El 7 de octubre de 2023, milicianos de Hamás con explosivos y tractores rompieron por varios sitios la valla que rodea Gaza y penetraron en territorio israelí. Una decena de éstos se dirigieron en moto hacia la base militar desde donde se gestiona la valla perimetral de Gaza, redujeron los soldados que estaban dentro, ocuparon el edificio y destruyeron los ordenadores. Al mismo tiempo, drones inutilizaban las torres de control y unos dos mil miembros de la organización islamista en motos, furgonetas, alas delta y barcas, se adentraban en territorio israelí para atacar localidades, kibutz y un festival de música que se celebraba a pocos kilómetros de la frontera. En pocos momentos, con precisión y conocimiento del terreno, Hamás había dejado ciego e incomunicado a uno de los ejércitos tecnológicamente más preparados del mundo.
Una operación que exigió la participación de miles de miembros de Hamás y algunos de la Yihad Islámica y de otros grupos a los que se añadieron un número indeterminado de habitantes de la franja. Una operación que no tenía nada de improvisada, que se había preparado a conciencia con mucha antelación y que se llevó a cabo justamente al día siguiente de que una parte importante de las tropas de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) destinadas a la zona del entorno de Gaza fueran desplazadas hacia Cisjordania para proteger de posibles represalias a los colonos que estaban asediando y atacando a familias palestinas con el objetivo de expulsarlas de sus tierras.
En suma, “en pocas horas, los milicianos se apoderaron de ocho bases militares y quince poblaciones, incluidos varios kibutzs”, las FDI tardaron horas en aparecer y «cuatro días para recuperar el control de la zona». Además, Hamás conocía el número de los efectivos militares israelíes, su ubicación, los tiempos estimados para que llegaran los refuerzos y por dónde lo harían (1). En conjunto, denotaba un doble agujero de seguridad.
Por un lado, de las FDI que no sospechaban que Hamás pudiera llevar a cabo una operación militar de esa envergadura en Israel y, de la otra, de los servicios secretos israelíes que, pese a hacer gala de tener infiltrados en Hamás, como se recoge en la serie televisiva israelí Fauda (Netflix), no supieron prever el ataque que llevaba al menos un año preparando Hamás. Y, como concluía Xavier Mas de Xaxàs en La Vanguardia días después, por unos momentos, «el mejor ejército de Oriente Medio había sido derrotado por una milicia armada con fusiles de asalto, lanzagranadas y morteros».
El grave error político de Hamás
Un éxito militar para Hamás, pero también un grave error político. Enfrentarse victoriosamente por sorpresa al ejército de Israel fue, sin duda, una buena dosis de autoestima para una población palestina que hacía tiempo que se veía abandonada a su suerte por la mayoría de los países árabes a raíz de lo que Donald Trump denominó «el acuerdo del siglo para Oriente Medio», preparado por su yerno Jared Kushner, amigo de Netanyahu y del príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman. El acuerdo dejaba todo el valle del Jordán en manos de Israel, mientras los palestinos recibirían 50.000 millones de dólares en diez años –fondos de Arabia Saudita- para edificar un pseudo-estado sobre Gaza y una disminuida Cisjordania y ayudar a los refugiados a cambio de renunciar al regreso y a sus tierras, contrariamente a lo dispuesto en la resolución 194 de Naciones Unidas del 11 de diciembre de 1948.
En verano de ese mismo año, se anunciaba la firma de los Acuerdos de Abraham que suponían el reconocimiento del estado de Israel por Bahréin y los Emiratos Árabes, decisión detrás de la cual estaba sin duda Riad. Más tarde, se añadirían Marruecos, a cambio que Tel Aviv admitiera la marroquinidad del Sáhara Occidental, y Sudán. Y aún más sensación de abandono, después de que en septiembre de 2023 Benjamín Netanyahu anunciara un acuerdo inminente de paz con Arabia Saudí. Pero matar 1.200 personas, la mayoría civiles, y secuestrar a más de 250, lo que constituye, sin duda, crímenes de guerra y no prever la brutal respuesta del gobierno israelí fue un error político de terribles consecuencias inicialmente para la imagen de la causa palestina e inmediatamente después para la población de Gaza, y, de paso, de Cisjordania, donde los colonos hace tiempo que han desatado una ofensiva de acoso a las familias palestinas.
