Este hecho ha generado muchas preguntas entre algunos sectores (¿cómo es posible que haya tenido estas actitudes durante tanto tiempo contra tantas mujeres? ¿Cómo se ha permitido?) y ha dado alas a discursos instrumentales por parte de otros (“este episodio demuestra que las feministas antipunitivistas no tienen razón alguna”, “esto revela que este partido se dice feminista, pero en realidad no lo es”, etc.). Pero, si bien (desafortunadamente) el caso Errejón no es tan excepcional (el 64,4% de las catalanas ha sufrido al menos un hecho de violencia machista a lo largo de su vida; por tanto, debe haber un número de hombres más o menos proporcional que la ha ejercido), sí nos está devolviendo a debates aún no resueltos dentro del feminismo, uno de los cuales gira en torno a la cuestión de cómo acabar con la impunidad con la que actúan algunos hombres sin que eso implique dinamitar los mecanismos de justicia social que nos deben permitir vivir en una sociedad más justa.

Sucesos como el de Errejón han evidenciado la impunidad con la que muchos hombres (y en especial aquellos que acumulan reconocimiento y poder) han actuado con las mujeres de su entorno. Ellos se han sentido omnipotentes y protegidos; las organizaciones a las que pertenecen han tenido información (aunque a menudo parcial) y lo han encubierto por miedo a dañar su imagen y/o a hacer saltar activos importantes para el partido; y las mujeres no han encontrado ni en las vías políticas ni en las vías legales justicia ni reparación para sus casos.

No parece extraño, entonces, que la desesperación, la sensación de no tener más opción, y la necesidad de sentir que se canaliza el propio caso, haya llevado a muchas mujeres a hacer públicas sus situaciones de violencia o sexismo (aunque la mayoría han optado por el anonimato). El paso de hacer pública la propia vivencia puede ser catártico y puede ayudar a la opinión pública a dimensionar la magnitud de un fenómeno que demasiado a menudo ocurre fuera del campo de visión. Pero, aunque se entiende la utilidad a corto plazo de esta estrategia, también es necesario medir los efectos y las implicaciones en el ámbito de derechos y garantías que esta difusión pública tiene para todas las partes (ni la mujer está más protegida, ni la publicidad de la violencia garantiza su reparación, ni probablemente se da mucho margen a la recuperación del hombre que ha ejercido violencia).

El feminismo, como movimiento por la equidad, debe estar conectado a un modelo de justicia social más amplio, y la proporcionalidad resulta básica para garantizar que no se dé la situación de que “cuando todo es violencia, nada es violencia”. Hay hechos que son reprobables, que son misóginos y sexistas, pero no por ello son ni deben ser punibles mediante el Código Penal. Las acusaciones a Errejón contienen algunos actos que son desagradables y machistas (acoso, abuso de poder…) y otros que directamente son constitutivos de delito (violencia sexual). Pero, aun reconociendo la gravedad de los hechos de los que se le acusa, debemos preguntarnos si frente a otros hechos delictivos también nos sentiríamos cómodos respondiendo con un escarnio público y mediático. Francamente, cuando veo las “penas de la vergüenza” que se han impuesto en algunos lugares de Estados Unidos solo puedo pensar que no podemos aspirar a ese modelo de penalizaciones, por cuestiones éticas, de justicia y de democracia.

Se debe acabar con la impunidad y la violencia, pero el objetivo no debe ser humillar a nadie, sino generar procesos reparadores para las mujeres y garantizar que quien ha ejercido violencia deje de ejercerla. Y eso no significa que a veces no haya sido necesario hacer públicos algunos casos precisamente para activar una vía judicial y acabar con la impunidad (ejemplos de ello son las investigaciones periodísticas en profundidad que han realizado algunos periodistas, gracias a las cuales se han destapado casos de abusos sexuales infantiles masivos por parte de eclesiásticos, o abusos sexuales sostenidos durante años en clubes deportivos o entidades culturales). Pero entre la difusión informada de los casos y el escarnio debe haber matices más ajustados a la justicia y la responsabilidad, y menos a la culpa y el castigo social.

Por eso creo que es importante que no nos rindamos a procesos ni a denuncias que provengan de fuentes anónimas. La confidencialidad debe estar siempre garantizada en el abordaje de las violencias machistas (para facilitar que las mujeres denuncien sin miedo a mostrarse públicamente), pero no así el anonimato. Para una resolución y acompañamiento con garantías es necesario poder verificar que detrás de cada denuncia hay una persona física, y no un perfil anónimo de red social (detrás del cual puede haber bots o identidades falsas).

Por último, casos como el actual nos devuelven al debate sobre el papel de los hombres en el feminismo y en la erradicación de las violencias. Y es que, si bien es cierto que hay muchos hombres que abusan y agreden, por suerte no todos los hombres abusan o agreden. Existen muchos hombres que quieren enfrentar la violencia machista y que intentan pensar la masculinidad desde un lugar más empático y menos agresivo.

De la misma manera, creo que los hombres que han ejercido violencia pueden dejar de ejercerla y no están destinados a reproducirla de manera permanente, ya que la masculinidad, como la feminidad, no es un destino puramente biológico, sino fruto de unas relaciones sociales concretas. Está bien recordar las palabras de Rita Segato cuando alerta al feminismo de que “todas las políticas del enemigo tienden al fascismo”, y conectar con que los hombres, en conjunto, ni son ni deben ser el enemigo del feminismo, sino que deben ser una parte imprescindible si lo que queremos es lograr una sociedad igualitaria y libre de violencia machista. Y para ello es necesario que los hombres formen parte del movimiento feminista y entiendan que el feminismo mejorará, también, su vida.

Polarizar el debate solo nos lleva a intentar simplificar entramados que, sencillamente, son complejos. Y aunque sea más fácil cancelar personas que estructuras, creo que hay que ser perseverante en señalar cómo son estas estructuras (capitalistas, patriarcales, racistas y ecocidas) las que modulan unas relaciones sociales marcadas por la desigualdad, el dominio y la violencia (sin que eso vaya en detrimento de que los hombres que hayan ejercido violencias, y las organizaciones que las han amparado, asuman la responsabilidad de sus actos).

Ante esto, desde la izquierda, tenemos el doble reto de no reproducir modelos punitivos que no avalaríamos en ningún otro ámbito y, al mismo tiempo, mostrar cómo el feminismo es un proyecto con voluntad universalista de mejora de las condiciones de vida del conjunto de la población. Para ello, es importante trabajar para encontrar un punto más justo entre la impunidad y el ajusticiamiento si de lo que se trata es de acabar con todo tipo de abusos y violencias por razón de género. Es una tarea complicada pero necesaria, y de lo que planteemos en el presente nos va la libertad colectiva del futuro.

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