Estos días dos pensamientos han sobrevolado la escritura de la columna de hoy. Por un lado, está el estreno de El 47, película donde se narra un episodio emblemático de la lucha vecinal de los setenta con el habitual velo de nostalgia de olvido instantáneo tras el visionado. No es posible en nuestro siglo, no por ahora, la creación de productos culturales capaces de hablar al hoy sin miedos, pero al menos este me sirve para mostrar cómo la zona de Barcelona en dirección Besós siempre ha sido menos que nada para los mandamases.
Esto lo entronco con una preocupación metodológica. Al haber perdido dos entregas mensuales de las Barcelonas a veces pienso sí debo ser más sintético en los textos, negándome porque su proyecto es contar con rigor y precisión todos los barrios de la capital catalana, rindiéndoles homenaje para así hablar de los que, basta consultar las escasas fuentes, jamás han estado en el punto de mira.

En otras ocasiones he hablado de cómo los márgenes suelen aparecer en los medios de manera folklórica o moralizante. Hace poco, la pública catalana mostró imágenes del Turó de la Peira porque en ese barrio no hay pisos turísticos. Además de informar al respetable con ese dato también me hubiera gustado una mínima mención a cómo de marginado está en el imaginario condal no sólo desde lo geográfico.
Es como si preguntáramos por la calle a cualquiera donde se halla Torre Baró. La mayoría lo ignora, así como en 1929 a nadie molestó la ubicación de los cuatro polígonos de viviendas baratas para inmigrantes y demás indeseables según la concepción de la época, en mi modesta opinión no muy distante de los cánones de la actualidad.
Nosotros estamos en Can Peguera o si prefieren, por usar un léxico fijo, las casas baratas de Horta, un ejemplo supremo de ese aislamiento de los parias, tan rotundo como para emparejarlos con los locos.
Toda la formación de uno de los meollos de los futuros Nou Barris es anterior a nuestra protagonista y tiene su colofón en el Instituto Mental de la Santa Creu, conocido en 1915, cuando al fin pudo cortarse la cinta, como el Manicomio de Sant Andreu.

Basta observar un mapa o fotos aéreas para ver cómo este inmenso centro, de 120 hectáreas para sus doce pabellones, determinó una nueva configuración morfológica de su entorno, no en vano el carrer de Pi i Molist ejercía de enlace para alcanzarlo desde los terrenos pertenecientes a la masià de Can Sitjà, propiedad de la marquesa de Castellbell, quién cedió las tierras para propiciar el nacimiento del polígono justo en la base del Turó de la Peira.
El Instituto merecerá exclusividad dentro de poco. Si irrumpe en estos párrafos es para hacer meditar sobre cómo las autoridades tenían muy clara la idoneidad de situar todos esos nuevos barrios de 1929 en lugares descartados por el grueso de la ciudadanía. En una nota de 1923 un periodista narra su aproximación al lugar, sin sorprenderse por los escasos visitantes de todos esos enfermos, quienes al menos se consolarían a finales de ese decenio por tener compañía mediante un nuevo vecindario de enajenados, tanto por su origen como por su ideología.

Con el tiempo, el Instituto Mental perdió comba hasta ver desaparecer sus funciones, transformándose en sede del Distrito de Nou Barris y espacio para su parque central. Quizá su pujanza, concebida desde mediados del siglo XIX por el Doctor Pi i Molist, había quedado atrás durante la Segunda República, cuando Josep Maria Sert no dudó a la hora de establecer un centro para pacientes tuberculosos a unas centenas de metros de plaça de Catalunya, pero eso debió quedar como una anécdota tras la victoria franquista, pues los nuevos amos de Catalunya no debieron ver con malos ojos ese aislamiento de colectivos incómodos.
Más de una vez he confesado mi deseo de ser pájaro para sobrevolar los sitios de los que escribo. Al ser imposible me conformó con imágenes aéreas y mi propia experiencia. Esta última se fundamenta en gastar suelas de zapato como si no hubiera un mañana para alcanzar un cierto conocimiento, útil en muchos sentidos y en Barcelona un motor para poder argumentar sobre sus necesarias transformaciones.
Hacia 1930 el único acceso directo a Can Peguera, si exceptuamos el incipiente passeig Urrutia, era el camí de Sant Iscle. Casi en su terminación, a la izquierda, el torrent de Porta, más tarde de Maladeta y Parellada, se insinuaba sin mucho disimulo en el passatge del Nil, que al menos a finales de la última legislatura se limpió un poco para perder algo de su lujo de aparcamiento al aire libre, nada raro si atendemos cómo los Ayuntamientos Democráticos nada saben de esas aguas y aman regalar sus meandros a los coches, algo perfecto en días de lluvia, prueba indudable de cómo planifican y consideran lo gobernado.

Can Peguera no quedó sola en el ostracismo de la invisibilidad. El polígono de Can Tunis, donde la ciudad aún pierde su nombre, sufrió desde mediados de los años sesenta diversos procesos de realojamiento por las embestidas del Llobregat y lo precario de las edificaciones. El del Bon Pastor y Baró de Viver pudieron ponerse la triste medalla de ser las últimas agregaciones barcelonesas tras la Guerra Civil, dato por lo demás caído en la amnesia al quedar mejor Sarrià en estas lides, algo llamativo, pues este barrio también sirvió para instalar determinadas estructuras desde mediados del siglo XIX al ser un enclave alejado, pero con posibles económicos, causa de tanta escuela religiosa y hospitales de rompe y rasga.
Can Peguera se ha salvado de milagro. No corrieron la misma suerte sus socios de aventura. En el Bon Pastor el adiós ha sido reciente, mientras en Baro de Viver un monumento es la única memoria de ese pasado cancelado hasta cuando existía, como si sus habitantes fueran una vergüenza a ocultar. Películas como la del autobús pueden aportar un urgente granito de arena para recuperar una memoria sepultada, pero ese no es el dilema, porque el funcionamiento del reloj en nuestra centuria no exige fogonazos, sino una constancia de lucha para mejorar el presente de unas periferias aún enterradas desde un desconocimiento inducido ante el triunfo masivo de la pereza, que siempre es derrota de la curiosidad.