La guerra que necesitaba Netanyahu
La población palestina de Gaza lleva años sufriendo el asedio y el ahogo de Israel, con el silencio ignominioso de gran parte de los gobiernos árabes y la connivencia del régimen egipcio de Abdelfatah al-Sisi que controla según los dictados de Tel Aviv el único paso fronterizo de la franja que no confronta con Israel, que regula la entrada de alimentos, medicamentos, energía y de todo tipo de recursos en la franja. Sin embargo, el ataque de Hamás proporcionó a Netanyahu la guerra que precisaba para enmudecer una creciente contestación interna por su decisión de impulsar una reforma jurídica que suponía poner al Tribunal Supremo al servicio del gobierno y escapar así a los tres procesos por corrupción que pesan sobre él. De hecho, hacía más de un año que cada sábado se sucedían las protestas en las principales ciudades del país, impulsadas incluso por altos mandos del ejército en la reserva que temían que, de consumarse la reforma del Tribunal Supremo, desaparecería la división de poderes y esto podría propiciar que fueran acusados de posibles excesos o crímenes de guerra por tribunales extranjeros por acciones cometidas en el pasado, como durante la batalla del campo de refugiados de Jenín (Cisjordania) en abril de 2002.
En suma, la popularidad de Netanyahu y de su gobierno de extrema derecha llevaba meses que iba a la baja y que era cuestionada por unas protestas cada vez más masivas. El ataque de Hamás del 7-O revirtió la situación y ha permitido a Netanyahu ligar su futuro político a la guerra de Gaza y, desde este septiembre, en el Líbano y con el propósito cada vez menos oculto de propiciar una guerra regional en el que se vea implicado Irán y, si es posible, unos Estados Unidos que atravesaban unos momentos de vacío de poder derivados de una campaña electoral marcada por las indecisiones de Joe Biden, su sustitución “in extremis” por Kamala Harris y por las dudas del Partido Demócrata de retirar su apoyo a Israel a pesar de las brutales masacres y los crímenes de guerra que estaba llevando a cabo en Gaza y Líbano. Tras el 5 de noviembre, con la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, Netanyahu sabe que con Trump de nuevo en la Casa Blanca él tiene las manos libres para «remodelar» Oriente Próximo a sangre y fuego según sus conveniencias.
Barbarie asesina en Gaza
En otro orden de cosas, el gobierno israelí ha llegado a calificar de antisemita a la ONU y de declarar «persona non grata» a su secretario general António Guterres que el 16 de octubre de 2023 no dudaba en criticar la desproporcionada respuesta militar de Israel y recordarle -también a Hamás- que «incluso las guerras tienen reglas. El derecho internacional humanitario y la legislación sobre derechos humanos deben respetarse y defenderse; los civiles deben ser protegidos y nunca utilizados como escudos. Todos los rehenes de Gaza deben ser liberados de inmediato» (2).
Sin embargo, la prepotencia y la chulería del primer ministro israelí no tiene límites y, después de que las FDI hirieran a cinco soldados de la Fuerza Provisional de las Naciones Unidas para el Líbano (UNIFIL por su acrónimo en inglés, la misión de paz para el Líbano creada por resoluciones del Consejo de Seguridad de 1978 y 2006) (3) y dos tanques israelíes irrumpieran por la fuerza el domingo 13 de octubre en una base de las fuerzas de paz de la ONU, se permitía todavía instar a Guterres para que ordenara la retirada de las tropas de paz de Naciones Unidas bajo el pretexto de que eran utilizadas como «escudos humanos» por Hizbulá (4). Como en Gaza, donde está prohibida la presencia de prensa extranjera e israelí, Netanyahu no quiere testigos de sus crímenes tampoco en Líbano.
En los países occidentales hace unas semanas se conmemoraba “el inicio de la guerra” porque hacía un año del ataque de Hamás. Es sorprendente la enorme facilidad con la que se olvidan las causas que subyacen en el conflicto de Palestina o, si se prefiere, la memoria es muy corta y selectiva. Y esto es lo que está sucediendo con la denominada guerra de Gaza, que más propiamente deberíamos llamar la masacre de los palestinos de Gaza a manos de la aviación y de las FDI. Pero los hechos del 7-O tienen detrás suyo una larga historia de empleo, de desposesión y de limpieza étnica que empezó mucho antes del 7-O. Es cierto que esto no justifica el ataque de Hamás, pero el ataque tampoco justifica la bárbara respuesta de un Estado miembro de Naciones Unidas y que pretende ser una democracia, lo que es cada vez menos creíble.
