Aquello que nuestra sociedad cristiana, moralista, liberal y burguesa –en una palabra, esta sociedad hipócrita– no puede tolerar, lo que de ninguna forma puede procesar o digerir, es el odio. –“¡No debes odiar a nadie, odiar está mal, hay que amar a todo el mundo!” –gritan por doquier, en este caso, los liberales de todos los partidos. ¿Cuál es la forma más rápida de desenmascarar a un liberal? Muy fácil: no tiene tanto que ver con el contenido de lo que dice, sino que se destapa solo a sí mismo siempre que utiliza la formulación “por un lado… pero, por el otro…”. Solo el liberal, que se caracteriza por la ambivalencia de ser incapaz de elegir (entre el fascismo y el socialismo); solo el liberal –repito–, de quien Schmitt bromea que “entre Barrabás y Jesús, decide montar una comisión parlamentaria”, tiene la equidistancia necesaria para formular frases como: “por un lado, es cierto que Israel está perpetrando un genocidio en el que han muerto ya 40.000 palestinos, de los cuales la mitad son niños… pero, por el otro, también es verdad que es la única democracia de Oriente Medio…”. En este sentido, la estructura psicológica del liberal es la misma que la del neurótico obsesivo, el cual, durante el análisis se caracteriza por hablar todo el rato acerca de cosas triviales, para intentar no hablar así de aquello fundamental –que es justamente lo que lo ha traido a terapia–, y de esta manera no pasar nunca al acto.
¡Cuán lejos hemos caído de los griegos! Recordemos que no se dice que Nietzsche sea intempestivo solo porque “contenga tempestades”, sino sobre todo porque a él hay que reconocerle el mérito de haber sido el primero en descubrir el método de comparar nuestra época actual con una anterior, más originaria, y pasar cuentas. De la misma manera, nosotros vamos a intentar ahora aquí replicar este gesto intempestivo, y pasar nuestra sociedad por el rasero de los griegos, y devolver la factura. Y es que a un griego no se le ocurriría nunca, ni se le pasaría por la cabeza un solo instante, que pudiera no existir el odio. Hay odio, en la misma medida en que hay amor; el amor, de hecho, no podría existir si no estuviera de-limitado por el odio. Cualquiera que haya leído alguna vez por lo menos un solo diálogo de Platón sabe que hay una expresión que siempre se repite: “sé bueno con los amigos, y malo con los enemigos”. Lejos aun de la máxima cristiana “¡Ama a tu vecino!”, para un griego sería injusto tratar bien a un enemigo, pues por algo se lo desprecia, ¿no? Y la justicia es dar a cada uno lo que le corresponde: no tratar igual a lo que es diferente.
Himno a Afrodita (y a Neikos)
Aun hoy en día solemos hablar a veces de la teoría de los “cuatro elementos”: tierra, agua, aire y fuego. Pues bien, el primero en introducir esta idea fue el presocrático Empédocles. En su bello poema “Sobre la naturaleza” dijo que el cosmos, así como todo lo que contiene, está compuesto, en realidad, por estas “cuatro raíces”. Divinizadas, estas son: Edoneo, Nestis, Hera y Zeus, respectivamente. (De hecho, algo que no se suele tener presente es que cuando Deleuze y Guattari empiezan a hablar de rizomas después del mayo del 68, no se trata de una boutade afrancesada, sino de la traducción casi literal de estas “raíces” (rizomata) de Empédocles). Sin embargo, si el universo en su totalidad estuviera compuesto tan solo por estas cuatro “raíces”, les faltaría algo, ¿no? Pues sino no se podrían mezclar ni disolver en distintas proporciones, generando todos los entes que hay en el mundo. Seguramente por esta razón Empédocles decide añadir dos cosas más, que ya no son “elementos”, sino las relaciones que guardan entre ellos: Filótes o Afrodita (a veces traducidos como Amor, otras veces como Amistad) y Neikos, (traducido por algunos como Odio, y por otros como Discordia). De esta manera, no existe ni el nacimiento ni la muerte, pues el primero es tan solo una combinación, y el último, una disolución, de estos cuatro elementos primordiales. Alegría y Rencor se convierten así en los dos grandes pintores, como en un torbellino, de todo el universo entero.
En cualquier caso, la cuestión que ahora nos interesa es que “en el Odio todo es de formas diferentes y separadas, pero en el Amor todo confluye y se desea mutuamente” (31 DK 21). Aquí podemos ver claramente como este bello poema de Empédocles no es ningún brindis al sol, ni una romántica retirada a Grecia que permite escapar plácidamente a los problemas del presente, sino que de esto se deriva para qué sirve, y qué rol juega aun hoy en día el Odio en nuestras vidas. Para decirlo rápidamente: el Odio “es” separación, de la misma manera que el Amor “es” conjunción. Me gustaría defender hoy aquí –en contra de lo que les pudiera parecer a cristianos y liberales– que un mundo en el que solo primara el Amor sería, en realidad, un verdadero horror. Como señala Empédocles, un mundo en el que única y exclusivamente hubiera Amor, se parecería a una “esfera” fusional en la que todos estaríamos juntos, sin posibilidad de diferenciarnos, independizarnos, ni ser libres. Frente a esto, la Discordia introduce un “remolino”, pone a las cosas en movimiento, las separa, di-stingue y de-limita. Para poder moverse libremente, los átomos necesitan lo mismo chocar y rebotar (repulsión) que entrelazarse (unión). Con todo esto, parecería que Empédocles ya está pensando el que será el gran tema de la filosofía francesa contemporánea, la diferencia, como mutua conexión y separación.
