En el medio de una maniobras militares cada vez más agresivas por parte del Estado de Israel que vuelven a convertir el Oriente Medio en un cambio de batalla – terreno de un genocidio retransmitido en directo por los medios de todo el mundo – y apenas unos años después de que la propria Europa haya sido sacudida por el nuevo estallido de una guerra en sus puertas, resulta inevitable interrogarse sobre la guerra o, en términos más generales, sobre las relaciones entre política y violencia. Un problema que ha estado en el centro de las reflexiones de Hannah Arendt, pensadora alemana de origen judío, emigrada en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Siguiendo el hilo de los cortocircuitos de la historia reciente, resulta especialmente sugerente dirigirse a su obra para pensar la política más allá de su relación instrumental con la violencia.
Nacida en Hannover en 1906, Arendt estudia en las Universidades de Marburgo, Heidelberg y Friburgo, siendo discípula de Martin Heidegger y Karl Jaspers, dos de los más importantes filósofos del siglo XX. La joven pensadora se doctora en Filosofía en 1929 con una tesis sobre el concepto de amor en Agustín, pero el giro de los acontecimientos históricos – la creciente difusión del antisemitismo y el ascenso al poder del nacionalsocialismo en la Alemania de los años treinta – la lleva a situar la política al centro de sus preocupaciones.
Desde este momento en adelante, la “cuestión judía” se transforma para Arendt en un prisma desde el que analizar el fracaso del proyecto filosófico-político moderno cristalizado en la creación del Estado-nación. Aun guardando una profunda distancia crítica con el sionismo – que mantendrá a lo largo de toda su vida y tendrá para ella un importante coste personal y profesional – Arendt colabora en la segunda mitad de los años treinta en París con una organización que ayuda niños y adolescentes refugiados a instalarse en Palestina en los primeros kibutz.
A principio de los años cuarenta, la pensadora se traslada finalmente en Nueva York, donde permanecerá durante el resto de su vida. En aquella época, escribiendo por las noches, redacta su obra maestra, el libro que la convertirá en una de las más importantes teóricas políticas contemporáneas, Los orígenes del totalitarismo, ultimado en 1949. Arendt pasará posteriormente a impartir cursos en algunas prestigiosas universidades norteamericanas para incorporarse finalmente, hasta su muerte en 1975, en la New School for Social Research de Nueva York.
El horror de los campos de exterminio es el terreno a partir del cual Arendt se interroga acerca del recorrido que ha llevado los principios políticos de la modernidad ilustrada a ofrecer el fundamento para una forma de gobierno que no tiene precedentes en la historia de la humanidad. La problemática categoría de “totalitarismo”, que ella sistematiza, le sirve para abrir interrogantes sobre esa tecnificación de la política y desertificación del mundo que, en su opinión, la modernidad encierra como su potencialidad latente.
Frente a los eventos catastróficos del siglo XX, Arendt busca una alternativa radical desde el punto de vista de la teoría política. Por ello, en sus obras posteriores, cuales La condición humana (1958), Sobre la revolución (1963) y Sobre la violencia (1969), se centra la recuperación crítica de algunos de los conceptos clave de la modernidad – poder, revolución, violencia, autoridad, fuerza, individuo – con el fin de diseñar una constelación inédita, un horizonte de sentido distinto para el pensamiento; su finalidad, es volver a pensar en lo que hacemos, por tanto en el significado de la acción humana, a partir del ocaso de una tradición que ha llegado a su fin con la implosión totalitaria.
En este contexto, Arendt articula un intento de separación de política y violencia que tiene en su original noción de poder una de sus intuiciones más interesantes. Ajeno al dominio y a la fuerza, el poder se inscribe, según la pensadora, en el horizonte imprescindible de la pluralidad, en una dimensión horizontal en el que la acción concertada produce un mundo en común, aquel mundo de la libertad que es el destino único de la política.
Pueden destacarse tras característica fundamentales de la concepción arendtiana del poder: en primer lugar, su carácter contingente, potencial y plural, de cara a una tradición que lo ha pensado como una relación vertical, vertebradora de un orden; en segundo lugar, su desvinculación de la dinámica de la potencia, cuya connotación instrumental se relaciona con un elemento intrínseco de violencia; en tercer lugar, su espacialización, ya que sólo puede ser efecto de determinadas relaciones, propiamente políticas, entre los seres humanos. De esta manera, el poder representa una de las manifestaciones de la política, mientras que esta última surge solamente allí donde los seres humanos actúan en conjunto, es decir, donde dan vida a una comunidad forjando un mundo. La política es creadora, según Arendt, de un espacio público virtual —siempre posible en potencia y, a la vez, siempre en peligro de desaparecer— vehiculado por la potencialidad misma del poder y amenazado por su precariedad.
