El pasado 19 de junio se celebró en Barcelona el «I Foro para la Paz y Seguridad en Europa», organizado por Prensa Ibérica y El Periódico. Ya en el título percibimos un eufemismo: el negocio perverso de la fabricación y el comercio de instrumentos pensados para la destrucción y la muerte se disfraza, apropiándose y pervirtiendo palabras tan hermosas como Paz y Seguridad, bienes valiosísimos que todos deseamos. En este tipo de jornadas siempre aparecen discursos dedicados a justificar y elogiar estas actividades, con el argumento de que son imprescindibles para protegernos precisamente de los efectos de esas mismas armas o de otras fabricadas por otros salvadores de patrias, que también harán un gran negocio y serán igualmente alabados y justificados, tal vez por nuestra amenaza.

Esta vez ese papel lo jugó el Conseller de Empresa y Trabajo de la Generalitat de Cataluña, que intervino para cerrar el acto, en nombre del President de la Generalitat. En su discurso, puso énfasis en defender que no hay ninguna incompatibilidad entre el pacifismo y ocuparse de la seguridad. El discurso de siempre: si quieres la paz, tienes que estar armado para disuadir y poder frenar a los adversarios, que siempre resultan ser peligrosamente amenazadores. Nuestras armas, en cambio, nunca lo son. Puso dos ejemplos que me sirven muy bien para argumentar justo lo contrario.

Conseller d’Empresa i Treball, Miquel Sàmper

En el primer ejemplo explicó que al llegar se encontró con algunas personas que manifestaban su oposición a la jornada. Tras elogiar su educación y amabilidad, relató que cuando una señora se le dirigió para mostrarle su desacuerdo, él le respondió (transcribo y traduzco del castellano): «Si a su nieta o su nieto, yendo por la calle, alguien intentara agredirlo, ¿no entendería que este señor que tengo a mi lado, un mosso d’esquadra, con su arma lo defendiera? ¿Que agrediera al agresor de su nieto?». Acabó diciendo que la señora se quedó en silencio. Ese era su gran argumento para defender la compatibilidad entre el deseo de paz y la necesidad de las armas. Como siempre, el miedo y el derecho a defendernos. ¡Hay tantas cosas que decir sobre este argumento tan simple y previsible!

En primer lugar, no veo ninguna relación entre el ejemplo del policía y las armas de guerra de las que se hablaba en esa jornada. Imaginemos que el policía, para evitar que hipotéticamente el nieto de la señora fuera agredido, enviara a su casa un dron explosivo que acabara con su vida y probablemente con la de muchas más personas, su familia u otros vecinos del bloque. O que disparara un misil a un barrio en el que presuntamente hay muchos delincuentes. Seguro que ese policía sería destituido y encarcelado. La función de un policía —y el señor conseller lo sabe muy bien porque ha sido Conseller de Interior— es intentar evitar males, pero causando los menores males posibles. Si no es así, se abre una investigación. Aunque de vez en cuando detectamos actuaciones policiales abusivas que hay que corregir, debe decirse que muy raramente acaban con heridos graves o muertos. No es el caso de las armas de guerra. Su objetivo es dotarse de la máxima capacidad de hacer daño con la excusa de disuadir al posible adversario que, a su vez, hará lo mismo con la misma excusa. Y cuando se desencadena una guerra, eso es lo que se hace: causar el mayor daño posible. Lo vemos trágicamente cada día.

Existe además otra diferencia fundamental entre el policía y los ejércitos con armas de guerra. En el interior de los estados, hace ya muchos años que hemos visto que el uso libre de la violencia privada «para defenderse» genera mucha más inseguridad. Las películas del Oeste, el país sin ley, el mundo de los pistoleros, son un buen ejemplo: cada cual va a lo suyo y defiende su interés; es la ley del más fuerte. La evolución social nos ha hecho descubrir que es mucho más seguro renunciar al uso privado de la violencia.

