De vez en cuando una nueva tecnología irrumpe en el mundo y amenaza con ponerlo todo de patas arriba. Cuando eso ocurre, esa nueva tecnología es proyectada hacia el futuro con los materiales y sueños del presente. Si el contexto histórico en cuestión vive en unos tiempos de bonanza y la sensación subjetiva generalizada es de progreso, las ideas florecerán con un cierto optimismo para con el futuro, y las proyecciones se teñirán de verde utópico. Ese fue, grosso modoel espíritu del siglo XIX, cuando los socialistas creían que la erradicación de la pobreza estaba a la vuelta de la esquina, y que las grandes máquinas –especialmente la máquina a vapor y el ferrocarril– nos conducirían a un futuro de paz y armonía.

Si, por el contrario, el momento presente está hegemonizado por esa nube que coarta nuestras capacidades de imaginar un buen futuro en el que habitar, las visiones que prevalecerán serán las propias de un mundo distópico. Huelga decir que, desgraciadamente, nos hallamos en este segundo escenario. Mucho debe uno esforzarse para escapar de las angustiosas incertidumbres que se ciñen sobre nosotros: el calentamiento global, la deriva autoritaria de los Estados supuestamente liberales y la desigualdad económica creciente –por citar solamente algunos de ellos– siembran de miedos nuestras expectativas para el día de mañana.

Así que cuando llegó no hace ni dos primaveras la llamada inteligencia artificial de la compañía OpenAI –ChatGPT–, es bien comprensible que viniera acompañada de un temor que susurraba: “¿Qué pasará cuando la inteligencia artificial devenga una máquina consciente que siente y desea cómo lo hacemos nosotros?”. Lo que pasará —tendemos a decirnos para nuestros adentros—, ya lo sabemos: la máquina se rebelará contra nosotros como lo hicieron antes HAL 9000 o Skynet en Terminator, pues, ¿qué ser consciente y capaz decidiría obedecer una especie como la nuestra, cruel para con sus congéneres y destructiva hacia el planeta mismo que le da de comer?

Es verdad que la inteligencia artificial no carece de problemas y que sería de una peligrosa ingenuidad abrazarla desacomplejadamente. Las IA de última generación demandan grandes cantidades de energía y hacen acopio de un uso intensivo de agua, indispensable para su incesante funcionamiento. Según apunta un informe del Ministerio para la Transformación Digital y de la Función Pública de Transición, se estima que realizar una consulta a un modelo como ChatGPT requiere entre 6 y 10 veces más energía que una búsqueda web tradicional (0.3 Wh frente a 2.9 Wh por consulta). A nivel macro, la IA representa actualmente entre el 10% y el 20% del uso energético de los centros de datos, pero este porcentaje podría aumentar drásticamente, hasta un 70% en la próxima década? No es, por lo tanto, un problema menor.

Y el siguiente caso también debe preocuparnos. Tal y como afirmó el físico-matemático británico Freeman John Dyson cuando advirtió de que “toda tecnología potente, incluso si nace con fines pacíficos, puede acabar teniendo aplicaciones militares, especialmente si se vuelve estratégica”, no podemos ignorar que, efectivamente, será también así para la inteligencia artificial. Es una de esas verdades que tristemente hemos asumido como implícitas a toda nueva tecnología: si puede ser utilizada para matar, será utilizada para matar. Si puede ser utilizada para controlar a la población, así se hará. El mayor peligro de la inteligencia artificial es, como siempre, el uso que los hombres de poder y las industrias armamentísticas le puedan dar. La IA ya se utiliza de hecho en el frente de batalla para matar soldados rusos y ucranianos.

Pero hay algo todavía más importante que todo esto. Desde que salieron los primeros modelos de lenguaje de inteligencia artificial no pudimos evitar tratarlos en relación a nosotros mismos. La IA interroga nuestra propia existencia, nos sitúa ante el espejo y nos deja como preguntándonos: ¿Si es suficientemente inteligente como para “hablar” y “aprender”, no quiere decir eso que es consciente? ¿Y si es un ser consciente, no deberíamos tratarla como tal? ¿Y si es tan inteligente, no dejará un día de obedecernos…? Seguramente tú también hayas compartido algunas de esas dudas. Pero realmente no hace falta preocuparse.

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