Hemos tenido suerte porque los llantos se le pasan rápido y enseguida ha empezado a quedarse de 9 a 15h. Después de dos semanas y media, el 26 de septiembre fue el primer día en que no me miró desencajado, llorando sin parar, mientras yo cerraba la puerta y me iba a la oficina sintiéndome el peor ser humano del mundo.

Lo repito: hemos tenido suerte. También porque cuando lo llevamos, escuchamos durante todo ese rato al resto de sus compañeros llorar sin parar. La profesora, con una paciencia infinita, se sienta con unos cuantos encima y los abraza y consuela como puede.

Estamos llamando adaptación a una entrada escalonada, menos bruta que la que pasamos nosotras cuando éramos pequeñas. Queda mucho por hacer. Pero me niego a que sigamos avanzando hacia la adaptación que nuestras criaturas necesitan si vamos a hacerlo, una vez más, solas.

Vuelvo al principio de esta columna. Escribo ahora que después de dos semanas y media, mi hijo va a la guardería de 9 a 15h. Antes hubiera sido imposible. ¿Cómo puede ser que pidamos períodos de adaptación reales si no podemos asumirlos? ¿Cómo puede ser que la adaptación se la tengan que comer con una inmensa culpa las madres, los padres, las profesoras?

¿Cómo puede ser que al Estado le salga gratis la conciliación?

El 2 de agosto se cumplió el plazo para que el Gobierno aprobara retribuir cuatro de las ocho semanas de permiso laboral por cuidado del menor hasta que cumpla los 8 años. Ese día acababa el plazo para trasponer la Directiva Europea de Conciliación que obligaba a remunerar esas semanas.

Era una promesa mínima, alcanzada a nivel de la Unión Europea, y que los Estados tenían dos años para integrar en sus ordenamientos. Una zanahoria para quienes vivimos encerradas en el bucle entre maternidad y trabajo. Y ni eso.

El Gobierno no puede decir que las familias son su prioridad. Ni puede decirlo ningún otro partido político. Muchas madres y padres tienen que cogerse vacaciones o una semana de permiso que sigue sin ser remunerado para acompañar a sus criaturas en la adaptación de mentirijilla.

Después de esa fase, queda el resto del año, el resto del curso. De 9 a 15h significa que tengo, como mucho, cinco horas para trabajar si como delante del ordenador. A partir de octubre serán siete como máximo. Pienso en todas las campañas de publicidad para que congeles tus óvulos y me entra la risa: lo que se va a congelar es tu cartera.

En marzo del 2021, el Instituto de las Mujeres, dependiente del Ministerio de Igualdad, publicó un estudio en el que admitía que la tasa de riesgo de las familias monomarentales era del 52%. En las monoparentales era el 25%. La directora general del instituto, Beatriz Gimeno, decía: “entre los problemas principales a los que tienen que hacer frente estas familias, se encuentran los económicos, la conciliación de la vida laboral con el cuidado de sus criaturas, la sobrecarga de responsabilidades, el empleo y los relacionados a su situación habitacional”. Tres años y medio después, todo sigue igual.

Que yo antes de ser madre era rica es una exageración. Pero la realidad es que mi facturación como autónoma se ha reducido a cerca de la mitad. Tengo muchas menos horas disponibles para trabajar y muchos más gastos. El Estado me da 100 euros al mes hasta que mi hijo cumpla tres años. Y tengo que volver a repetir que tengo suerte, porque no soy madre soltera.

El único rayo de luz se atisba en la Asociación Yo No Renuncio, una entidad sin ánimo de lucro impulsada por el Club de Malasmadres para luchar por una conciliación real. Me encanta su declaración de intenciones y me parece sencilla, clara, obvia: “Queremos una sociedad en la que ser madre no esté penalizado social y laboralmente. Queremos una sociedad donde el cuidado de los hijos y de las hijas se entienda como una responsabilidad social, no únicamente de las mujeres.”

Que ningún Gobierno vuelva a hablar de las familias hasta que no se plantee de verdad reformular la conciliación. Ya basta.

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