El caso Montoro no es un caso de corrupción convencional. No hay sobres en metálico, ni comisiones en una bolsa de deporte, ni una grabación en un reservado de restaurante. No. Es peor. Es un caso de corrupción legalizada, planificada, sistemática. Un sistema en el que las empresas más poderosas del país —del gas a la construcción, de las eléctricas a los casinos— pagaban a un despacho privado fundado por el exministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, para redactar normas que luego se aprobaban desde su propio ministerio.

Ese despacho, Equipo Económico, creado en 2006 por Montoro y varios colaboradores cercanos que después ocuparían cargos clave en su ministerio, ingresó más de 11 millones de euros entre 2008 y 2015 procedentes de empresas que, poco después, verían aprobadas modificaciones legales a medida. Las últimas revelaciones, publicadas por El País, confirman que Ferrovial pagó casi 600.000 euros a esa consultora coincidiendo con la aprobación del plan estatal de pago a proveedores municipales —una medida que, casualmente, favoreció directamente a la constructora.

Cuando la ley se redacta fuera y se aprueba dentro

Según el sumario del caso, los pagos que diversas empresas hacían a Equipo Económico no eran por servicios técnicos ni por informes analíticos con incidencia pública objetiva. Eran otra cosa: pagos por influencia normativa. Dicho claro: la empresa pagaba, el despacho elaboraba un informe, y el ministro (el mismo que había fundado el despacho) aprobaba la norma. Lo más grave es que muchas de esas operaciones se realizaban mientras Montoro era ministro —entre 2011 y 2018— y mientras sus exsocios y antiguos empleados ocupaban cargos de responsabilidad en la administración pública.

No se trata de un hecho puntual. El caso Ferrovial se suma a las operaciones ya documentadas con empresas del sector gasista, como AFGIM (Asociación de Fabricantes de Gases Industriales y Medicinales), que lograron rebajas fiscales multimillonarias (del 85 % en el impuesto eléctrico) tras pagar 270.000 euros por un informe de doce páginas. También hay contratos con empresas de juego, de papel, de energías renovables… Sectores regulados por el Estado, donde cualquier cambio legal puede suponer cientos de millones en beneficios. La puerta giratoria aquí no es un símbolo. Es una estructura.

El delito, perfectamente ordenado

El juez instructor del caso en Tarragona, de donde parte la investigación, ha imputado a 28 personas por delitos de cohecho, fraude a la administración, prevaricación, tráfico de influencias, falsedad documental, negociaciones prohibidas a funcionarios y corrupción entre particulares. Montoro es la figura central, pero no está solo. También aparecen altos cargos de Hacienda como Rogelio Menéndez (exdirector de la Agencia Tributaria) o Óscar del Amo, así como exsecretarios de Estado y figuras del poder económico e institucional durante el gobierno de Rajoy.

La arquitectura era clara: Equipo Económico elaboraba informes o propuestas, a menudo en formato de notas legales breves pero altamente orientadas, las presentaba a las empresas interesadas, y estas presionaban para su aprobación. Mientras tanto, los mismos redactores participaban, desde cargos públicos, en su validación. El BOE se convertía así en un documento privado, redactado de antemano por quien podía pagar más. Esto no es lobby. Esto es captura institucional.

El Estado como herramienta de explotación

La gravedad del caso Montoro no reside solo en el delito. Reside también —y quizás sobre todo— en la impunidad social que ha rodeado esta práctica. Durante años, este sistema funcionó sin escándalo público, sin debate parlamentario, sin control efectivo. Nadie, dentro o fuera del Gobierno, lo frenó. Al contrario: mientras las políticas públicas recortaban servicios, congelaban sueldos y aumentaban la presión fiscal sobre la ciudadanía, algunas empresas obtenían rebajas multimillonarias o acceso preferente al dinero público.

Eso es exactamente lo que define la corrupción institucionalizada: el uso del poder del Estado para el beneficio privado. No es una desviación puntual del sistema. Es el sistema mismo actuando contra su propia finalidad. Cuando quien dicta las normas es el mismo que cobra para que las normas cambien, el Estado deja de ser garante y se convierte en una máquina de favores. El derecho público se convierte en derecho clientelar.

¿Y después?

El PP, incómodo por la magnitud del caso, ha reaccionado tarde y mal. Primero, desvinculándose de Montoro, que se ha dado de baja del partido para no arrastrarlo más. Luego, cesando a algunos de los altos cargos imputados. Pero nadie —ni el partido ni el actual Gobierno— ha abierto aún una auditoría sobre todas las leyes y reformas fiscales aprobadas durante el mandato de Montoro. Nadie se ha preguntado hasta qué punto las políticas públicas de los años de crisis respondieron en realidad a intereses pagados.

Y, sin embargo, esa es la pregunta esencial: ¿cuántas de las decisiones que empobrecieron al Estado respondieron realmente a intereses privados? ¿Cuántas reformas fiscales se impulsaron no por necesidad económica, sino por encargo? Si hoy sabemos que Ferrovial pagó medio millón por una reforma legal concreta, ¿por qué habríamos de creer que el resto de decisiones fueron tomadas con neutralidad?

La democracia, en venta

La corrupción es siempre un ataque a la democracia. Pero cuando la corrupción es normativa, estructural, planificada desde dentro, el ataque es total. Ya no se trata solo de dinero desviado. Se trata de privatizar la soberanía. De poner la voluntad legislativa en manos de quien más puede pagar. Y eso, si no se corrige, no solo empobrece al Estado. También empobrece la democracia.

Porque cuando la ley deja de ser igual para todos y pasa a ser una mercancía negociable, la política se transforma en una transacción y la ciudadanía en un decorado. Y eso, hoy, es lo que ha quedado al descubierto.

 

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