El poder así concebido no se caracteriza por ser una herramienta de coacción y estabilidad, no se relaciona con el Estado y la violencia o, mejor dicho, con el monopolio de ésta por parte del Estado, sino que estrecha un vínculo con la esencia de lo político, surgiendo de ello como efecto de la condición plural de los seres humanos y de su capacidad de actuar juntos.
Pensando el poder contra la dominación —pensando el poder como aquella realidad que se resiste a la dominación de los seres humanos sobre los seres humanos — Arendt lo considera, más allá de sus manifestaciones concretas, en su forma pura. Reconocer el poder significa, para ella, reconocer uno de los rasgos auténticos de la experiencia política, ocultados por la tradición dominante, a la vez que implica el desarrollo de una concepción alternativa que apunta a otros horizontes prácticos y especulativos:
[…] políticamente hablando, es insuficiente decir que poder y violencia no son la misma cosa. El poder y la violencia son opuestos; donde uno domina absolutamente falta el otro. La violencia aparece donde el poder está en peligro pero, confiada a su propio impulso, acaba por hacer desaparecer al poder. Esto implica que no es correcto pensar que lo opuesto de la violencia es la no violencia; hablar de un poder no violento constituye en realidad una redundancia. La violencia puede destruir al poder; es absolutamente incapaz de crearlo (Arendt, Sobre la violencia, Alianza, p. 77).
El corte crítico y analítico de las reflexiones arendtianas, aislando el poder respecto a sus interacciones con otras componentes, no tiene como fin la propuesta de un escenario político idealizado con rasgos utópicos o normativos, más bien, señalaría que, en el momento en el que poder y violencia se confunden, lo que se está produciendo es una perversión de la vida social.
La importancia de esta tarea de distinción, separación y aclaración de conceptos es, en Arendt, un recurso que se encuentra en muchas de sus obras: no se trata solamente de un método de investigación, sino también de una exigencia intelectual, de una respuesta a la falta de pensamiento que atraviesa el mundo contemporáneo y, a un nivel más profundo, al intento fenomenológico de iluminar el estrato olvidado de la vida en común, su modalidad de existencia, las condiciones de su apariencia.
Por tanto, esta postura no implica una falta de realismo político por parte de la autora: ella misma considera que, en la realidad de los hechos, “nada resulta tan corriente como la combinación de violencia y poder, y nada es menos frecuente como hallarlos en su forma pura y por eso extrema” (p. 64), pero no se deduce de ello que la autoridad, la fuerza, el poder, la potencia y la violencia sean todos ellos lo mismo. El poder corresponde “a la capacidad humana, no simplemente para actuar, sino para actuar concertadamente. El poder nunca es propiedad de un individuo; pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido” (p. 60). En otras palabras, el poder se basa en la acción concertada y no tiene existencia fuera de ella; no implica en ningún momento la sumisión, sino que se halla en la cohesión de un espacio público: es un fenómeno colectivo que surge a partir de la comunicación entre iguales que deciden de actuar juntos.
En momentos históricos decisivos como este, en el que la política se convierte en guerra, su potencialidad ha de repensarse a partir de la energía que se desprende de la lucha en contra de la dominación. Es solamente en el poder de la acción colectiva, en la chispa que se desprende de ella, que puede encontrarse la esperanza de que lo que ahora mismo no funda mundo alguno, “quizás fundará un mundo, cuando deje de estar disperso” (Arendt, La tradición oculta, Paidós, p. 13). Esta es el milagro, según la terminología arenditana, al que no se puede renunciar: la confianza en la capacidad humana de dar cabida a un nuevo comienzo.
Para saber más
- Sánchez Madrid, N. (2021), Hannah Arendt: la filosofía frente al mal, Alianza, Madrid.
- Birulés, F. (2019), Hannah Arendt: llibertat politica i totalitarisme, Gedisa, Barcelona.
- Young-Bruehl, E. (2020), Hannah Arendt. Una biografía, Ediciones Paidós, Barcelona.
- Krimsten, K. (2021), Las tres vidas de Hannah Arendt. La tiranía de la verdad, Salamandra Graphic.
- Von Trotta, M. (2012), Hannah Arendt.
Hannah Arendt: ¿Qué queda? Queda la lengua materna, entrevista realizada por Günter Gauss (1964):
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