De hecho, si alguien lo hace, es encarcelado. A cambio, hemos organizado un sistema de seguridad pública común mucho más racional y mucho más seguro: los sistemas legales han sustituido la arbitrariedad o la ley del más fuerte; el sistema judicial actúa como árbitro de los conflictos que no han encontrado solución por otros medios, y la policía es una fuerza pública, encargada de la seguridad común de toda la ciudadanía, cuya misión es evitar el abuso y el ejercicio privado de la violencia, pero siempre por los medios menos lesivos posibles. En resumen, un sistema de seguridad común, compartido, que nos da mucha más seguridad que las defensas y seguridades privadas enfrentadas entre sí.

En cambio, en las relaciones entre estados, aún seguimos con las defensas y seguridades privadas enfrentadas, sin control ni límite. Los ejércitos y los armamentos de guerra son instrumentos de máxima destrucción y violencia de una parte particular que intenta imponer su voluntad, sus intereses y su dominio por la ley del más fuerte. Son amenazas mutuas que aumentan la desconfianza en las relaciones y la tensión entre los estados, y que, en nombre de la seguridad, generan una altísima inseguridad que siempre aboca a la guerra cuando conviene a los intereses de una u otra parte. En ningún caso se plantea construir un «sistema policial» para detener delincuentes, sino fortalecer sistemas de parte enfrentados, capaces de la máxima violencia. Justamente lo contrario. La comparación es demagogia de la peor clase, demagogia del miedo.

El segundo ejemplo que el conseller expuso para justificar la bondad de la ciencia, la tecnología y la industria dedicadas al armamento no es más afortunado. Decía: «Estamos a media hora de que un misil disparado por Rusia destruya Madrid, o Barcelona, o Bilbao o Valencia… Si tenemos la posibilidad de desviarlo o de hacerlo caer, es imprescindible hacerlo, y no hacerlo es irresponsable». Acepto la conveniencia de dotarse de protección antimisiles, como de protección contra ataques informáticos u otros, pero siempre que vaya acompañada de dos condiciones:

  1. Diplomacia de paz seria y fiable, por encima de intereses particulares abusivos, estableciendo relaciones de colaboración y confianza.

  2. La renuncia a cualquier armamento ofensivo que suponga una amenaza para otros. ¿Qué pinta en la seguridad dotarse de drones asesinos, de portaaviones para ir al otro extremo del mundo, de misiles capaces de impactar a miles de kilómetros y destruir ciudades…? Todo eso es amenaza, no defensa. Otra vez la trampa del miedo.

Quedaría todavía explorar el inmenso, riquísimo, desconocido y sorprendente campo de la defensa civil no violenta. Pero eso lo dejaremos para otro día.

A la gente de paz, en general, se nos tilda de buenas personas, bien intencionadas, pero ingenuas y fuera de la realidad. Sin embargo, no hay ingenuidad más grande que imaginar a los ejércitos y a la industria armamentista como los salvadores que trabajan por nuestra seguridad, cuando son la mayor amenaza, con una ambición insaciable que los hace aún más peligrosos. El general Eisenhower ya advirtió que había que protegerse de la gran influencia de los ejércitos y del complejo militar-industrial sobre la política. Vivir en un mundo en el que apostamos por la amenaza en lugar del entendimiento, por el negocio por encima de las vidas humanas, por la embriaguez de la filigrana tecnológica capaz de matar más y mejor, por el miedo como justificación de todo, es la manera más segura de fabricar inseguridad y guerra. Muchos años de historia lo avalan: cuando se ha incrementado el armamentismo, ha terminado por estallar una guerra. Entonces habrá muerte, destrucción, dolor y sufrimiento para muchos, pero un inmenso negocio para unos pocos. En jornadas como la que nos ocupa, justificar todo eso en nombre de la paz y la seguridad, sí que es ingenuidad. O quizás ceguera, o sumisión. Y, probablemente, una irresponsabilidad mayor que la que se nos atribuye a los pacifistas.

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