Cuando murió el papa Francisco y comenzó el largo y ceremonioso proceso de elección del nuevo pontífice, he de confesar (verbo con reminiscencias religiosas, pero es que hoy va de eso) que me sorprendió bastante el tiempo y el espacio que los medios de comunicación tradicionales (también va hoy de eso, de tradición y rutina) dedicaron a seguir en directo y en diferido todas las liturgias vaticanas hasta que fue elegido León XIII.

En un Estado que se declara aconfesional, en una sociedad cada vez más laica y menos practicante del catolicismo (al menos en Cataluña), el Gobierno español y la Generalitat declararon tres días de luto oficial y los medios de comunicación públicos españoles y catalanes invirtieron un generoso presupuesto en enviar nutridos equipos de reporteros, técnicos y presentadores de informativos y telediarios. El despliegue fue tan espectacular (sí, hoy también hablamos de espectáculo) que incluso periodistas y cámaras veteranos dedicaron una de sus jornadas laborales a entrevistar hasta al zapatero y al sastre del sumo pontífice. No se podría discutir que este reportaje y las numerosas conexiones en directo que se realizaron aquellos días de fumatas blancas y negras debían difundirse si estuviéramos en otros tiempos. Eso habría sido totalmente lógico, justo y necesario hace treinta, cuarenta o cincuenta años.

Cuando el mundo estaba pendiente del Concilio Vaticano II y del aggiornamento. Cuando el 99% de los españoles (catalanes incluidos) estaban bautizados, hacían la primera comunión, bendecían el ramo y se casaban por la iglesia. Cuando los templos se llenaban. Cuando el cura formaba parte, junto con el maestro y el guardia civil, de un triunvirato a tener en cuenta en pueblos y aldeas. O cuando los sacerdotes no eran acusados de pederastia ni los obispos dimitían para vivir en pareja. O cuando la curia vaticana no era tan criticada por su corrupción, su machismo, su homofobia y por financiar y financiarse con las grandes fuerzas reaccionarias internacionales.

Me sorprendió la exagerada atención mediática de aquellos fastos en Roma. Quise interpretar que quizás los espectadores y lectores podían quedar fascinados por la belleza indudable de esas ceremonias en la majestuosa plaza de San Pedro, hipnotizados por los elegantes uniformes púrpura, rojos, blancos y negros de las sotanas, los birretes y las mitras. Y atribuí mi perplejidad ante ese seguimiento sobredimensionado a un cierto anticlericalismo atávico.

Pero he aquí que la última encuesta del Centro de Estudios de Opinión (CEO) indica que no soy el único catalán rarito que tiene poco o ningún interés por la elección del Papa y que lo comparto con una amplísima mayoría de conciudadanos. Según el estudio demoscópico de la Generalitat, el 72% pasa de la elección del nuevo Papa, mientras que el 26% tiene “mucho” o “bastante” interés. Y seis de cada diez personas no dan ningún valor a la opinión del Papa o no consideran importante lo que piense o deje de pensar.

Cuanto más jóvenes son los catalanes, menos interés muestran por lo que ha pasado en el Vaticano estos últimos meses, mientras que las personas que más importancia le han dado son las mujeres de más de 64 años, con un 44% (basta con ver quién ocupa los bancos de las iglesias habitualmente). Por simpatías de partido, los más “papistas” son los votantes del PP, Junts y PSC.

Cuando se pide a los encuestados que puntúen del 0 al 10 la relevancia que el Papa y el Vaticano tienen en la política internacional, el resultado es un suspenso alto, un 4,8. Y cae así otro viejo mito, el de la enorme influencia universal de la Iglesia católica, apostólica y romana, al menos para la opinión pública catalana. ¡Son otros tiempos!

Deseo una larga y fructífera vida a León XIII —quien, por cierto, prácticamente no ha abierto la boca desde que fue elegido en el cónclave—, pero espero que, si algún día deja este mundo, los medios de comunicación públicos, financiados con los impuestos de una mayoría clara de no creyentes, no caigan en el mismo papanatismo que ahora a raíz de la muerte de Francisco, quien, todo hay que decirlo, los catalanes de distintos colores ideológicos valoran con una nota media de 6,5 puntos en su pontificado.

Artículo original Paios

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