con la relación con el Estado español, que posteriormente alimentó el movimiento independentista.

Y aún estamos en ese tiempo posterior. Un tiempo añadido, con el árbitro agotado de tantas quejas y un público que hace tiempo abandonó el escenario. Hablar de la Diada es hablar del proceso de independencia. Así ha sido en los últimos doce años, tiempo suficiente para generar el hábito de seguir hablando de ello hoy, cuando ya no es ni relevante ni necesario. La ANC coorganiza una vez más la Diada de este año, de la mano de Òmnium Cultural, la Associació de Municipis per la Independència (AMI), el Consell de la República, la Intersindical y el CIEMEN. Todas estas organizaciones tendrán que sacudirse las palabras de Lluís Llach, que, aunque no le guste, daba la bienvenida a Aliança Catalana porque, según él, dentro del independentismo cabe todo. Un razonamiento bastante similar al que usa Donald Trump cuando le preguntan por la presencia de grupos del KKK en sus mítines.

Hoy habrá gente que celebrará la poca participación en la Diada como un buen presagio de los tiempos que vendrán. Gente que considera que la desmovilización política, tras la década del “procés”, implica el regreso a una tranquilidad nacional perdida. Otros, en cambio, recordarán con nostalgia aquellos años de la década pasada donde todo estaba por hacer, aquellos años en los que la ilusión y el delirio se abrazaban sin importar el mañana. Y habrá un tercer grupo que se preguntará por qué no se aprovecha la Diada para reivindicar lo que la mayoría de los catalanes y las catalanas no tienen: una vivienda digna, un trabajo en condiciones, y la posibilidad de imaginarse viviendo en Cataluña en un futuro próximo. Tal vez en la siguiente.

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