En 2016 me invitaron a un programa de televisión de un canal privado, tal y como había ocurrido varias veces con anterioridad, normalmente para participar en mesas redondas acompañado por expertos de diferentes especialidades, aunque siempre alrededor de uno de los temas relacionados con mi ámbito de investigación académica. Esa ocasión era peculiar: sería una entrevista en el programa de más audiencia del canal, con un periodista estrella. Así que accedí encantado.
La emisión era en directo después de las noticias de la noche. Llegué con más de una hora de antelación para evitar problemas de tráfico. Me hicieron esperar en una pequeña sala donde había otra persona a la que no conocía. La saludé y tuvimos tiempo de entablar una cordial conversación. Al cabo de unos minutos, nos dimos cuenta de que los dos íbamos al mismo programa y a la misma hora, por lo que interpreté que finalmente no era una entrevista y que sería una nueva mesa redonda, pero no llegó ningún invitado más. Cuando nos estaban maquillando ya hablábamos de forma distendida y, de repente, apareció una de las redactoras del programa, muy exaltada, gritando que dejáramos de hablar inmediatamente. Ante nuestra sorpresa por la airada reacción (no la conocíamos de nada, era la primera vez que la veíamos), nos aclaró lo siguiente: «Es que el director/presentador del programa no quiere que habléis antes de la entrevista, no quiere que os conozcáis previamente para que así os podáis pelear en directo ante las cámaras. Si tenéis una relación cordial entre vosotros sería más difícil que podáis enfrentaros de forma vehemente». Mi respuesta fue inmediata e instintiva, le respondí que no estaba allí para enfrentarme a nadie, simplemente me dedicaría a exponer con evidencias mi razonamiento, y que lo haría de forma respetuosa. Lo que no me esperaba fue la respuesta de mi futuro interlocutor: «Por mi parte, no hay problema para encararme con él, contad conmigo».

Desconozco quién ganó finalmente la batalla aquel día, aunque creo que sé quién debería de ganarlas sin dudarlo: aquel que presente evidencias contrastadas y de forma respetuosa versus opiniones viscerales sin fundamento expuestas de forma vehemente. Esa experiencia personal la repetí varias veces más en los siguientes años en otros programas, otros periodistas y otros medios, públicos y privados. Recuerdo que llegué a la conclusión, a partir de la reiteración, que los medios de comunicación que me convocaban como experto académico estaban más interesados en la forma de lo que decía, más que en el fondo de lo que decía, y que si la forma era polémica, agresiva y ofensiva contra alguien, mucho mejor. Desconozco en qué asignatura se muestra este estilo de comunicación, pero supongo que tiene su recompensa, de lo contrario sería muy arriesgado utilizarla con tanta asiduidad. Si la recompensa es la audiencia, la polémica y las interacciones en redes, es una estrategia que se ha seguido en los últimos años en todo tipo de programas de radio y televisión, sean deportivos, políticos, de entretenimiento o, incluso, informativos. El histrionismo y la estridencia es la tónica general en la mayoría de los medios de comunicación. El desacato y la falta de educación es recompensada con más invitaciones, más seguidores, más popularidad y, probablemente, más beneficios económicos.
Esta recompensa social es percibida por los ciudadanos, que imitan ese comportamiento, interpretando que es normal actuar de esa manera, al fin y al cabo, lo ven a diario continuamente. Se ha banalizado la forma respetuosa de actuar, y las redes sociales es el máximo exponente de este proceder, jalonadas por el anonimato en la mayoría de los casos. Pero, ese comportamiento también se expande por las aulas, calles, bares, salas de cine, de teatro, conciertos de música, y, como no, en las conversaciones familiares y entre amigos. Se confunde la rebeldía con el desacato, el atrevimiento con la insolencia, el descaro con la falta de educación. Actuar de forma ofensiva hacia el prójimo parece valioso, porque ahora ya da igual si te pillan.