Ambivalencia y convertibilidad de los opuestos
Todo esto está muy bien, y el poema de Empédocles nos permite ver qué función tiene, y qué papel juega aun hoy en día el Odio en nuestra sociedad –el de separar, tan necesario como el unir del Amor, para poder ser libres. Sin embargo, uno podría criticar acertadamente (y tendría razón) que esta teoría griega antigua parece demasiado simplista y reduccionista. En efecto, parecería que está “el Amor”, por un lado, y “el Odio”, por el otro, como en dos compartimentos estanco. Es el gran mérito de Freud el haber descubierto la enorme ambivalencia y convertibilidad que en realidad reinan entre estos dos aparentes opuestos. La ambivalencia (la simultánea presencia de sentimientos de amor y de odio dirigidos hacia un mismo objeto) se puede ver especialmente en la relación con los padres, y la convertibilidad de los opuestos, en una ruptura amorosa, donde nos asombra ver como todo lo que antes había sido ganas de unión se convierte, con pasmosa facilidad y rapidez, en ansias de separación. Esto sin duda es porque, como se puede ver en la película Persona, de Ingmar Bergman, el opuesto real del amor no es el odio, sino la indiferencia. Por esta razón, de hecho, un buen psicoanalista es aquel que consigue navegar –casi inadvertidamente– al analizado hacia el reconocimiento de estas dos emociones primordiales: –“No me gusta como me hace sentir… X” –Ah, entonces es que lo odias” –Me encanta cuando pasa… Y” –“Vale, pues entonces lo amas”.
Dejo a un lado por un momento aquí la discusión, que me parece un tanto espuria y escolástica, de si, “como relación con el objeto, el odio es más antiguo que el amor”, o bien sucede al revés. Dejémoslo simplemente en que “el amor es el oro, pero el odio es el hierro de la mina de emociones que yace enterrada dentro de nosotros”, como muy bien dice Ramas en la entrada justamente sobre el “odio” que aparece en el nuevo Atlas político de emociones, editado recientemente por Trotta. Con lo que sí nos tenemos que quedar del descubrimiento freudiano es con el hecho de que ni tan siquiera existiría un Yo en primer lugar si no fuera gracias a la necesaria separación que el Odio establece con la realidad exterior. En efecto, no seríamos capaces de distinguirnos de la unión fusional con la madre en la que, como muy bien dice Freud, “el niño es el pecho” si no fuera por mor del distanciamiento que impone el Odio, movido por un incipiente narcisismo e instintos de autoconservación. También con el padre domina la ambivalencia del: “Sé como yo… pero a la vez no seas como yo”. Por esto tampoco no nos puede sorprender que la segunda de las cinco etapas de un “duelo” (ya sea este amoroso o mortífero), identificadas por Kübler-Ross, sea la ira –entre la negación, la depresión, la negociación y la aceptación final. Pues cierta rabia es imprescindible para establecer un alejamiento con el ser amado que ahora toca dejar ir. Recordemos que el odio no es más que “ira arraigada”, como decía Cicerón –odium est ira inveterata.
Autoodio y melancolía
Últimamente se ha escrito mucho y variado sobre el ineludible carácter melancólico de nuestros tiempos, pero aun no se ha mencionado lo más básico: que, al menos en “Aflicción y melancolía” de Freud, la depresión se caracteriza fundamentalmente por un odio que, no pudiendo ser dirigido hacia fuera, se vuelve hacia dentro. Que rojipardos y reaccionarios tengan tendencia a odiar a determinados grupos sociales es, en realidad, secundario; lo que prima en la nostalgia es un autoodio que, al no poder ser descargado en el presente, se retira hacia al pasado. Para que nuestro Yo social, entonces, no se “vacíe y empobrezca” debido a la melancolía actual, tenemos que reconocer que “todos los lamentos son, en el fondo, acusaciones”. En el que será el leitmotiv de este artículo: solo si conseguimos dirigir el odio correctamente hacia el objeto o contenido que lo causa podremos atravesarlo realmente, y arrancar las malas hierbas.
Tratados sobre los sentimientos morales
Pero no solo los griegos y el psicoanálisis tenían una visión mucho más abierta, tolerante y receptiva por lo que atañe a la inevitable inclinación de la naturaleza humana hacia el odio. Sino que también en el Barroco era uso común y corriente escribir Tratados sobre los sentimientos morales –así lo hicieron, por ejemplo, Hume y Smith–, pero a ninguno de estos ilustrados se le ocurrió por un solo instante borrar al odio de la interminable lista de emociones humanas, como hoy parece ser el caso para “El Consenso” de la Transición™. Para Hume, el odio es en gran medida “indefinible e indescriptible”, pero debe tener algún tipo de relación con el “dolor” o, por lo menos, con el “displacer”, pues por algo se huye de él, generando repulsión y aversión. Por último, para Smith, el odio y el resentimiento tienen la capacidad de dividir la sim-patía entre la persona que los siente y aquella de la cual es objeto, siendo “el odio y la ira los grandes venenos para la felicidad de una mente buena”. Lo que quizás no tuvo presente la “buena mente” que escribió La riqueza de las naciones es que la clase trabajadora tiene derecho al odio (aunque no así al resentimiento). Y a pesar de que sea una labor harto complicada (la que ahora empiezo) distinguir entre las dos, y dirigir acertadamente la primera hacia el objeto correcto.

