Nadie duda de la necesidad imperiosa de acelerar la transición energética. El reto de abordar la crisis climática aumenta cada día, y los objetivos de reducción de emisiones se hace más difícil por muchas razones y de diversa índole, ahora evidentemente aumentado por el negacionismo que campa en USA desde la llegada de Trump.
Para hacernos una idea la Agencia Internacional de la Energía pronostica que la demanda de estos minerales se cuadruplicará con creces para 2040, solo para su uso en tecnologías de energía limpia. En ese contexto de debate sobre la transición energética y digital emerge una paradoja importante: para descarbonizar el planeta hay que intensificar la minería. La electricidad “verde” no viene del cielo, ni los coches eléctricos se producen por generación espontánea.
Para el desarrollo de las renovables o la producción de productos claves en la transición digital ya sea en turbinas eólicas, baterías, paneles solares, micro chips, electrolizadores, o teléfonos móviles hay una larga cadena de extracción, refinado y transporte de metales críticos. Litio, cobalto, tierras raras, níquel, grafito, manganeso, tungsteno… una lista creciente que ya no solo interesa a los geólogos, sino especialmente a los diplomáticos, estrategas militares y reguladores financieros.
Estos aspectos crean un nuevo debate, no suficientemente extendido relativo al hecho de si no estamos delante de un nuevo momento histórico de un tipo de capitalismo extractivo, que puede crear nuevas desigualdades y desequilibrios geopolíticos. Es por eso que no se puede no relacionar las políticas energéticas y digitales de nuevos problemas geopolíticos y de nuevos fantasmas en situaciones de injusticia, que en algunos casos pueden llegar a parecer casi coloniales.
Sabemos que estas materias primas tienen una gran importancia económica estratégica y alto riesgo de suministro. No necesariamente son raros en términos geológicos, pero sí lo son en cuanto a su producción y acceso. Su relevancia ha crecido de forma exponencial por su papel central en tecnologías limpias.
Más del 85% del refinado mundial de tierras raras lo controla China, que también domina el grafito y buena parte del magnesio. El cobalto proviene en su mayoría de la República Democrática del Congo, bajo condiciones laborales y ambientales muy deficitarios. El litio se extrae sobre todo del triángulo andino (Chile, Argentina, Bolivia), aunque Australia y China lo procesan.
Europa importa más del 90% de sus metales críticos, mientras que Estados Unidos ha reactivado su diplomacia minera en África y América Latina. La guerra comercial entre EE.UU. y China, la invasión rusa de Ucrania y los bloqueos marítimos han elevado el riesgo de “choques críticos”, con potencial disruptivo para toda la cadena industrial.
Este nuevo extractivismo verde pone en tensión los discursos de sostenibilidad. La expansión minera en regiones del sur global reproduce antiguas lógicas coloniales: explotación intensiva de recursos, bajo valor añadido local, conflictos sociales, y escasa redistribución. Las comunidades indígenas del altiplano andino, las poblaciones de Katanga o los bosques de Indonesia lo han aprendido rápidamente.
Las corporaciones tecnológicas, desde Tesla a Apple, dependen de estos metales para sus productos, pero rara vez asumen responsabilidades por el origen. En nombre de la neutralidad climática, se corre el riesgo de legitimar un nuevo tipo de extractivismo digital y verde, con rostro limpio, pero manos sucias.
En 2023, la UE aprobó la Critical Raw Materials Act, con el objetivo de cubrir al menos el 10% de la extracción, el 40% del procesado y el 15% del reciclaje de materiales críticos dentro de su territorio para 2030. Pero esto choca con las resistencias sociales al resurgir minero en zonas como Galicia, Andalucía o el Macizo Central francés.
Además, el reciclaje industrial aún no alcanza escala suficiente: menos del 1% del litio y el cobalto se recupera hoy en Europa. La economía circular, si bien prometedora, no basta por sí sola. La autonomía estratégica abierta, como la ha denominado Bruselas, está aún muy lejos.
Quien controle los metales, controlará las tecnologías del futuro. China lo entendió hace dos décadas. Occidente reacciona tarde, entre escándalos, subsidios verdes y acuerdos con regímenes inestables. El club de países productores —Chile, Indonesia, Congo, incluso Bolivia— comienza a reclamar soberanía, regalías más altas y participación en la cadena de valor.
Mientras tanto, crece el temor a una nueva “OPEP de los metales”, con amenazas de nacionalización, cuotas de exportación o guerras comerciales larvadas. No es casual que EE.UU. haya incluido los metales críticos en su agenda de seguridad nacional y que la OTAN discuta la vulnerabilidad de las cadenas de suministro como un riesgo estratégico.
Los metales críticos están redibujando el mapa del poder global. Son la cara menos visible —y menos limpia— de la transición ecológica. La urgencia climática no puede justificar una nueva fiebre del oro, ni un neoextractivismo que repita viejos errores. Se requieren políticas industriales valientes, mecanismos de trazabilidad, acuerdos multilaterales justos y participación real de las comunidades afectadas. Quizá el verdadero “material” crítico no sea el litio o el cobalto, sino la voluntad política de hacer las cosas de otro modo en el que Europa podría tener un papel clave y de progreso, con un modelo justo y de cooperación con los productores de materias primas.


Catalunya Plural, 2024 