La barbarie nunca se puede responder con la barbarie y el asesinato de 43.000 civiles, incluidos 224 trabajadores de la UNRWA (la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo creada en 1949) y sin saber cuántos cuerpos saldrán aún de debajo de los escombros, mediante bombardeos masivos y continuados contra hospitales, escuelas, centros de refugiados, infraestructuras (entre el 70 y el 80% de las de la franja han sido destruidas), edificios de todo tipo, la carencia de alimentos, de agua potable y de asistencia médica por el asedio impuesto por el gobierno israelí, los desplazamientos forzados de entre el 90 y el 100% de la población de un lado a otro de la franja por consejo de las autoridades de ocupación y ni de este modo poder evitar ser víctimas de las bombas, no se puede denominar guerra sino que es más necesario llamarlo barbarie asesina, conculcación del derecho internacional humanitario, políticas genocidas y de limpieza étnica. El resto es retórica vacía.
El conflicto más antiguo del mundo
Y, ciertamente, éste es un conflicto antiguo que no empezó el 7-O. Es, sin ningún tipo de duda, el conflicto armado vivo más antiguo del mundo. A mediados del siglo XIX vivían en Palestina, que entonces formaba parte del Imperio Otomano, unos 13.000 judíos, sobre todo en las cuatro ciudades santas del judaísmo -Jerusalén, Hebrón, Safed y Tiberíades-, que constituían el yishuv, es decir, la antigua comunidad judía de Palestina dedicada principalmente a la oración, el estudio y la enseñanza del Talmud y a la custodia y la preservación de los lugares santos (las tumbas de los patriarcas, los reyes y los profetas) y que subsistían gracias a las donaciones del judaísmo internacional.
Pero, a finales del siglo XIX, a raíz de la formación de diversas entidades judías en Europa, de la publicación en 1896 del libro de Theodor Herlz El Estado de los Judíos y de la celebración del I Congreso Sionista en Basilea, que decide crear un hogar judío en Palestina y promover el sentimiento y la conciencia nacional de los judíos, comienzan las primeras adquisiciones de tierras en Palestina y las primeras migraciones (denominadas aliyás) hacia Palestina, de tal modo que cuando comienza la Primera Guerra Mundial en 1914 hay 85.000 judíos, el 12% de la población total, por 580.000 árabes musulmanes, el 79%, 60.000 árabes cristianos, 8,0%, y 5.000 personas de otras comunidades. El proceso siempre es el mismo: compra de tierras (a partir de 1901 por el recién creado Fondo Nacional Judío) a los terratenientes árabes absentistas, donde se establecen los inmigrantes que forman comunidades agrícolas que excluyen la mano de obra no judía. Los campesinos palestinos, que antes eran los arrendatarios de estas tierras, se ven progresivamente privados de su medio de producción tradicional.
No es propiamente un sistema colonial clásico, primero Palestina formaba parte del Imperio Otomano hasta el final de la Primera Guerra Mundial y después, a partir de 1920, fue un mandato británico, pero las consecuencias sobre el campesinado palestino (como unas décadas antes había sucedido también con el campesinado argelino) sí que eran coloniales. Este campesinado empobrecido se vio obligado a emigrar a las ciudades donde tampoco encontraban trabajo fácilmente. El primer mito del sionismo, «una tierra sin pueblo, para un pueblo sin tierra», que popularizó a principios del siglo XX el periodista judío de nacionalidad británica Israel Zangwill, se convierte así en una gran falacia.