La haine: implosiva o explosiva
En la inmensa película La haine (dir. Mathieu Kossovitz, Francia, 1995), se relatan los disturbios en una banlieue de París (Les Mugets) durante un día entero, después de una brutal paliza policial a un chico de 16 años, Abdel Ichah, y que terminará con la muerte de este último. Durante estas 24 horas, tres amigos –Vinz (judío), Saïd (árabe) y Hubert (negro)– pierden el tiempo divagando y discutendo sobre qué hacer con la agresividad que sufren día sí, día también, por parte de la policía y de una sociedad que los excluye constantemente. La película sirve para ejemplificar la distinción que hace Zizek entre la “violencia física” y la “violencia estructural”, pues “¿qué es robar un banco comparado con crearlo?”. Como si se tratara de una reelaboración moderna del poema de Empédocles con el que empezábamos, Vinz es una alegoría del Odio, y Hubert, del Amor, con Saïd representando una especie de Inocencia que intenta cada vez intermediar entre los dos. El Odio y el Amor chocan todo el rato, como por ejemplo, en la impagable discusión que tienen en un baño público, en la que Hubert se pregunta si “el odio engendra siempre más odio”. Aun y así, el verdadero protagonista de la película es una pistola (símbolo inequívoco del falo y de la violencia), primero perdida por un policía, y luego recuperada por Vinz, y que atiza la cuestión latente sobre cómo manejar y reaccionar ante la agresividad sufrida. Al final de este artículo, volveremos sobre qué significan los graffitis “el mundo y el futuro son nuestros”, que de tanto en cuanto aparecen de fondo en la banlieue. Pero, de momento, vale la pena fijarse en la historia que organiza toda la película, apareciendo tanto al principio como al final: se trata de la historia de “un hombre que cae de un piso 50. A cada piso, no deja de repetirse, para tranquilizarse: hasta ahora todo va bien… hasta ahora todo va bien… Pero lo que cuenta no es la caída, es el aterrizaje”. No existe seguramente mejor símbolo de cómo la represión liberal y burguesa del odio no acaba con sus inevitables efectos.
Una aclaración preliminar al lector resulta imprescindible en este preciso momento. Cualquier persona que me conozca sabe que yo no soy una persona que odie especialmente demasiado, ni que no considere al amor y la alegría emociones preferibles, y en mucho. Ni tampoco lo que pretendo conseguir con este artículo es que ahora todos nos pongamos a odiar más de la cuenta. Sí que considero –y que el lector me corrija si me equivoco– que, sobre todo políticamente, en nuestra sociedad se odia mucho, pero no se re-conoce, o hay que reprimir en todo caso el odio, cuando a veces es la emoción pertinente e indicada para un determinado momento. Un verdadero filósofo no piensa en algo porque esto “le interese” (¡sic!) –como se dice hoy en día en los pasillos de las facultades, cuando a uno le toca elegir un tema para el Trabajo de Final de Grado (o TFG)– sino que el tema le viene impuesto, como por decirlo así, desde fuera. Me parece que es nuestra época o sociedad la que tiene un problema con el odio, y hay que atravesarlo hasta el fondo para poder arrancar las malas hiervas, aunque sea un tema feo –pues “la verdad” es fea. Y la cuestión del odio es tanto más importante por cuanto su represión, así, in abstracto –“¡No debes odiar! ¡Tienes que amar a todo el mundo!”– no suprime el contenido de lo odiado, ni tampoco la forma de gestionarlo. Por esto, sintiéndolo mucho, y aunque sea arduo, feo o incómodo: tenemos que hablar de Kevin.
En la divertida película Ejecutivo agresivo (dir. Peter Segal, USA, 2003), Dave (Adam Sandler) es mandado por un juez a terapia para controlar su agresividad tras un ataque de ira porque una azafata de vuelo se negaba a darle unos auriculares. Al llegar a la consulta del Dr. Buddy Rydell (Jack Nicholson), Dave no entiende qué hace allí, si al menos en apariencia parece ser un tipo bastante tranquilo, afable e incluso dócil: –“Te voy a explicar algo, Dave. Existen dos clases de personas agresivas: explosivas e implosivas. El explosivo es aquel individuo que se comporta como un energúmeno cuando una cajera le regatea una bolsa en el supermercado. El implosivo es aquella cajera que permanece siempre callada, hasta que un buen día le pega un tiro a todos los que están en la tienda. Tú eres la cajera, Dave”. Hollywood también sabe de la lucha de clases cuando quiere, y es difícil explicar mejor cómo se manifiesta la ira en el amo y el esclavo, en el burgués y el proletario. Es incuestionable que ahora, en el ciclo político en el que estamos inmersos, no hay tantas huelgas ni movilizaciones sociales como en el pico del anterior (2010-2011), pero de esto uno podría extraer la conclusión –equivocada, a mi modo de ver– de que estamos en un momento frío, y que la gente va fríamente a comprar un botella de aceite de oliva que cuesta 10 euros al supermercado, o a dejarse más de la mitad del sueldo en el alquiler. Por el contrario, creo que hay un odio –una “ira inveterata”, recordemos, para decirlo con Cicerón– de carácter mucho más implosivo con el que si uno no empatiza políticamente, está perdido en el momento actual. La lucha de clases no es algo que se presente solo en una huelga o en un pico de conflictividad social, sino que está siempre presente incluso en su ausencia. Y así, hay un murmuro, un apretar los dientes, un “bruxismo de clase” –como lo llama Laure Vega– siempre que uno va acoger esa botella de aceite de oliva virgen extra. Antes de correr a preocuparnos por la salud y vida inanimada de un conteiner en llamas, ya sea en Plaza Urquinaona o en una banlieue de París, deberíamos esforzarnos al menos por entender esto.
