Durante estas últimas semanas he pensado mucho en un detalle de las anteriores Barcelonas. Una de las fronteras de Can Peguera es con Horta y su acceso al viejo pueblo era directo mediante el carrer del Congrés, donde aún hoy en día puede admirarse alguna villita modernista, como la del número 18-20, quizá de Lluís de Miquel i Roca, quien realizó una pareja similar para José Cartoixà en el carrer Maurici Vilomara, en la Font d’en Fargues.

Villa modernista en Congrés 18-20 | Jordi Corominas

Estas fincas muestran de por sí una diferencia con sus vecinos, bien desde el aspecto económico, bien por una pátina de antigüedad visible en la arquitectura, que jamás es idéntica en todas las fronteras de Can Peguera. Esta con Horta es ejemplar en muchos sentidos y es una especie de resistencia del pasado, pues el intervalo para ir del polígono a estos inicios hortenses aún es estrecho, en disonancia con el resto de Fabra i Puig, en este sector un autopista urbano que se ensancha justo después de nuestro enlace hacia el carrer del Congrés, así llamado en homenaje al Congrés de la Llengua Catalana de 1906.

En este punto las hileras, producto de la exposición de 1929 y la necesidad de hacinar bien lejos a indeseables, lucen brillante en su diferencia, protegida en su integridad desde el mandato de Xavier Trias.

El polígono de Can Peguera y su entorno. Fuente: Catastro.

Si estas dentro y las paseas detectarás una evidente uniformidad morfológica, pero muchos son los matices de ese interior, erigido en la base de una colina, con desniveles camaleónicos/carnavalescos y otros desdenes enmendados en el nomenclátor, que no dio nombre a las calles hasta 1946 para conectarlas poco después con las de Turo de la Peira, estas con denominaciones montañesas, como Aneto, el limbo que hilvana los dos barrios, pasando a ser Vila-Seca en Can Peguera, llena de localidades gerundenses en su plano, como para reafirmar la especificidad de esos habitantes, sin más raíces que las suyas, perseguidas antaño por inmigrantes y anarquistas.

El nexo con el complejo del turó de la Peira sólo es en un lado; es una junción bien significativa, la de dos meollos brutales de pobreza en Barcelona y se si quiere un matrimonio involuntario entre dictaduras. Can Peguera surge desde la urgencia durante el régimen de Primo de Rivera por trasladar o casi deportar bien lejos a trabajadores o inmigrantes llegados durante el boom de los años veinte. Las casas baratas de Horta, recuerden la pervivencia de esas tres palabras en el imaginario, se enclavaban en un gueto que antaño confinaba con el Asilo Mental, el manicomio de la Santa Creu, una ciudad en sí misma, aún espectacular en su reconversión, sin rastro de esa vecindad entre marginados de distinto calado.

La transformación del asilo en sede del distrito y parque exhibe más si cabe la excepcionalidad de Can Peguera, una isla que puede emparentarse con otros barrios barceloneses. Si se observa desde lo alto es un hoyo, que al nacer durante el siglo XX tampoco quedaba fuera de juego en el entramado urbano al tener cerca barrios y caminos antiguos como el de Sant Iscle, cuyas casas de los años cuarenta son casi adyacentes a nuestra protagonista, remarcándose más la discrepancia con sus aledaños. 

Asimismo este hundimiento puede asemejarla a la Clota, con la que también comparte ese estar fuera del mundo con Horta a las puertas desde otra latitud, la misma que configura sus diferencias.

La frontera de Can Peguera con el camí de Sant Iscle | Jordi Corominas

Can Peguera encierra una curiosa paradoja. Su proximidad con Horta es el aviso de Barcelona hacia ese barrio, antes aislado y juntado a la metrópolis por el tranvía, pasarela hacia una urbanización más intensiva de sus alrededores. El barrio de obreros a su vera era casi una broma de mal gusto, como si los barbaros asediaran una paz irrompible,

Lo que no reflexionaron los hortenses es que sus vecinos de Can Peguera, estamos en los años treinta, quedaban aislados. Su rareza se acentuaría cuando los campos previos a la guerra devinieron una panacea para la especulación e intensificar la densidad poblacional durante el segundo Franquismo, cuya antesala en esta periferia fue el polígono del Turó de la Peira y su aceleradísima finalización con aluminosis como bomba detonada con mucha parsimonia.

Can Peguera tiene esa afinidad con la Urbanización Meridiana. Aquí las cronologías no son casuales. El apartado poligonal de Primo de Rivera tuvo su heredero indirecto en el canto de cisne de la ciudad jardín entre Navas y Felip II para sindicalistas y tranviarios. Su sucesión, un Turó de la Peira mucho más acabado desde una meditada ética urbanística, es el barrio del Congrés Eucarístic, un modelo por desgracia sin continuidad, prefiriéndose horrores siempre más elevados.

Vista del acceso al carrer del Congrés desde Can Peguera | Jordi Corominas

Hace poco tuve la suerte de conversar con el fotógrafo Manolo Laguillo y el escritor Juan Trejo. Durante el diálogo coincidimos en nuestro gusto por aquellos sitios donde sientes la frontera, esos limbos que sin hablarte, sólo desde detalles morfológicos o estéticos, te hacen entender un cambio. Can Peguera está plagado de ellos y cada época de construcción decreta cómo es el sabor de la transición. Hacia lo que fue el manicomio el tráfico del passeig de Urrutia resume el estado de la cuestión. Hacia la Peira el choque no es tan acústico, sino de impacto por esas fachadas arquetípicas, excluidas, al ser márgenes no queridos de la Historia, del catálogo urbano.

La frontera más vivaz, con más chispa en la evocación, es la del carrer del Congrés. Por supuesto no hay un solo atisbo de la violencia clasista de antaño por mucho que siga existiendo un insensato desnivel de rentas. No se percibe el golpe de tener a esos vándalos a una nada por la mansa amnesia del transcurso de los decenios y hace poco, en una tarde de lluvia, ese cruce hacia el carrer del Congrés era natural, como si ahora Can Peguera también fuera añeja y esa confluencia un hito desdeñado,

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