El impacto de las dos guerras mundiales
Tras la Primera Guerra Mundial, en Oriente Próximo, el desmembramiento del Imperio Otomano da origen a Turquía y, en cumplimiento de los Acuerdos secretos de Sykes-Picot de 1918, por los cuales Francia y Reino Unido (e inicialmente la Rusia zarista) se repartirían las provincias del sur del Imperio Otomano, a distintos mandatos británicos (Irak, Palestina y Transjordania) y franceses (Siria y Líbano). Desde 1920, Palestina pasa a ser, pues, un mandato británico y Londres, para hacer frente a la promesa hecha en 1917 a la comunidad judía del Reino Unido de establecer un hogar judío en Palestina (Declaración Balfour) y favorece la inmigración judía a Palestina, lo que muy pronto deriva en los primeros enfrentamientos entre la comunidad árabe y la comunidad judía que cada vez es más importante y dispone de más tierras. Entre estos enfrentamientos destacan las consecuencias de la Gran Revuelta Árabe de 1936-1939 que se saldó con 7.000 víctimas.
El fin de la Segunda Guerra Mundial marca un nuevo punto de inflexión. El descubrimiento del Holocausto favorece nuevas emigraciones de judíos europeos hacia Palestina y, al mismo tiempo, mientras continúan los enfrentamientos entre árabes y judíos, los sectores sionistas más radicales emprenden acciones armadas contra la presencia británica para acabar con el colonialismo británico y convertir Palestina en un Estado independiente. En julio de 1946 tenía lugar el mortífero atentado con bomba del Hotel King David (91 muertos), sede de la Comandancia Militar del Mandato británico, llevado a cabo por la milicia de extrema derecha del Irgun y ordenado por el futuro primero ministro de Israel Menachem Begin. Poco después, Londres declara la situación insostenible y el 29 de noviembre de 1947 las Naciones Unidas aprueban la resolución 181 o Plan de Partición que dividía Palestina en un Estado árabe, donde vivirían unos 10.000 judíos y 725.000 árabes y que comprendería Galilea occidental, Cisjordania, Gaza y una franja paralela a la frontera con Egipto, en total, el 45% del territorio; y un Estado judío que abarcaría el 55% restante y en el que residirían 498.000 judíos y 407.000 árabes.
Ninguno de los dos estados tendría continuidad territorial y la ciudad de Jerusalén y su hinterland (incluido Belén), con 100.000 judíos y 105.000 árabes, quedaría bajo jurisdicción internacional. Los estados árabes (Arabia Saudí, Egipto, Irak, Líbano, Siria y Yemen) votaron en contra porque se oponían a la partición de Palestina y a la creación de un Estado judío. También era contrario a la partición Abdallah I de Jordania, país que no ingresaría en la ONU hasta 1955, pues ambicionaba anexionarse Cisjordania.
El Plan nunca llegó a aplicarse, Londres anunció que se retiraba de Palestina y el 14 de mayo de 1948 David Ben-Gurion declaraba la independencia de Israel, que fue rápidamente reconocida por Estados Unidos y la Unión Soviética. Empezaba así lo que Avi Shlaim denomina la fase oficial e internacional de la primera guerra árabe-israelí, con la implicación de varios ejércitos árabes, porque la no oficial, con características de guerra civil, había comenzado mucho antes y se había cobrado ya más de 2.000 víctimas y dado lugar a masacres que sembrarían el terror y perdurarían en el recuerdo: 9 de abril, Dier Yassin, más de 110 víctimas árabes; 12 de abril, Nasir ad-Din, una pequeña localidad cerca del mar de Galilea (lago de Tiberíades) que en 1945 tenía 90 habitantes árabes de los que 22 fueron asesinados por el Haganá (embrión de las futuras FDI) y el resto expulsados… (5).
El gran éxodo palestino
Como escribe Víctor Amado, estas «atrocidades u otras llevadas a cabo sobre todo por las milicias incontroladas judías como el Lehi, o en algunos casos por la fuerza de élite del Haganá, el Palmach, expandieron el terror a lo largo de la población árabe-palestina. Ante esta tesitura, la mayor parte de esta población optó por abandonar los lugares donde vivía, huyendo así de un futuro que podía ser terrorífico en este contexto de guerra civil no oficial que se desarrolló entre finales de noviembre de 1947 y el 14 de mayo de 1948». (6)
Y entre el 15 de mayo de 1948 y el 20 de julio de 1949, fecha de la firma del último armisticio con Siria, la guerra oficial provocó un balance de unos 18.000 muertos, de los que 6.000 eran israelíes, 8.000 árabes de Palestina y , aproximadamente, 4.000 de los ejércitos árabes (compárese con los más de 43.000 palestinos muertos sólo en Gaza desde el 7-O y se tendrá una visión más ajustada de la magnitud de la masacre) y, según Benny Morris, unos 700.000 refugiados palestinos (unos 800.000 según Naciones Unidas) que tuvieron que marcharse hacia Gaza y Cisjordania (7).