El asno que no sabe despreciar
Siempre que se habla del enorme bestiario que despliega Nietzsche a lo largo de su obra se suelen mencionar solo las “tres grandes transformaciones” que tienen lugar en Así habló Zaratustra: el camello, el león y el niño. Casi nunca se suele mencionar, en cambio, la increíble aparición del asno: –“¿puede un asno ser trágico? ¿Sucumbir bajo un peso que no se puede llevar ni arrojar?”. ¿Qué representa aquí el asno? Al comienzo del Zaratustra podemos encontrar una posible respuesta: “es la hora del gran desprecio (…) ¡Se acerca el momento del hombre más despreciable, del que ya no puede despreciarse a sí mismo!”. El burro es, pues, el último hombre, el que ya no sabe ni puede despreciar, ni tan siquiera a sí mismo. Pero, ¿está “bien” despreciar? Respuesta de Nietzsche: –“Yo amo a los grandes despreciadores, pues son los grandes veneradores y las flechas del anhelo hacia la otra orilla”. De la misma forma que amar a algo es odiar todo lo que le pueda hacer daño, para venerar algo es necesario e imprescindible despreciar todo lo contrario.
Sin embargo, ahora vemos una de las principales razones por las que el odio (al igual que el amor) asusta, y es que es sumamente polifacético y escurridizo, tiene muchas máscaras y se dice de muchas maneras: desprecio, envidia, celos, ira, rabia, resentimiento, venganza, antipatía, animadversión y violencia. Todos ellos son manifestaciones distintas de la misma emoción primordial, el odio, y si la represión no es en este caso una opción –pues generaría una implosión tanto más peligrosa por cuanto tiende a la peor de sus formas, la violencia– tenemos que encontrar la mejor de todas ellas para poder canalizarla hacia el objeto correcto. Curiosamente, creo que la mejor definición de neurosis no la dio Freud, sino un psicoanalista hoy injustamente olvidado y poco recordado, Ferenczi, quien define simplemente que “el neurótico transfiere”. El caso más típico es el de un hombre que, después de aguantar insultos por parte de su jefe todo el día en el trabajo, llega a su casa y le pega a su mujer. ¿Qué tendrá que ver la pobre mujer con las vejaciones que sufre día sí, día también, por parte de su patrón? Pues que, incapaz de enfrentarse o plantar cara a su jefe, esto es, de dirigir su odio hacia el objeto correcto, realmente causante de su padecimiento –o de afiliarse a un sindicato–, el neurótico desplaza y distorsiona su odio hacia un objeto no adecuado, habitualmente percibido como “inferior”. Por esto, a la hora de tratar aquí el odio como una emoción política, somos perfectamente conscientes de que estamos jugando con fuego, pues es un objeto que siempre se escurre de nuestras manos –tanto por su forma como por su contenido–, pero tenemos que pasar por aquí, y hay que atravesarlo, pues sino no conseguiremos digerirlo ni procesarlo debidamente.
Sumar y Podemos: entre la ingenua alegría y el resentimiento
Parto siempre de la premisa, tal y como fue expuesta por primera vez en la Retórica de Aristóteles –y que representa el único faro guía de todos mis artículos en esta columna de Catalunya Plural– que, en contra de lo que pudiera parecer actualmente, lo primero que debería hacer un político, antes que nada, no es analizar fríamente los datos, ni mucho menos hacer propuestas racionales, sino em-patizar con el estado de ánimo social mayoritario de la población. “Em-pathos” quiere decir, literalmente, en griego: “sentir-con”, y sentir-con el pueblo es el primer punto de partida insoslayable para dirigirlo hacia cualquier lugar. En este sentido, ya hace mucho tiempo que pienso que, el mayor problema del inevitable declive de Sumar no es tanto que su propuesta estrella de una “herencia universal” de 20.000 euros no cuajara, sino que la sonrisa falsa, el rosa y los “biquiños” a Garamendi (el Presidente de la Patronal) quizás no acaban de em-patizar con el sentir general de la población actualmente. Este no es un problema meramente comunicativo, puesto que una determinada “disposición afectiva” es anterior a todo “discurso”, y abre un determinado mundo. Se trata, por tanto, de un problema de análisis eminentemente político (donde se puede ganar o perder).
Por esta razón, no se trata tan solo de un error o una equivocación, a mi modo de ver, de la política institucional, única y exclusivamente, sino que se traspasa también a los movimientos sociales más en general. En la última década, nos hemos hartado de gritar y cantar eslóganes como “¡nosotros por amor, vosotros por dinero!”, o “¡poner la vida en el centro, y no al capital!” –¡sic! ¡cómo si la derecha no pusiera también “la vida en el centro”, a su manera, una vida justamente mediada por el capital! En política vale todo, y todo esto me parece muy bien, y no tengo nada que criticar en la práctica, pero si que me gustaría añadir, en el plano de la teoría, que no nos creyésemos nuestra propia ficción. “El enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo”, como recuerda Schmitt. Encajonar a los reaccionarios simplemente como “discursos de odio” no debería quitar que nosotros tampoco somos simplemente el “discurso del amor” y la alegría, sino que albergamos tanto odio hacia el capital, la esclavitud y la injusticia como ellos hacia los negros, las mujeres y los homosexuales. Y nuestro odio es mejor que el suyo –este es el argumento que hay que hacer, y que me propongo demostrar. Nosotros no somos mejores que ellos porque no odiemos (una emoción humana), sino por cómo lo hagamos (no-violentamente) y qué odiemos (estructuras, y no las personas que las ocupan). En cambio, el principal contraargumento que se suele esgrimir por el otro lado es la famosa frase del Ché en una entrevista, repetida hoy en día hasta la saciedad: “déjeme decirle, a riesgo de parecer ridículo, que el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor”. Sí, en efecto, amor también, amor sobre todo, pero este “riesgo de parecer ridículo” denota aquí que el odio a la injusticia se da por descontado. Curiosamente, cuando nos iban mejor las cosas se utilizaban eslóganes que integraban el odio como un necesario momento interno: “hasta que el miedo cambie de bando” o “su odio, nuestra sonrisa”.
