Esta pasada semana varios factores entre viaje y estudio me hicieron pensar en cómo el polígono de Can Peguera se asemejaba al construirse a un campo de concentración con viviendas, así como sucedió con los coetáneos de Can Tunis, El Bon Pastor y Baró de Viver.
Los cuatro se idearon para solucionar de cara a la galería la problemática del aluvión migratorio de los años veinte, brutal entre las obras del metro y la llamada de la Exposición Internacional de 1929.
He comentado más de una vez en estas páginas como esa década fue prodigiosa al traducirse el crecimiento demográfico en unas prácticas muy apasionantes en el mundo de los estilos arquitectónicos y la urbanización de inmensos espacios a rellenar, tanto en el centro de Barcelona, donde pueden observarse bloques de piso noucentistes junto a preludios racionalistas, como en los márgenes, plagados de barrios cooperativistas, de la Font de la Guatlla o los periodistas de la Font d’en Fargues.

En los mapas condales de los años treinta es increíble descubrir huecos colosales. Los cuatro polígonos se ubicaban en los límites, aislados, como si fueran colonias penitenciarias. El Estado expiaba pecados al remediar la carencia habitacional para unos pocos desgraciados, pero tampoco quería que luciera mucho su acción. Era la famosa invisibilidad del extrarradio; a la centralidad jamás le ha convenido presumir de apaños de esta tipología.
Ese estar en el quinto pino de todo debió fortalecer lo comunitario, así como amores y odios en ese barrio rodeado durante los años treinta en sentido de prejuicio mental, eran mal vistos porque aún no eran los otros catalanes, y político al ser anarquista el grueso de su población.
Otro símil de Can Peguera es el conjunto de borgate de Roma, a las que fueron trasladados los antiguos habitantes de barriadas en el meollo de la Ciudad Eterna, demolidas para exaltar las perspectivas, tan amadas por el Fascismo. El cambio para esa gente humilde fue a peor mediante, y no sólo, una especie de barraquismo de Estado, paradigma casi absoluto del clásico “si no se ve, no existe”.
Otro punto a favor de esta percepción concentracionaria de Can Peguera son sus entradas y salidas. Arriba, el Turó de la Peira era el monte hacia Vilapicina, un universo añejo con Historia, no como ellos, despojados de la misma, o condenados de antemano. Sus vecinos del manicomio eran otro símbolo del porqué de esa elección geográfica. Una vía de escape era el camí de Sant Iscle, aún virgen en parte de sus lados. La otra opción era Horta, accesible en la primera época del polígono por el carrer del Congrés, en los planisferios una pasarela infalible. Más tarde Fabra i Puig haría más insultante su preponderancia en el entorno, hasta ser una metáfora de la distancia de los habitantes del campo de concentración, esos estigmatizados recién llegados, no como los de Horta, con toda la solera de su relato, resistente a la anexión barcelonesa hasta 1904.

Por lo demás, en Can Peguera la sensación de ser cero debió intensificarse porque sus calles no se numeraron hasta el 29 de mayo de 1945, cuando muchas de ellas fueron dedicadas a localidades de la provincia de Girona en modo bastante arbitrario y muy justo según los cánones del poder porque no se quería generar ningún tipo de identidad entre el vecindario, sin relación alguna con lo escrito en las placas.
En muchos barrios de cooperativas o de nuevo cuño, caso del Can Baró de los años veinte, no era extraña esa designación del callejero mediante letras o números, útiles para reconstruir ese particular abecedario, algo más bien quimérico con Can Peguera por la parquedad de las fuentes, reforzándose su aire de estar apartada de la Historia con mayúscula, así como de la minúscula, salvo para moralizar al ser un núcleo apestado del cuerpo ciudadano, una constante de su vocabulario para cualquier régimen político. El odio racial e ideológico de la República se trocó en la urgencia por evangelizar y educar, las palabras jamás son inocentes, a esas ovejas descarriadas sin vínculos con la civilización triunfante.

Otro guiño macabro sería cómo estos polígonos no tuvieron ni por asomo un metro de verde en sus proximidades. Can Peguera sería la excepción por el Turó de la Peira, aun así la morfología de la urbanización se concibió sin zonas de respiro, conseguidas por los residentes desde la simplicidad de llenar de plantas el tiralíneas o hacer que pequeños intervalos mutaran en plazas de encuentro comunitario.
El opuesto a esta experiencia sería la Urbanización Meridiana de los años 40, aún sembrada de lo social de la Falange, cuyos primeros ocupantes fueron tranviarios y miembros del Sindicato. Siempre ha sido un oasis por su disposición en el entramado, adyacente a arterias como Navas o Felipe II, es decir, bien hilvanada en el tejido urbano, no como nuestra protagonista.
Los destinatarios de uno y otro proyecto explican sus emplazamientos, así como sus conexiones con el resto de Barcelona. La administración no veía apremio alguno en conceder transporte público moderno y eficaz a los futuros els Nou Barris, que ahora son trece. Can Peguera sería su punta de lanza y ese detalle de sus vivencias me recuerda al Carmel, sin autobuses hasta 1963.

El metro de Llucmajor se inauguraría en 1982. En la Milán de los años cuarenta la Trienal impulsó el barrio experimental QT8, proyectado por el comunista Piero Bottoni. Destacan las zonas verdes y lo atrevido de la propuesta, quizá palanca para el Congrés Eucarístic y su dignidad de enlaces internos plagados de verde para así asegurar pulmones a los propietarios, una disonancia más con Can Peguera, diseñado para encerrar en sí mismos a esos ciudadanos, máquinas sólo impecables para trabajar y volver a esa nada entre las nadas lejos de todo.


