El marqués de Sade es uno de los personajes más controvertidos de la historia, más conocido por lo que se ha dicho de él —ya pasaba en sus días— que por sus escritos. A pesar de los dos siglos que nos separan, su pensamiento continúa vigente: hoy necesitamos más que nunca una renovada crítica ilustrada radical que derroque los mitos en que gran parte de la sociedad continúa creyendo, y que nos devuelven al sádico fascismo del siglo XX.

El mundo de hoy no es muy diferente al que representaba Sade en sus novelas, con unos personajes reducidos a la carne, convertidos en seres inhumanos que devoran o son devorados. Los libertinos que describe son las élites de la época: aristócratas, terratenientes, banqueros, jueces, arzobispos, papas y algunas mujeres exitosas a través de la especulación, el asesinato y la prostitución. Condenados a ser esclavos de sus perversiones, en un egoísmo absoluto, con unas instituciones que gobiernan los seres humanos que encarnan estas perversiones. Los libertinos de Sade, como gran parte de las élites de nuestro tiempo, son personajes cegados por la codicia y el egoísmo.

La existencia de esta minoría privilegiada implica una gran mayoría que no lo es, que se esfuerza y trabaja para sobrevivir en el régimen de terror de estas élites. Una sociedad más desigual es una sociedad más aburrida. Una sociedad donde los individuos viven con miedo a fracasar, cuando fracasar, más que una opción, es un destino potencial. Esta incertidumbre vital, de la que Bauman ha hablado tanto, afecta nuestras relaciones y da forma al mundo en el que vivimos. El miedo no acostumbra a hacer buenas las personas, no ayuda a sacar nuestro potencial y a desarrollarnos vitalmente, sino todo lo contrario: carcome el espíritu y suele sacar lo peor del ser humano. Tal es el mundo donde vivimos: no sabemos si el próximo mes podremos pagar el alquiler, si nuestra pareja creerá que no aportamos suficiente dinero a casa, si tendremos trabajo, podremos tener hijos o ir de vacaciones con los amigos. Por lo tanto, una sociedad desigual es una sociedad donde la gente disfruta menos; donde más que vivir, sobrevive. Por el contrario, una vida de placer es el privilegio de una minoría que, a su vez, vive aislada del malestar social que produce y se cierra cada vez más en sí misma, buscando solo su bienestar para satisfacer un placer individualista.

Una sociedad injusta mata la espontaneidad, la originalidad y lo inesperado. Uno de los efectos que producen las sociedades injustas son relaciones sociales tediosas y esperables. Si el siglo XX supuso una revolución en el comportamiento y la relación de las diferentes clases sociales y los géneros, el XXI puede ser un gran freno al gran impulso de cambios sociales que se habían producido. Si no podemos huir del guion que la sociedad tiene preparado para nosotros, no podremos cambiar nuestra trayectoria vital, no podremos encontrar relaciones —amigos, parejas, etc.— diferentes en las esperables, más significativas, escoger verdaderamente nuestro camino sin miedo… Y es que la procedencia social, biológica y vital es una circunstancia y no un destino, como los discursos conservadores repiten hoy en día, porque el desorden que combaten es la justificación de la desigualdad que crean sus políticas. Todos vivimos peor, pero lo aceptamos como si fuera un castigo divino —a pesar de que se supone que vivimos en una sociedad donde Dios está muerto—.

Muchos creen que hemos superado a Sade, cuando en realidad todavía no lo hemos acabado de entender. Una figura a caballo entre dos mundos, en un momento en que la naturaleza de la humanidad y de las instituciones se debatía tan libremente como en nuestra propia época. Quizá tenemos que leerlo con más atención y comprender que la desigualdad y la injusticia social también son políticas de la carne.

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