Por el otro lado, se entiende (y hay que hacerse cargo hasta el final) de por qué Sumar debió de emprender esta huida hacia adelante hacia la alegría, la ilusión, la esperanza, el amor y “el Bien” (sic). Y es que Podemos intentó acaparar todo el odio que quedaba en la sociedad. Pero esto no es necesariamente un problema en política (como vengo diciendo), sino más bien el hecho de que lo transformó en resentimiento. ¡Siempre tan escurridizo el odio, como el amor! ¡Siempre cambiando de forma! ¿Cuál es la diferencia entre el odio y el resentimiento? Ya lo he explicado otras veces, pero lo vuelvo a repetir: como en el caso de Ferenczi más arriba, mientras que el odio es dirigido hacia una causa externa que es percibida como un “mal” o un “daño”, el resentimiento lo desplaza, distorsiona y objetualiza en personas individuales en busca de una venganza hacia el pasado. Pero entonces nos topamos con una imposibilidad: como el pasado no se puede cambiar, el resentimiento se convierte básicamente en un odio im-potente. Recordemos que el titular que apareció en la portada de El País cuando Podemos llegó a su pico más alto en Intención Directa de Voto en 2014, fue: “Podemos supera a PP y PSOE impulsado por la ira ciudadana”. Y, aunque se tratara de un relato del adversario, contenía una parte de razón. Sin embargo, después de la incuestionable máquina del fango política, mediática y judicial (Lawfare) a la que fue sometida sobre todo la figura de Pablo Iglesias (y que siempre hay que reconocer, apoyar y denunciar), dicha “ira ciudadana” se debilitó e, im-potente ahora ya para transformar la realidad, se volvió hacia dentro y hacia el pasado en una vendetta personal.
Hostis e inimicus
Allí apareció “la trama” y Ferreras, generando una confusión en esa familia-partido-empresa-podcast que, por desgracia, hoy es Podemos, sobre la cual ya avisó muy bien Schmitt en El concepto de lo político: “sólo es enemigo el enemigo público. (…) Enemigo es en suma hostis, no inimicus en sentido amplio, es polémos, no ékhthrós. A semejanza de lo que ocurre también en muchas otras lenguas, la alemana no distingue entre ‘enemigos’ privados y políticos, y ello da pie a multitud de malentendidos y falseamientos. La famosa frase evangélica ‘amad a vuestros enemigos’ (Mt 5, 44; Lc. 6, 27) es en original ‘diligite inimicos vestros’, y no ‘diligite hostes vestros’; aquí no se habla del enemigo político”. A partir de esta reflexión que nos ofrece Schmitt, estamos ahora en disposición de arrancar malas hierbas a puñados. Por un lado, Podemos tiene razón en que ha sufrido una persecución sin parangón en el Estado español (aunque con peores precedentes en las naciones sin Estado, todo hay que decirlo), y este dolor hay que admitirlo, solidarizarse con él y denunciarlo siempre que se encuentre la ocasión –pues el no-reconocimiento del sufrimiento es siempre lo que impide que se convierta en otra cosa. Pero la víctima no siempre tiene razón políticamente (aunque sí la tenga moralmente), y es una trampa utilizar ese dolor para convertir a los enemigos privados en públicos, como Clint Eastwood en Sin Perdón. Por el otro lado, el alejamiento que las “buenas” gentes de Sumar sienten hacia el discurso de Podemos es el de la legítima repulsa hacia el odio convertido en resentimiento, pero no hay derecho a tirar así al bebé con el agua sucia, y borrar de esta manera de la política cualquier atisbo de conflicto y adversario políticos.
A mí, personalmente, Vicente Vallés no me ha hecho nada, aunque sea un facha redomado. Como mucho manipula, y por tanto no representa más que un mayordomo de los ricos. En cambio, sí que me afecta que Juan Roig (el Presidente de Mercadona) ponga el aceite a 10 euros, como le afecta a la inmensa mayoría de la población. Confundir al primero con el segundo es confundir a un vasallo con el señor, y confundir a un “enemigo personal” (inimicus) con un “adversario político” (hostis). Ahora vemos también la principal razón por la que el liberalismo intenta reprimir el odio a toda costa en nuestra sociedad: por su inextricable ligazón con el conflicto y el adversario políticos. Como sucede por desgracia desde que “la casta” dejó de ser el aglutinador político, la pregunta más ausente en todas las izquierdas desde hace más de una década es, de hecho, la pregunta política por antonomasia: ¿quién es, hoy, realmente el adversario? ¿Son los capitalistas? ¿La burguesía? ¿La oligarquía? ¿Los ricos? ¿La Patronal? ¿La derecha? ¿El PP? ¿El Estado Español? ¿El patriarcado? ¿El ecocidio? ¿La Trama? ¿Ferreras? ¿Todos a la vez? ¿Ninguno? ¿Otro?
La cabeza alta y la mirada seria del Movimiento Socialista
Curiosamente, los que me parece que mejor están consiguiendo integrar la cuestión del odio en la política actualmente son los compañeros del Movimiento Socialista. Lo que más me interesa de este movimiento no son sus sesudos análisis sobre la lógica del capital, sino como están sabiendo leer, mejor incluso que los otros actores institucionales, lo que demanda el momento actual afectivamente. La crítica a la disciplina militar la dejamos para otro día. Pero en su cabeza alta, así como en su mirada seria, hay sin duda un esfuerzo por identificar lo que demanda anímicamente el momento actual de postpandemia, guerra e inflación. La contundencia, la determinación, etc., me parecne quizás hoy en día una buena transacción para resolver la ambivalencia entre el amor a los de abajo y el odio a los de arriba. Sin embargo, son tan resbaladizas estas dos emociones primordiales… que nadie está ausente de convertir el odio en resentimiento, y a veces parecería que este movimiento también se equivoca de adversario al dedicar muchos más sesudos análisis, interminables hilos de twitter y decenas de páginas a criticar a la “socialdemocracia”, los “revisionistas” y los “oportunistas” que a delimitar quiénes son esos “políticos y banqueros” de la “ofensiva capitalista”. Está aun por ver, por tanto, si el supuesto y llamado “nuevo ciclo político” será algo más que el resentimiento por el anterior. Lo que seguro que está claro es que, entre la ingenua alegría de unos, y el oscuro resentimiento de otros, quizás podríamos encontrar un término medio en un desprecio bien templado –guiados por la frónesis (“la prudencia”), la más importante de las virtudes políticas.