Hasta esos momentos, la desposesión había sido anónima, individualizada. El cambio de propietario de la tierra y su paso a manos de explotaciones judías suponía la pérdida del medio de trabajo por las familias campesinas palestinas; ahora la desposesión se convertía en colectiva, de todo un pueblo, que no sólo perdía su medio de trabajo, sino también la tierra que durante incontables generaciones había sido su casa, su país, sus raíces y su historia.
La tragedia se explica muy bien en una novela histórica que describe la magnitud de la desposesión y sus consecuencias: Ein Hod (en árabe Ein Hawd) es una localidad de poco más de seiscientos habitantes ubicada en el norte de Israel, al sudeste de Haifa, a los pies del Monte Carmelo, que fue fundada en 1189 por un comandante del ejército de Saladino y desde entonces fue habitada por árabes, en total unas cuarenta generaciones. Como dice Susan Abulhawa, esto era en una época lejana, «antes de que el viento cogiera la tierra por una esquina y la despojara de su nombre y de su carácter, antes de que Amal naciera, una pequeña aldea del este de Haifa vivía pacíficamente de los higos y las aceitunas, con las fronteras abiertas y bajo la luz del sol» (8).
Era 1948, el año de la Nakba (el desastre), cuando sus habitantes fueron expulsados por las bombas de la artillería, primero, y a disparos de fusil, después, hasta que se vieron desplazados a un campo de refugiados de Jenín (Cisjordania). Fue el año de la desposesión y de la limpieza étnica. Desde 1953, tras fracasar en la creación de una comunidad cooperativa rural (un moixav), se ha convertido irónicamente hoy en una colonia de artistas judíos, construida sobre la desgracia de sus antiguos y legítimos habitantes.
Ciudadanos de segunda en su propia tierra
Entre 1948 y 1967, Gaza será administrada por Egipto, Cisjordania será anexionada por Jordania, los árabes palestinos expulsados de estos territorios malvivirán con la esperanza del retorno, derecho que les concede la resolución 194 de la ONU de diciembre de 1948, en campos de refugiados administrados por la UNRWA (la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo creada en 1949) y los que no habían sido expulsados, que hoy representan en torno al 20% de la población total de Israel, permanecerán en Haifa, Nazaret, Jaffa… donde se convertirán en ciudadanos de segunda del nuevo estado, que se afianza sobre el 78% de la superficie del antiguo mandato británico de Palestina con las fronteras que todavía hoy le reconoce la comunidad internacional.
Pero faltaba todavía la segunda desposesión propiciada por la tercera guerra árabe-israelí de junio de 1967, denominada Guerra de los Seis Días, cuando Israel ocupó Gaza, Cisjordania y la totalidad de Jerusalén: «el primer día de la ocupación, Israel arrasó el barrio marroquí entero [de Jerusalén], con unas cien casas antiguas y varios cientos de residentes, a los que dio menos de dos horas para evacuar sus hogares, vidas e historia. Musulmanes y cristianos por igual, griegos y armenios, vieron cómo se incautaban la mayoría de sus propiedades, mientras ellos mismos eran expulsados a guetos o al exilio» (9). El sueño sionista de ocupar toda Palestina se había cumplido, sólo era necesario ahora expulsar esa molestia de los palestinos, ahora de los territorios ocupados, y que la comunidad internacional reconociera como parte de Israel los nuevos territorios conquistados, lo que, afortunadamente, no ha hecho todavía a día de hoy.
Y así, hasta el día de hoy, unos sometidos a un régimen de apartheid que no tiene nada que envidiar al que se practicaba en Sudáfrica y negándose a abandonar de nuevo sus tierras y su país, porque saben que el exilio es un camino sin retorno; y los israelíes recién llegados ocupando Cisjordania pedazo a pedazo con nuevos asentamientos, 750.000 colonos que asedian a las familias palestinas, Check Points para visualizar la ocupación, carreteras de uso exclusivo para los israelíes y un muro de dimensiones descomunales. Y peor aún en Gaza, que, tras la denominada desconexión unilateral llevada a cabo en agosto de 2005 por Ariel Sharon, el responsable político de las masacres de Sabra y Chatila perpetradas por las Falanges Libanesas en 1982, ha sido sometida a varias operaciones de castigo por las FDI hasta que esta última amenaza con destruir toda la franja sin dejar ningún edificio ni infraestructura en pie. El objetivo último, y no se esconden de verbalizarlo algunos líderes del ultraderechista Partido Sionista Religioso que forma parte del gobierno de Netanyahu, es acabar con los palestinos u obligarlos a marchar al Sinaí.
