Señala Patricia Simón en su libro Miedo, que habitamos tiempos oscuros en los que la violencia no sólo se ejerce como una forma de control social, sino que se presenta desacomplejadamente como una necesidad más que justificada para restablecer el orden. Este planteamiento se manifiesta con especial fuerza en el auge de los autoritarismos, el fortalecimiento de los discursos de odio y la negación de la necesidad de protección y defensa de derechos ya conquistados. Amparados en la idea de una supuesta recuperación de la identidad, estos discursos buscan reinstaurar jerarquías que, en realidad, nunca han dejado de operar. Desde esa ficción de pérdida, la violencia en la palabra se naturaliza, se banaliza a través de la repetición, del menosprecio del conocimiento y de la suspensión de verdad mientras se amplifica como un recurso legítimo e inevitable para reforzar privilegios y perpetuar relaciones de poder profundamente desiguales.
Por demencial y autolítico que pueda resultar a un sujeto no psicopático esta huida hacia delante, este expolio de la dignidad más elemental, sus planteamientos pueden ser perfectamente encarnados en el contexto global actual, donde el patriarcado y el capitalismo, enfrentados a su incapacidad de sostener la vida, se frotan las manos con el miedo para intensificar sus estrategias de permanencia en el monitoreo de la vida – y me refiero aquí a la vida planetaria en general, no sólo la vida humana. La sobreexplotación de los recursos, la devastación ambiental y las migraciones forzadas son algunos de los síntomas más evidentes de un sistema que ya no puede mantener sus promesas de prosperidad y barra libre para todos –los ‘todos’ que el sistema decida como sujetos de reparto, claro. Ante este colapso, el sistema se atrinchera, activando mecanismos de exclusión y violencia que buscan frenar, apagar o desgastar cualquier posibilidad de transformación. En este entramado, las violencias machistas no son ni anomalías ni una nota a pie de página –aunque nuestras muertas tengan cada vez menos relevancia en los medios – . Son expresiones crudas de un orden que necesita subordinar a las mujeres, perpetuando su despojo de derechos y de espacios de decisión. Que necesita, en fin, que las mujeres no sean sujetos, sino objetos pasivos a merced de las lógicas del mercado y de lo heteronormativo.
El fortalecimiento de discursos negacionistas de las violencias machistas se inscribe en este contexto y en esta línea discursiva. La radiación constante de que vivimos en un mundo “saturado de derechos” y en el que las demandas feministas “exceden lo razonable” no ocultan una intención clara: reinstaurar un orden donde los cuerpos de las mujeres y de las disidencias de la heteronorma sigan subordinados en tanto que objetos a un poder que se presenta como natural e inamovible.
Ante estas dinámicas, ciertamente drenantes, entidades como la nuestra asumen que las narrativas de la negación de ser son parten de un sistema perverso que nos enfrenta cada día a un doble desafío: atender las violencias inmediatas consecuente mientras combatimos las raíces profundas que las alimentan. Pero, además, y para no perder el foco, hemos de articular en lo real que el acompañar a las mujeres en sus procesos de recuperación no sólo es responder a una necesidad urgente, sino también o sobretodo un acto de imaginación política: crear opciones de vida digna con recursos limitados, espacios reparadores donde sea posible construir formas de vida más justas, igualitarias y sostenibles.
El contexto global y el desafío de la esperanza
El auge de los autoritarismos y la deshumanización que impregna muchas políticas internacionales erosionan los principios básicos de justicia e igualdad, lo sabemos. Aún con el corazón roto tras el paso devastador de la última Dana por territorios cercanos, reconocemos como otro espacio de saber y posicionamiento que las crisis climáticas generan desplazamientos masivos, agravan las desigualdades estructurales y exacerban las violencias, afectando de manera desproporcionada a mujeres e infancias. Seguimos sumando dolor e impotencia asistiendo a cómo los conflictos bélicos y el genocidio palestino no sólo desnudan la crueldad del mundo en el que vivimos, sino que también confirman que la impunidad sigue siendo el motor de las violencias globales.
Este panorama impacta directamente en las mujeres, pero también desgasta profundamente a quienes, desde el tercer sector y otros espacios de intervención, trabajamos por combatir estas vulneraciones de derechos y tratamos de erradicar los mecanismos que las sostienen. Y mantener la esperanza y la motivación no es tarea fácil en un entorno marcado por condiciones laborales claramente mejorables. Las entidades sociales no pueden ni deben obviar que garantizar salarios justos, estabilidad laboral y condiciones aptas es fundamental para sostener y mejorar nuestra labor. La precariedad que enfrentan las profesionales no puede desligarse de las mismas violencias estructurales que intentamos erradicar.
Fortalecer y proteger la red de entidades, servicios y profesionales que acompañan estos procesos es una prioridad urgente, no sólo porque representan un soporte esencial para las mujeres que enfrentan violencias, sino porque son espacios de resistencia frente a un mundo que, demasiadas veces, parece resignarse al dolor y la impunidad. Esto requiere voluntad política, inversión económica y un compromiso ético con la dignidad de quienes sostienen este trabajo. Necesitamos, además, espacios donde los malestares de las mujeres que atendemos no sólo sean depositados o canalizados, sino elaborados y resignificados. En un contexto global en el que las violencias se multiplican y las crisis se acumulan, nuestras respuestas deben ir más allá de ofrecer salidas inmediatas: tienen que permitir a las mujeres comprender sus experiencias y reconocerse como agentes de cambio. Deben ir, además, más allá de los servicios especializados de atención y avanzar hacia una visión eminentemente comunitaria, de vecindario, de barrio, de red que arrope y permita articular un proyecto vital propio. Nuestro trabajo no consiste en resolver la vida de quienes acompañamos, sino en facilitar procesos donde ellas mismas puedan tomar las riendas de su recuperación. Este enfoque, centrado en la autonomía y la capacidad de decisión, es clave para construir caminos sostenibles y transformadores. Para todas.
Trabajar por la eliminación de las violencias contra las mujeres es tanto un acto de resistencia como un ejercicio de construcción de futuro. La esperanza no es una postura ingenua; es una decisión consciente frente a las adversidades, un compromiso de seguir remando incluso cuando las aguas son más turbulentas. En este 25 de noviembre, pese a lo muchos daños acumulados, creo que nos conviene recordar que nuestra labor no sólo es necesaria, sino profundamente transformadora. Aunque los desafíos son enormes, cada paso que damos hacia una sociedad libre de violencias opera, significa, nos amarra a la acción y también a la ‘opción’.
Como señala Alicia Valdés en su último libro ‘El malestar es un síntoma, pero también un grito que nos convoca a la acción. Es el recordatorio de que algo debe cambiar, de que la injusticia no es ni puede ser el estado natural de las cosas. En su escucha y su elaboración encontramos el germen de la resistencia, pero también la posibilidad de imaginar otros futuros posibles’