Declaración de odio
Quizás, entonces, mentí un poco antes al decir que no odio mucho… Pues, en realidad, odio el genocidio que está perpetrando el Estado de Israel al pueblo palestino… (No así a los ciudadanos judíos que allí viven, para quienes no siento nada más que amor…) Odio que nuestra sociedad capitalista mire para otro lado siempre que ve a un pobre pidiendo en la calle… Odio, en general, la indiferencia. Odio, como ya he dicho, que una botella de aceite mediterráneo cueste 10 euros, y dejarme más de la mitad de mi sueldo en el alquiler… Odio a veces no reconocer a mi ciudad cuando paseo por la calle, entre tanto piso turístico para expats… Desprecio profundamente la cultura considerada como un ornamento para los neutrales que, lavándose las manos, se desentienden y evaden… “¡Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse!”
Un odio no-violento y estructural
Declaraciones de amor ha habido muchas, pero… ¿¡Quién ha visto alguna vez una “declaración de odio”!? De esto que puede parecer un mero manifiesto, nos permite ahora extraer la respuesta a las dos principales preguntas que nos hacíamos al principio sobre el odio: ¿cómo manejarlo? ¿Hacia dónde dirigirlo? Decíamos que el imperativo “No debes odiar” no sustrae ni el contenido de lo odiado, ni tampoco la forma de gestionarlo. Decíamos también que el odio no se puede simplemente reprimir, pues sino acaba implosionando por otro lado bajo la forma del resentimiento o, peor, de la violencia. Para evitar tanto la implosión (violencia) como el desplazamiento (resentimiento), no nos queda más remedio que atravesarlo, planteándonos la cuestión sobre cuál debe ser el objeto correcto, y la manera adecuada de gestionarlo. Pues bien, ahora estamos en disposición de responder a estas dos preguntas que nos habíamos dado desde el principio. De la anterior declaración podemos extraer que el odio legítimo se refiere solo a cosas, acciones o incluso ideas abstractas, y no a personas o grupos humanos, y que no implica ninguna violencia en absoluto. Esto es incluso consecuente con Spinoza, quien, en su Ética, después de definir el odio como “la tristeza acompañada de la idea de una causa exterior”, y de asegurar en una proposición que “el odio nunca puede ser bueno”, se ve obligado a añadir en un escolio que se refiere “solo al odio hacia los hombres”.
De esto se deriva que el único objeto legítimo de un odio justo solo puede ser una determinada estructura, y no las personas que las ocupan, así como que la forma correcta de gestionarlo es no-violentamente. Esto permite distinguir, con una nítida línea de demarcación, un odio emancipador de uno reaccionario, pues este último se caracteriza por ser el diametralmente opuesto del primero: es personal y violento –justamente porque también es implosivo y resentido. El trabajador que, al ser despedido de su puesto, hace la reflexión de que es porque “los negros le han robado el trabajo” no hace solo un análisis falso e irracional, sino también una mala gestión de sus emociones, pues desplaza y distorsiana en una persona o un grupo aislados lo que en realidad es causa del modo de producción capitalista. No es el extranjero quien le ha quitado el trabajo, sino un modo de dominación impersonal. Sin embargo, este odio nos pone ante una singular tesitura que ninguna otra emoción política es capaz de suscitar, pues: ¿cómo se puede odiar aquello que es im-personal?
La paradoja del odio
A diferencia de Cicerón, Aristóteles, en la Retórica, distingue la ira del odio en el sentido de que la primera puede estar causada por razones personales, mientras que en el odio “se dirige hacia un género universal que no es curable con el tiempo”. Aristocrático como es, Aristóteles pone el ejemplo de un “ladrón”: no odiamos a tal o cual ladrón, aunque sea Juanito o Menganito el que nos haya robado en concreto, sino al ladrón en general en tanto que ladrón, pues su género universal es siempre y en todo caso causante de un mal (el hurto). Así, aunque de forma invertida, Aristóteles ya nos apunta que el odio tiene algo que ver con la lucha de clases. En lo que sigue, me gustaría mantener la formulación de Aristóteles, invirtiendo su contenido, pues nos permite vislumbrar por qué la clase trabajadora es la única –junto a todo el resto de los oprimidos, en general: de raza, de género, etc.– que tiene derecho al odio, pues se odia a un género universal –“la opresión”, no así a la persona en concreto que la ocupa– que no es curable con el tiempo.
Cojamos igualmente la definición de Descartes: “el odio es una emoción que incita al alma a separarse de los objetos que se le presentan como perjudiciales”. Ahora estamos en disposición de añadir incluso algo más respecto a la definición inicial del odio como separación con la que empezábamos: el odio también busca una cierta destrucción, una eliminación del objeto percibido como dañino. No obstante, aquí nos topamos, en el caso particular del odio, con una singular paradoja que no encontramos en el resto de pasiones políticas. Dicha paradoja –que fue muy bien notada en la única crítica y complemento acertados, a mi modo de ver, de Zizek hacia Laclau– es que el antagonismo, para realizarse, necesita constituir una identidad contraria al objeto que pretende eliminar –la “derecha” contra la “izquierda”, el “proletariado” contra la “burguesía”, etc. Ahora bien, esto conduce a una imposibilidad: pues de realizar efectivamente la eliminación de su objeto, el sujeto antagónico perdería también su “identidad”. De esta manera, el mayor éxito del odio coincide también con su mayor fracaso: si consiguiera realmente destruir al otro, se perdería también a sí mismo.
