El 10 de agosto de 2025, un ataque aéreo israelí mató a Anas al-Sharif, corresponsal de Al Jazeera en Gaza, junto a varios de sus compañeros —Mohammed Qreiqeh, Ibrahim Zaher, Mohammed Noufal y Moamen Aliwa— y dos civiles, entre ellos su sobrino. El misil impactó contra una tienda utilizada como campamento de medios frente al Hospital Al-Shifa, uno de los últimos puntos desde los que todavía se podía informar al mundo sobre la masacre en curso. No fue un accidente. Fue un asesinato dirigido en el marco de un genocidio.

Anas al-Sharif tenía 28 años y era una de las últimas voces que seguían contando, día tras día, la devastación de Gaza. Su rostro y su voz se habían convertido en un símbolo de resistencia, en una referencia para millones de personas dentro y fuera de Palestina. En medio de la destrucción, informaba sobre hospitales colapsados, niños hambrientos, familias bajo los escombros. Ese trabajo, que desmentía la propaganda oficial israelí y ponía en evidencia la brutalidad de la ofensiva, era precisamente lo que lo convirtió en objetivo.

El gobierno de Benjamin Netanyahu justificó su muerte alegando que al-Sharif era “jefe de una célula terrorista de Hamás que se hacía pasar por periodista”, mostrando supuestos documentos como prueba. Ni una sola evidencia independiente ha respaldado esas acusaciones. Organizaciones como el Comité para la Protección de Periodistas han denunciado repetidamente el patrón israelí: matar a reporteros y después manchar su nombre con mentiras. El mensaje implícito es claro: cualquiera que documente el genocidio puede ser etiquetado como combatiente y eliminado.

Desde octubre de 2023, Israel ha asesinado a al menos 220 periodistas en Gaza. Cifra récord en la historia moderna, que por sí sola demuestra que no se trata de incidentes aislados, sino de una política sistemática de exterminio de testigos. Porque lo que se libra en Gaza no es solo una guerra: es un proceso metódico de aniquilación de un pueblo, acompañado de la destrucción de las voces que pueden narrarlo. El genocidio no solo se mide en cuerpos bajo los cascotes, sino también en la eliminación deliberada de quienes pueden dejar constancia.

Netanyahu repite ante cámaras que Israel “respeta la libertad de prensa” y que “nunca apunta a civiles”. Lo dice mientras ordena el bombardeo de hospitales, campamentos de refugiados y sedes de medios, y mientras sus ministros justifican la muerte de periodistas con acusaciones inventadas. Lo dice mientras bloquea la entrada de investigadores internacionales y mientras sus portavoces en redes sociales despliegan campañas de difamación contra las víctimas. Es el mismo guion que han seguido todos los arquitectos de crímenes masivos: negar, mentir, acusar a las víctimas y culpar al mensajero.

En Gaza, el funeral de Anas al-Sharif y sus compañeros fue multitudinario, un acto de duelo y de rabia colectiva. En Ramallah, Berlín, Londres y Túnez hubo protestas exigiendo justicia. Pero las condenas verbales y los llamamientos a “investigaciones independientes” suenan huecos cuando la comunidad internacional sigue tolerando que Israel bombardee a plena luz del día con total impunidad. Si se permite que el asesinato de periodistas se normalice, el genocidio tendrá vía libre para avanzar sin testigos.

Anas al-Sharif dijo en una de sus últimas crónicas que “mientras respiremos, contaremos lo que vemos”. Esa respiración, esa voz, fue deliberadamente interrumpida por un misil. Callarlo a él es un aviso a todos los demás: la verdad sobre Gaza no debe contarse. Por eso su nombre debe repetirse y su muerte debe señalarse como lo que es: un crimen de guerra dentro de un genocidio en curso. Porque lo que Netanyahu quiere enterrar bajo los escombros no es solo a un pueblo, sino también la memoria de lo que le ha hecho.

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