En la serie de televisión The Boys (2019-), concebida por Eric Kripke, basada en el cómic homónimo creado por Garth Ennis en el guion y por Darick Robertson en el dibujo, publicado entre 2006 y 2012 (editado en castellano por Norma Editorial), hay un buen ejemplo de estos comportamientos. La serie está protagonizada por un grupo de élite de siete superhéroes, cuya imagen pública está monetizada por una gran corporación, cuya dirección empresarial está siempre muy ocupada intentando ocultar la personalidad de dichos ídolos de la sociedad: en realidad son personas narcisistas, arrogantes, engreídos, egoístas, machistas y, sobre todo, corruptos. El líder del grupo, el Patriota, con los poderes más peligrosos de todos ellos, similares a los de Superman, actúa habitualmente de forma sádica con su entorno más próximo, ocasionando terribles accidentes mortales por su poca consideración hacia las personas a las que en teoría debería rescatar. Además, acabaremos sabiendo que es un violador, un asesino y un déspota. Todo ello en privado. Hasta que en el episodio 8, en el final de la tercera temporada, destroza la cabeza de uno de los manifestantes justo delante del edificio de la empresa y de las cámaras de televisión, utilizando los rayos que lanza desde sus ojos. El superhéroe queda pálido por un instante, como pensando que se ha equivocado terriblemente por no aguantarse las ganas de matarlo, pero su semblante cambiará a una siniestra sonrisa cuando el resto de los manifestantes lo vitorean, como forofos descerebrados. A partir de ese instante, ya puede mostrarse tal y como es, sabiendo que cuenta con la aceptación de la ciudadanía.
Ese terrible momento, que debería de atemorizarnos al pensar el peligro que puede entrañar que la persona más poderosa de la Tierra sea un desalmado, en realidad produce risa. De hecho, se ha convertido en un meme, mostrando la sonrisa cruel del personaje, ante la evidencia de que un acto delictivo de esa magnitud es aplaudido por la muchedumbre. Esta icónica escena aparece descrita en el libro Malismo. La ostentación del mal como propaganda (2024), de Mauro Entrialgo, publicado por la editorial Capitán Swing. Entrialgo es un polifacético artista, guionista de cine y teatro, músico, ilustrador y dibujante de historietas, colaborador de diferentes medios de comunicación desde hace más de tres décadas, y con más de cincuenta publicaciones, muchas de ellas recopilatorios de sus colaboraciones en diferentes revistas, como Expertos en jetón (2018), publicado por Diábolo Ediciones, que, a su vez, recopilaba las páginas de la sección Humor Mongolo que aparecían en la revista Mongolia (2012-). Recientemente, ha publicado el interesante Diccionario ilustrado BOE-español (2021), junto a Eva Belmonte, una herramienta pedagógica para entender el lenguaje administrativo del Boletín Oficial del Estado. Desde el año 2000 publica de forma ininterrumpida en la revista El jueves (1977-) una página del personaje Ángel Sefija, un escritor frustrado que el autor utiliza como cronista y crítico de la sociedad contemporánea, y cuyos recopilatorios los publica la editorial Astiberri.

Entrialgo define el concepto malismo como «el mecanismo propagandístico que consiste en la ostentación pública de acciones o deseos tradicionalmente reprochables, con la finalidad de conseguir un beneficio social, electoral o comercial». En este primer ensayo describe numerosos ejemplos de malismo, aunque marca un acontecimiento clave como el instante en que todo cambió, en concreto, el 11 de Julio de 2012, cuando Andrea Fabra, diputada en el Congreso de los Diputados por el Partido Popular e hija del expresidente de la diputación de Castellón, condenado por delitos de cohecho, tráfico de influencias y fraude fiscal, en mitad del pleno y, tras anunciar Rajoy los mayores recortes sociales y laborales de la historia de España, dirigió un grito a los desempleados entre aplausos de los diputados de su partido, con una expresión que se oyó perfectamente: «¡Que se jodan!».
Esta expresión parece un poco ingenua con el paso de los años, ahora que hemos tenido que avergonzarnos al escuchar los deleznables eslóganes del último año, como «Que te vote Txapote» o «Me gusta la fruta». Por cierto, el autor analiza cómo se ha desactivado el uso de este último, simplemente utilizándolo la izquierda contra una incrédula derecha, no tan acostumbrada a ser blanco de los malismos. Entrialgo presenta como, poco a poco, el canallismo ha invadido productos y empresas: «Todos los propietarios que pusieron nombres “canallas” a sus establecimientos consideraron que asociar su imagen a un calificativo poco modélico resultaba beneficioso comercialmente». Y nos recuerda que no es un tema de ahora, aunque es ahora cuando ha explotado su uso. Solo hay que recordar que en su día, se bautizó al barco del rey Juan Carlos I como Bribón, y el de la Infanta Elena como Alibaba II. Ya nos mandaban señales desde hacía décadas.