Esto se puede ver muy claramente en la posición del señor en la “dialéctica del amo y el esclavo” de Hegel: un esclavista puede azotar tanto como quiera al negro que trabaja en su campo de algodón: pero no puede matarle, pues acto seguido necesita que siga trabajando para que se le siga reconociendo como señor. Esto es lo que explica que el sadismo de los amos sea siempre ambivalente –“Sí… pero no…”– y esté (aunque ellos no lo reconocerán nunca) profundamente marcado por deseos de amor hacia el mismo esclavo que desprecian –véase, por ejemplo, el enamoramiento que sufre el comandante nazi del campo de concentración de Paszov hacia su sirvienta judía en La lista de Schindler. Frente a esta paradoja imposible, el odio de la clase trabajadora –y de todos los oprimidos del mundo– es el único odio legítimo, no porque lo diga yo, que soy una persona de izquierdas, u otras contingencias de la vida, sino por una razón formal-estructural: el oprimido es el único capaz de responder “Sí… y sí” a la eliminación de su objeto, pues quiere realmente que desaparezca para también dejar de ser lo que es.
“Los proletarios no tienen nada que perder excepto sus cadenas…” Es por esta razón que Marx elige única y exclusivamente a la clase trabajadora como sujeto emancipador, no por sus propiedades y virtudes positivas, sino porque representa la única clase en la sociedad que quiere llevar su odio hasta sus últimas consecuencias y está dispuesta a pagar el precio hasta el final, esto es: dejar de ser lo que es (un esclavo). Ahora bien, como siempre, es tan escurridizo el odio, tanto en su forma como en su contenido… que hace que nos tengamos que preguntar inevitablemente: ¿cuál es el objeto que el oprimido quiere realmente eliminar? Pues incluso matar al patrón Menganito solo haría que fuera reemplazado por Fulanito (convirtiendo ese acto en un acto de resentimiento, y no de odio directamente dirigido hacia el objeto correcto).

Novecento y la gracia
Hay una película, y una película solo, cuyo final puede reemplazar bibliotecas enteras de Tratados sobre los sentimientos morales, y esta es Novecento (dir.: Bernardo Bertollucci, Italia, 1976). Para quien no la haya visto, esta película cuenta magistralmente la primera mitad del siglo XX en Italia como una encarnizada lucha de clases, desde la muerte de Verdi en 1900 hasta el ahorcamiento de Mussolini boca abajo en 1945. Como en La haine, Novecento también relata esta historia con una alegoría, la de Olmo Dalcò (Gerard Depardieu) y Alfredo Berlingheri (Robert de Niro), dos chicos nacidos en el mismo momento, pero en lugares sociales muy distintos –uno, en el establo de una hacienda entre campesinos, y el otro, entre las suaves sábanas de la finca del patrón. Olmo y Alfredo se convertirán en amigos inseparables hasta que la lucha de clases los lleve por caminos opuestos: a uno, hacia el socialismo, y al otro, hacia el fascismo. Al final de las más de 5 horas de largometraje, tras la liberación de Italia por parte de los aliados, hay una revuelta campesina en la hacienda, y los partisanos capturan tanto al administrador fascista –Attila Mellanchini (Donald Sutherland)– como al patrón capitalista de la finca: ejecutando al primero, y sometiendo a un “juicio popular” al segundo. Después de que, por una vez en la Historia, il padrone tenga que callar y escuchar las legítimas quejas de sus trabajadores –a uno le faltan dos dedos, al otro, los dientes, etc.–, Olmo decide condenar a muerte a este “enemigo del pueblo”. Sin embargo, lo que sigue no es el barullo de un linchamiento resentido, sino el calmado silencio del asesinato simbólico. Algunos no lo entienden:
– Olmo: El padrone está muerto, pero Alfredo Berlingheri sigue vivo, y no debemos matarlo.
– Una campesina: ¿Por qué?
– Un campesino: Porque él es la prueba viviente de que el padrone ha muerto.
Este es seguramente el ejemplo más gráfico que pueda existir de lo que me refiero con un odio directamente dirigido hacia el objeto correcto (sin desviarse en implosiones resentidas), y del que solo la clase trabajadora es capaz, junto a todos los oprimidos del mundo. Se trata de un odio no violento, dirigido hacia la que es realmente la causa externa de un “daño” o de un “mal”, y que solo puede ser la estructura social que nos oprime, y no las personas individuales que las ocupan. Solo los trabajadores están dispuestos a llegar hasta el final de este odio, y a eliminar realmente su objeto –“il padrone”, en este caso– pagando el precio necesario por ello: dejar de ser lo que son –es decir, “trabajadores asalariados”, para llegar a ser libres. Para resumir y aterrizar nuestra tesis una última vez en la situación actual: hay un odio en nuestra sociedad, que es estructural y no-violento, y que es plenamente legítimo y tiende derecho a sentir rabia hacia el capital, la injusticia y la esclavitud. Y la política de izquierdas tiene que saber empatizar con él y canalizarlo, sin desviarse hacia ilusiones ingenuas, ni tampoco implosiones resentidas. O estará perdida. Sin duda, escurridizo como el odio es, es cierto que esto implica hasta cierto punto jugar con fuego, y es labor harto complicada para la política, pues fácilmente la tendencia natural es a reprimirlo en una falsa alegría, o a desplazarlo hacia personas individuales.
