Escribir una novela es un acto político. Es decidir qué se explica y como se ordenan los hechos de una manera determinada. Escribir implica una responsabilidad social y no es inocente; se puede escribir para escapar de la realidad o para entenderla mejor. La semana pasada publiqué la novela Les amants (La Campana), una historia de dos mujeres que se encuentran y se enamoran: cada una, con trayectorias de vida opuestas, ha tratado de ser feliz y no lo ha conseguido. Una es lesbiana y tiene cierto éxito profesional, pero se siente terriblemente sola; la otra ha intentado ser la mujer que la sociedad esperaba que fuera, se ha casado, ha tenido un hijo y es profundamente infeliz. He elegido de manera consciente explicar esta historia porque me interesaba reflexionar sobre que significa ser mujer en el siglo XXI y sobre el precio que hay que pagar para ser una misma.

No soy ni la primera ni la única escritora que se ha hecho estas preguntas. Salir del marco heterosexual comporta cierta soledad, y a menudo no nos sentimos identificadas con la gente que tenemos alrededor. Por eso, buscamos refugio y comprensión en la cultura: este es el hilo que nos conecta, desde Safo de Lesbos hasta Paul B. Preciado, pasando por Violette Leduc o Virginia Woolf. Les amants bebe directamente de estos referentes históricos, que nos han ayudado a ver más allá cuando las normas y las expectativas sociales impedían a las personas vivir con plenitud.

Porque lo cierto es que, históricamente, la idea de felicidad ha sido una herramienta de control social que no ha permitido a las personas ser autónomas, vivir su sexualidad y realizarse, en definitiva, como seres humanos. La idea de felicidad ha impedido, muchas veces, sacar lo mejor de nosotras mismas y ha atentado contra el propio deseo. En La promesa de la felicidad, Sara Ahmed se cuestiona qué significa ser feliz y por qué mucha gente ha confundido felicidad con normalidad, con no desviarse del camino establecido, como es el camino heterosexual de casarse, tener hijos, firmar una hipoteca, comprar un perro… Y no solo eso, sino que si osamos transgredir esta idea normativa de felicidad para perseguir quién somos y que queremos de verdad, provocamos infelicidad en nuestro entorno social y esto nos hace, a su vez, infelices a nosotras. No ser quién somos, por otro lado, también nos causa malestar e infelicidad, que son las monedas de cambio del bienestar del entorno. Por lo tanto, nos encontramos con una decisión imposible: la idea de felicidad misma es la que nos hace profundamente infelices.

Pero, para Sara Ahmed, atravesar la infelicidad que nos provoca ser nosotras mismas puede ser la clave para derrumbar los cimientos de la felicidad normativa y conectar con los otros. Aceptar que no encajamos dentro del marco establecido y ser expulsadas del paraíso nos permite ser conscientes de la miseria que insisten en ocultar todos aquellos que, ante el imperativo de ser felices, se condenan a no pensar mucho entre las cuatro paredes sólidas que hacen las veces de hogar y de jaula.

Por lo tanto, si tenemos esto en cuenta se interpretan mal ciertos finales queers considerados infelices, como es el caso de El pozo de la soledad (1928). En esta novela de culto sáfica, Radclyffe Hall nos presenta dos protagonistas, Stephen y Mary, que se enamoran, pero eligen caminos muy diferentes: la primera escoge vivir la vida con honestidad, aunque esto le cueste el ostracismo social y renunciar a cierta idea de la felicidad; mientras tanto, la otra no puede escapar de los mandatos sociales y nunca encontrará la felicidad, ni siguiendo la norma ni rehuyéndola. Stephen, consciente que Mary necesita la validación social y no puede escapar de este marco mental, renuncia a ella y las amantes se separan. Si bien mucha gente considera que este es un final infeliz porque comporta la renuncia al amor, Ahmed hace una lectura diferente: Stephen abraza esta infelicidad queer porque es una puerta hacia la libertad, hacia sí misma, hacia la honestidad con su deseo; es un camino incierto pero libre, que lo que nunca será Mary. Romper con las expectativas sociales nos pone en tensión con el mundo que nos rodea; Sara Ahmed nos sugiere que la heterosexualidad obligatoria está conectada con el imperativo de la felicidad, y que partir este mandato nos conduce a pensar en la felicidad en otros términos.