En Malismo, el autor reflexiona sobre cómo presentarse como partidario del mal puede dar votos, con una actitud perturbadora para las personas de bien, y que envalentona a los seguidores, que se creen con el derecho de hostigar tanto en privado como en público, en redes sociales y en vivo, y si es de forma amenazante, mejor. El delirio llevó a todos estos conspiranoicos a «exagerar cada recomendación de salud o propuesta del ministro de Consumo en el primer Gobierno de Pedro Sánchez, caricaturizarla como prohibición absoluta de determinada costumbre y subir a las redes sociales fotos desafiantes de uno mismo incumpliendo unas presuntas leyes que, en realidad, nadie había promulgado». En 2022, el conocido en las redes como «el calvo de los Bollycaos» se hizo viral por subir una foto a las redes sociales comiendo una tableta de chocolate delante de una mesa repleta de todo tipo de productos de bollería. Esa acción de malismo estaba interpretada en la fotografía por el mismísimo responsable de comunicación online del Partido Popular en ese momento. Un año después, ese mismo necio conseguía un escaño en la Asamblea de Madrid, quizás porque, además de la bollería, le gustaba mucho la fruta.
«La exhibición de una personalidad negativa provoca la recompensa de la credibilidad de la concurrencia» afirma y justifica con ejemplos el autor, Mauro Entrialgo, nacido en Vitoria en 1965 pero residente en la ciudad de Madrid desde hace décadas, donde debe de convivir con un alcalde que presume airadamente de que no hará nada para arreglar el problema de la vivienda de los jóvenes; o ver cómo la entonces vicealcaldesa, Begoña Villacís, se hacía fotos posando delante de la excavadoras que destrozaban las chabolas ubicadas de forma precaria en un terraplén de la M-30, el 20 de septiembre de 2022, entre otros malismos. En la edición 57ª del Sitges-Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya, celebrada del 3 al 13 de octubre, se ha podido ver, inmediatamente después de su estreno mundial en el Festival Internacional de Cine de Venecia, el documental 2073 (2024), dirigido por Asif Kapadia, que coescribe el guion junto a Tony Grisoni. Kapadia, presente en la sala durante la proyección, explicó a los asistentes la intención última de su innovadora propuesta, al especular sobre cómo sería el año 2073, cuando Trump cumpliese ya treinta años en el poder. Aunque, para sorpresa de los espectadores, se refería a Ivanka Trump, que, por cierto, en ese instante tendría 92 años. Kapadia muestra un futuro devastador, con unas terribles consecuencias provocadas por el cambio climático (superincendios, inundaciones, deforestación), una vigilancia perenne de la ciudadanía, un autoritarismo antidemocrático, un control férreo de los movimientos migratorios y una concatenación de epidemias mortales. Contemplamos imágenes de ficción de un futuro con ciudades bajo la atenta mirada de miles de drones que observan las ruinas en que se han convertido, empleando inteligencia artificial para identificar a todos los ciudadanos.

Pero 2073 es, en realidad, un documental. A través de una línea de tiempo que muestra el pasado, se recuperan diferentes momentos claves de las dos primeras décadas del siglo XXI, de noticias reales acontecidas en diferentes países del mundo, protagonizadas por autoridades que tendrían matrícula de honor en malismo, como Modi, Xi, Maduro, Duterte, Bolsonaro, Orban o Putin, o personajes tan influyentes como Mark Zuckerberg, Elon Musk, Peter Thiel, Rupert Murdoch, Jeff Bezos, Priti Patel, Nigel Farage o Steve Bannon. Aunque no todo es para temblar. Kapadia destaca el trabajo de la periodista filipina Maria Ressa, perseguida judicialmente en su país por investigar y publicar noticias sobre la controvertida guerra contra las drogas del expresidente filipino, así como por combatir las noticias falsas y la desinformación en el archipiélago asiático. Ressa fue galardonada con el Premio Nobel de la Paz en octubre de 2021, ofreciéndonos una chispa de esperanza entre tanta alerta de malismo.
Mauro Entrialgo creó en 1987 una historieta para la revista bimestral TMEO que, a lo largo de los años, se ha convertido en el único personaje que ha aparecido en sus páginas de forma ininterrumpida desde entonces, con un apodo elocuente. Herminio Bolaextra es un periodista que siempre viste con un sombrero y una gabardina, y que tiene el sobrenombre con el que, precisamente, el autor tituló una de sus recopilaciones: El reportero de los tres huevos (2006), publicado por Ezten Kultur Taldea, la editorial responsable de la publicación de la revista. Bolaextra también es el protagonista, entre otros, de Cómo convertirse en un hijo de puta. La enciclopedia del mundo de Herminio Bolaextra (2004), publicado por la Editorial Astiberri, en la que la nota de prensa lo describe así: «Herminio Bolaextra es, por motivos de supervivencia, redactor de tercera fila del periódico amarillista El Caos. Adicto al Ricard, entusiasta del tequila y amigo de la jarana, dedica la mayor parte de su existencia a su pasatiempo favorito: el gamberrismo prácticamente indiscriminado. Sólo nos queda la locura y Herminio lo sabe cuándo pasea por la calle con el gesto impasible y el miembro empalmado marcando bultaco bajo su eterna gabardina». Con un currículum como este, Entrialgo sorprende al lector al final de su ensayo Malismo, al afirmar que se está planteando matar a su legendario personaje: «La incorrección tiene ya poca gracia como broma, porque la incorrección ha sido asimilada por los poderosos y es ya una de sus armas recurrentes». Si realmente es el final del personaje, añoraremos la lucidez de Herminio puesto que, en cierta manera, fue un visionario adelantado a su tiempo.