Pero no nos queda otra, pues la única alternativa sería evitar el conflicto –tal y como se hace ahora, entre ingenuas ilusiones y vendettas personales– y, con ello, la democracia y la libertad –pues la democracia y la libertad no son otra cosa que justamente esto, conflicto. Al final, la ansiada eliminación del objeto –el “asesinato simbólico” del padrone, en este caso– no puede ser el acto soberano de un “juicio popular” que dure un solo día, sino que solo puede ser el resultado de un ambicioso programa de medidas políticas sostenidas en el tiempo. Por esto, el padrone “resucitó” en Italia (como en todos los demás países) después de la Segunda Guerra Mundial. Y por esto Novecento es una película incomparable con ninguna otra también el hecho de que no termina con ningún happy ending hollywoodiense, sino con Olmo y Alfredo pegándose como niños pequeños, pero esta vez ya de mayores y envejecidos, en una lucha que parece no tener fin. Por esto este artículo tiene que terminar de la misma manera, sin “fantasías resolutivas” y en punta, mostrando la inerradicabilidad de todo conflicto.

The end.
¿Sí? ¿Seguro? Pero hemos dejado un cabo suelto que demanda un segundo (y último) final. Ahora ya sabemos qué toca hacer con el odio político y legítimo, pero ¿cómo lidiar con el odio personal e injusto que queda, pegado como una lapa? ¿Cómo lo hacen los campesinos para no quedar asesinar a la persona que les ha maltratado, domesticado y oprimido durante todas sus vidas? ¿Se puede realmente separar la figura de il padrone de Alfredo Berlingheri? ¿Se puede exigir, se puede demandar, se puede incluso pedir que los campesinos no devuelvan “ojo por ojo” según la más antigua Ley del Talión? ¿De dónde pueden sacar la fuerza los débiles, los humildes, los vejados, de no querer vengarse hacia la persona concreta que les ha hecho daño durante todo este tiempo?
Epílogo: La violencia y lo sagrado
En otro lugar he propuesto ya dos posibles soluciones al odio y el resentimiento personales: el olvido y el perdón. Me gustaría ahora, para terminar realmente (ahora sí que sí), proponer una tercera: la gracia. Se puede argumentar que todo el problema de Simone Weil –una militante comunista y filósofa cristiana, pero que se hace cargo del dilema ético contemporáneo planteado por Nietzsche– es como parar la infinita cadena de violencias que, “ojo por ojo”, deja al mundo entero ciego. En este sentido, quizás esto se pueda entender mejor a partir de un libro de René Girard, La violencia y lo sagrado, que plantea una reinterpretación antropológica y fascinante del cristianismo. (Yo, personalmente, no creo en Dios, pero sí creo, en la línea de Paco Fernández Buey y tantos otros cato-comunistas de nuestro país, que se puede aprender algo de la lógica formal del cristianismo, y aplicarla luego para una ética militante).
Girard plantea la hipótesis, entonces, de que en todas las sociedades, desde el canibalismo primitivo hasta el bullying en el instituto, se garantiza la cohesión del grupo mediante un chivo expiatorio, una víctima sacrificial. Al excluir a un individuo aislado que es percibido como diferente del grupo, se mantiene unido a este bajo la idea que todos somos iguales y pensamos lo mismo en una violencia que deviene compartida. En este sentido, Cristo representa una “trampa” que Dios le lanza a Satanás. Frente a un Redentor que se postula como el Hijo de Dios, el Mal intenta aplicar la misma lógica sacrificial que de costumbre, crucificando a Jesús. Pero como Cristo, en este caso, decide aceptar el reto de mutu propio y elevar la apuesta –eligiendo libremente “morir por todos nuestros pecados”–, la lógica sacrificial se cortocircuita en ese preciso instante, la vemos expuesta en toda su desnudez y crudeza, y el Mal se abole a sí mismo.
Lo más interesante de la última escena de Novecento es que percibimos y sentimos en nuestras propias carnes cómo no se puede exigir, ni tan siquiera pedir o demandar, en este caso, que los trabajadores sean compasivos con el burgués y “pongan la otra mejilla”. Incluso según la “moral de los mercaderes”, que todo lo ponen en una balanza, no sería justo que no devolvieran “ojo por ojo” después de siglos de agravios. Pero es justamente aquí que aparece la gracia. La gracia no se puede exigir, ni pedir, ni demandar, pues está más allá de todo lo que resulta esperable incluso desde el punto de vista de la “ética”, la “moral” y la “justicia de los mercaderes” que todo lo ponen en una balanza. Como tal, no puede ser más que una donación sobre-humana. Weil: “todos los movimientos naturales del alma se rigen por leyes análogas a las de la gravedad física. La única excepción la constituye la gracia. (…) No ejercer todo el poder de que se dispone es soportar el vacío. Ello va en contra de todas las leyes de la naturaleza: sólo la gracia lo puede conseguir. (…) Solamente la gracia puede dar valentía dejando intacta la ternura, o bien la ternura dejando intacta la valentía”. Solo cuando se haya terminado con el odio legítimo (a las estructuras opresoras), podremos desembarazarnos definitivamente también de cualquier reducto de odio injusto (a las personas que las ocupan), y recitar así los versos del “Himno a la Amistad o a la Alegría” de Schiller, que hoy en día forman parte del himno de la Unión Europea, pero que no se aplican si eres palestino o pobre:
“Retribuir a los dioses no es posible
Asemejárseles empero es bello.
Que aflicción y Pobreza se presenten
Para alegrarse con quienes se alegran.
Que Rencor y Venganza ya se olviden,
Y al mortal enemigo se perdone:
Ninguna lágrima apremiarlo debe,
Ningún remordimiento atormentarlo”