Un conflicto sin solución militar
Para concluir breves reflexiones finales. Pese a la masacre que está perpetrando en Gaza, Netanyahu no ha podido liberar a los rehenes ni acabar con Hamás, porque Hamás es fruto de la violencia de la ocupación y de la desposesión, de la humillación y de la frustración de un pueblo que frente a la enorme injusticia que sufre se siente abandonado por la comunidad internacional, incluidos los gobiernos de los países árabes y musulmanes. Y el mundo no puede ignorar que los descendientes de aquellos primeros refugiados de 1948 se agrupan hoy en 27 campos regidos por la UNRWA en Gaza y Cisjordania, donde viven 2.876.665 refugiados, junto a la población originaria de estos territorios. En otros 31 campos de refugiados de la UNRWA situados en Líbano, Siria y Jordania viven otros 3.710.840 refugiados, especialmente en Jordania (10).
Es obvio que el conflicto no tiene solución militar y que la solución de ambos estados no es la más idónea. Sería mejor un solo estado (un estado binacional) plenamente democrático donde todos los ciudadanos gozaran de los mismos derechos, pero, a día de hoy, dado que la violencia y el odio empapan el conflicto hasta extremos impensables, la solución de los dos estados con supervisión internacional para garantizar la seguridad de ambos parece la única posible, pero el actual gobierno de Israel -ni la mayoría de gobiernos de Israel que se pudieran formar- nunca lo aceptará y la elección de Trump lo aplaza una vez más. A su vez, el campo de la paz en Israel está en horas muy bajas, en las últimas elecciones (noviembre de 2022) el Mérets no obtuvo representación en un Knesset (Parlamento de Israel) muy escorado hacia la derecha y la extrema derecha.
Paralelamente, los diferentes movimientos, asociaciones y plataformas del frente de la paz, a menudo integrados por palestinos e israelíes, (Paz Ahora, B’Tselem, Mujeres de Negro, Mujeres construyen la paz, Mujeres del Sol, Rompiendo el silencio, asociación de soldados israelíes veteranos que han denunciado la deshumanización de los palestinos que lleva a cabo el ejército israelí, Shministim, Combatientes por la paz) cada vez tienen más dificultades para subsistir y algunos han desaparecido. Sólo unos pocos articulistas de algunos medios de comunicación como Haaretz se atreven a criticar las políticas militaristas y criminales llevadas a cabo por el gobierno de Netanyahu en Gaza y ahora también en Líbano.
La extensión de la guerra a Líbano y los intentos de implicar directamente a Irán amenazan con desbordar el conflicto, lo que en un mundo dominado por la testosterona de los principales dirigentes y de la dirección de los grupos armados (Trump, Putin, Netanyhau, Hamás, Hezbolá…) y por la doble vara de medir que usa Occidente a la hora de juzgar las acciones de los diferentes actores de los conflictos son una amenaza directa a la paz y la estabilidad mundial cuando no la puerta de entrada a la Tercera Guerra Mundial como advertía el pasado 10 de octubre en un desayuno en CIDOB el Alto Representante para la Alianza de Civilizaciones de las Naciones Unidas, ex representante de la Unión Europea para el Proceso de Paz árabe-israelí (1996 -2003) y ex ministro de Asuntos Exteriores del Reino de España (2004-2010) Miguel Ángel Moratinos.
Por último, el gobierno de Netanyahu despacha colocando el sambenito del antisemitismo a todos aquellos que se atreven a criticar las políticas de su gobierno, pero es tiempo de decir fuerte y claro que, si alguien está poniendo en peligro la imagen y el futuro de Israel y está malgastando la herencia del Holocausto y, en consecuencia, peca de antisemitismo, éste no es otro que Benjamin Netanyahu.


