El Valle de Cardós es cerrado y, tal vez como todos los valles, esconde no solo la sombra y el refugio sino también la leyenda, las historias fundacionales de los pueblos que un buen día se asentaron y crecieron allí. Un sol brillante y limpio sobre las cumbres verdes saluda a los viajeros. La mirada encuentra, de golpe, una ladera imponente en medio del paisaje, y se eleva haciendo levantar la cabeza, más y más, hasta llegar a la cima del Pui Tabaca. Esta montaña puntiaguda como una pirámide fue, según unos, el escollo donde se encalló el Arca de Noé; otros, muchos más, cuentan que allí vivieron las últimas encantadas. Sea como sea, este centinela de Ribera de Cardós sirve hoy de musa y título para un evento destinado a ser leyenda: Tabaca, lo Festival de Cinema Mitològic dels Pirineus.

El fin de semana del 27 al 29 de septiembre se celebró la primera edición, con la organización virtuosa de las hadas madrinas Ivana Miño, Cristina Vidal y Gisela Arnao —también conocidas como la asociación Gat Negre—, pero también de las voluntarias y de todo el pueblo, desde el alcalde hasta el acordeonista, pasando por el Forn reinventado de la carretera y las familias que cubren los balcones con ropa blanca. Los participantes, aspirantes a varios premios, eran 21 cortometrajes de directores de todas partes, que se repartieron en 4 sesiones —Nahual, Urtzi, Nótt y Pirene—. Entremedio, quesos y otras delicias de altura, vino, cerveza y alboroto, pero también una ruta por los bosques llenos de fábulas —Encantadas— o un taller de dibujo de bestias —Tamarro—, entre otras.

Haciendo un inesperado salto espaciotemporal recordé de repente a Escamot Tamarro, el nombre de una de aquellas bandas mutantes de los primeros 2000. Tocaban música tradicional pirenaica en La Seu d’Urgell y alrededores, en lugares que entonces no tenía ni idea de dónde estaban. Lo cierto es que los había olvidado, y fue un placer descubrir la telaraña de recuerdos gracias a los tamarros de Ribera de Cardós. Por fin supe que el tamarro es “esa pequeña criatura pallaresa misteriosa e imposible de cazar o describir, porque nadie la ha visto jamás”.

Este ingenuo descubrimiento de una coincidencia (en el sentido más literal del término) que salta de valle en valle, igual que los menairons y las encantades —o dones d’aigua en otras partes—, es un eslabón importantísimo no solo para mí sino para lo que llamamos cultura. Los vínculos entre los pueblos de mala muerte no solo son vitales para la mera subsistencia, sino que trabajan, poco a poco, tejiendo en silencio, para mantener una especie de cultura subterránea, elevada en la orografía y, al mismo tiempo, con raíces mucho más profundas. Y eso debe ser así por muchas razones, una de ellas, que la ansiedad y el desconcierto de la vida expuesta al cosmopolitismo no arraigan en estas tierras; otra, que el llamado aislamiento (¿aislamiento de qué?) actúa como guardián de lo que apuntaba al principio, las historias fundacionales, tanto las reales como las simbólicas.

El empeño por preservar los relatos que nos configuran debe materializarse. Y por eso el Tabaca, igual que tantas otras iniciativas que pueblan el Pirineo, también tenía que ser reivindicativo. Así, en los discursos que se ofrecen en este tipo de actos, se oyen a menudo palabras como descentralizar, repoblar, preservar, arraigar… y tal vez la que tiene más ecos: territorio. Todos esos conceptos que hoy revisitamos con cuidado porque nos damos cuenta de que están cargados de algo mucho mayor. Que el envoltorio que son los nombres custodia aquí realidades complejas, que requieren equilibrio porque están en peligro. Este texto quiere ser un elogio a las acciones que llenan estas palabras de significado.

Parece que eso es imposible si no se entiende que la salud de la cultura pasa por atreverse a hacer cosas que no tienen sentido para el mercado, como por ejemplo que alguien se gaste el dinero en un artefacto para llevar libros a los rincones más inhóspitos de los valles vecinos. Eso es lo que hacen desde la librería crítica El Refugi (de La Seu) con La Barraca —en homenaje a la de García Lorca— y con el ‘Pirineu, terra de versos’, un encuentro poético que se quiere amplificar a otras villas de este nuestro norte. También es lo que hace un grupo de músicos empedernidos con Els Set Inferns, un pequeño festival de jazz y folk que se celebra en Ballestar cada julio y que reúne, con tanto gusto, música, danzas y alegría. La lista es, si investigamos un poco, interminable.

Sé que debemos tener cuidado con la romantización rural y con la apología del retorno a los orígenes. Estos dos son pantanos que pueden tener consecuencias devastadoras para aquello que estoy elogiando. Pero por mucho que lo intentemos parece ingenuo pensar que evitaremos que Instagram esté lleno de secret spots que terminan como La Rambla de Barcelona o que los mal llamados neorrurales se quejen del canto del gallo. Mientras los políticos no atienden estas cuestiones, se ve que la política debemos hacerla nosotros, y probablemente la parte más placentera de esta tarea sea explicar a los recién llegados que aquí se hace el ball de bastons, que ese hierro se llama estripagecs y que hay que colocar la flor de cardo a la izquierda de la puerta.

Nos vamos de Cardós contentos y satisfechos, pensando que el Tabaca vela por esta transmisión y que da voz a todos los seres del valle.

Vista de Ribera de Cardós des de Surri. Foto de Miquel Díaz
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