Esta renuncia que Stephen hace hacia Mary es la misma que la Carol Aird hace con su hija Rindy. Carol, escrito por Patricia Highsmith y publicado el 1952, es una novela célebre para ser el primer libro sáfico con un final feliz para sus dos protagonistas. Sin embargo, esta felicidad tiene un precio; no es casualidad que el título original del libro fuera El precio de la sal. Carol se ve obligada a escoger entre dos opciones excluyentes: ser mujer y poder explorar su deseo y su sexualidad con Therese, o ser madre y renunciar a sí misma. La interpretación de la elección que hace Carol en el libro diverge del mensaje de la película homónima de 2015, dirigida por Todd Haynes. En el libro, ser mala madre es inherente a la elección vital que hace Carol, porque no pone la maternidad en el centro de su vida; una mala madre es una mujer que elige ser libre, que se escoge a sí misma. Por lo tanto, Carol tiene que hacer un luto por la pérdida del ideal de feminidad; tiene que aceptar que es una mala madre, porque escoge ser ella en un mundo donde la moral viene impuesta por las normas y los valores de la época. La película, en cambio, es evidente que se ha rodado en un mundo postStonewall y post matrimonio igualitario, donde los armarios que queden cada vez son más fáciles de abrir y dónde, de hecho, el propio concepto de armario empieza a no tener demasiado sentido. Carol actúa como una mujer respetable y moral; el único defecto que tiene es que le gustan las mujeres, pero para ella esto no implica ser mala madre. Se ve claramente como la película, a diferencia de la novela, habla para el público actual, que no entendería que ir en contra de un mismo equivaliera a ser inmoral. Quizás nos queda demasiado lejano un mundo donde las personas hacían lo que se esperaba de ellas y donde salirse del camino estaba penalizado con mucha dureza.

Si Carol es considerada como la primera novela sáfica con final feliz, Desert Hearts, de Donna Deitch (1985), es la primera gran película lésbica con un final claramente optimista. De hecho, una de las dos protagonistas empieza la película donde otras muchas historias sáficas acaban: con la renuncia a una felicidad normativa. Vivian llega a Reno en 1959 para divorciarse, porque era de los pocos lugares donde era rápido y fácil hacerlo en los Estados Unidos de entonces. Allí conoce a Cay, una artista que trabaja en un casino local y que vive abiertamente su sexualidad: no tiene miedo de ser ella misma, y se erige como un testigo de que siempre han existido mujeres que intentaban escapar de las expectativas sociales y a la vez abrazaban la vida. La historia es innovadora porque Vivian, para llegar a Reno, ya ha desmontado el mandato social de la felicidad y está en la búsqueda de una honestidad consigo misma y con su deseo vital. No es casualidad tampoco que la historia se sitúe en el desierto de Nevada, donde se supone que todo es árido, donde no hay vida; lo que se esperaría que fuera un pozo de soledad es precisamente el lugar donde Vivian puede hacer brotar la posibilidad de una vida diferente. El desierto actúa como metáfora de lo queer, porque lo queer rompe con el ideal de reproducción heterosexual y con el mandato social; allí donde se supone que no hay vida, donde hay solo una promesa de infelicidad como castigo a la diferencia, es donde más plenitud vital se encuentra.

Porque, en el fondo, abrazar la vida muy a menudo implica abrazar aquello que nos es desconocido, a pesar de que mucha gente caiga en el error de confundirlo con la infelicidad. Cómo teoriza Sara Ahmed, hay que cambiar el foco: en vez de perseguir la felicidad, tenemos que perseguir la vida misma. Y debemos ser conscientes de que afirmarnos como personas comporta hacer daño a la gente que tenemos alrededor y que se aferra a unos esquemas tradicionales y cerrados de vida. Este es el primer luto que nos toca hacer, aceptar que hay una vida que no podremos llevar y que hay gente a quien no podremos complacer, para abrir la puerta, en cambio, a todo lo que sí es posible, a la vida que sí podemos llevar. Decir no también nos permite decir muchos síes: sí a la libertad, sí al deseo, sí a ser nosotras mismas, sí a la imaginación, sí al placer. Como hacen las protagonistas de Desert Hearts al final de la película, tenemos que subir al tren de la vida, que está en constante movimiento.

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