Aunque parezca increíble ha llegado la hora de moverse por todos los ejes de estas semanas y adentrarnos en Vilapicina por su homónima calle. Será nuestra protagonista de hoy a modo introductorio, pues si la caminamos comprobaremos al instante determinadas premisas esenciales para comprenderla.

En primer lugar conviene fijarse en cómo su extensión original ahora se ve truncada por ciertas incomprensiones del presente. Si la tomamos de modo ideal deberíamos partir justo detrás del puente que enlaza Can Basté con el santuario, seguir por la calle de Pere d’Artés y continuar hasta alcanzarla en su recorrido actual. Si así lo hacemos habremos caminado su esencia, muy destruida por la contemporaneidad.

En este sentido no sólo hablamos del proseguimiento de Fabra i Puig; su ampliación más allá del eje antiguo de Vilapicina condicionó a partir de los años sesenta su calle central, llenándola de bloques en su fase de inicio, hasta entonces más bien una plétora de campos en sintonía con el predominio rural de los alrededores. La excepción a esta uniformidad de los inmuebles sólo se rompe en un pequeño trecho del conjunto.

La calle Vilapicina, entre bloques de pisos y villas antiguas. | Jordi Corominas

La llegada definitiva del urbanismo de Porcioles conllevó una serie de modificaciones de calado. A voz de pronto brotaron bloques de pisos por todas partes, sobre todo en el lado montaña, donde con anterioridad sólo destacaba la masía de Can Gaig. Esta finca rural tiene aspecto, a falta de profundizar en su historia nacida en el siglo XVII, de haber sido un pilar del barrio por su ubicación en el planisferio. Demolerla, en consonancia con esa ampliación de Fabra i Puig, comportó el surgimiento de la calle Teide, junto al de Das, uno de los conectores hacia la avenida hoy en día hegemónica, todos ellos con nombres montañeses, como si así se remarcara más la dureza de la orografía hacia el turó de la Peira y la urbanización de Román Sanahuja.

Antes de este instante los enlaces hacia arriba no tenían ni pies ni cabeza, al no existir barreras de ningún tipo. Los del lado mar de la calle de Vilapicina son de una lógica aplastante para acceder a la vieja estructura de esta barriada del Sant Andreu previo a las Agregaciones de 1897, como demuestran las calles de Santa Matilde y Arnau.

La calle de Vilapicina con el de Santa Matilde. | Jordi Corominas

El dedicado a la santa hilvana la calle de Vilapicina con la de Serrano y tiene otra misión en el juego de la forma interna, pues su tejido abre la puerta a Mare de Déu de les Neus. Esta vía, hasta 1929 llamada de Tárrega, es una paralela secundaria a nuestro objeto de estudio.

Según las fuentes, debió forjarse ya como guest star durante la segunda mitad del siglo XIX, y muchas de sus viviendas se benefician de las aguas de la riera d’Horta, como prueba la supervivencia de huertos en nuestro siglo. Mare de Déu de les Neus también se engarza con Arnau, así bautizada por Arnau Vidal, el hombre que en el muy lejano siglo XI cedió sus tierras a la Sede de Barcelona, así como la entonces iglesia de Vilapicina. Los ancianos del barrio ignoraban lo de Arnau porque amaban pasear por el pasaje de San Jerónimo, auténtico, de pueblo y sin imposiciones.

Confluencia de la calle Mare de Déu de Les Neus con la calle de Arnau. | Jordi Corominas

La calle de Vilapicina tiene otra particularidad. Muere cuando empieza la de Espiell, enfilada o en vuelo hacia Horta. En un mapa de 1929 se bautizó esta confluencia como plaza de San Jerónimo. A priori esta mutación nominal es algo extraña, pero si se aprecian las alineaciones deja de serlo, con el añadido de comprobar cómo la calle de Vilapicina no muere en esa conjunción, porque sigue en un viraje rarísimo para fenecer en la riera d’Horta, la calle de Cartellà, aficionada hasta no hace mucho a inundarse con relativa facilidad.

¿Cuál sería la causa? Quizá la respuesta está en una masía innominada que a finales de los ochenta se pensó en destinar a lugar de acogida para infantes. ¿Sería esta reliquia tan denostada un anexo de Can Gaig?

Podría ser. En toda la calle sólo resiste una hilera de casas con pinta de ser anteriores al al boom inmobiliario de los sesenta; estas supervivientes debieron reformarse justo hace un siglo, cuando asimismo debió cambiar el modo de habitarlas. Uno de sus edificios más notables nos desvela que hubo un cambió de numeración. Esa fachada, hermosa en su desgaste, alterna con elegancia el 59 y el 117.

La calle de Vilapicina, la masia también lo es, desde la calle de Espiell. | Jordi Corominas

Esta torrecita oculta un relato fascinante, otro guiño a la proverbial tranquilidad del entorno. Ella y todas sus vecinas quizá fueron la punta de lanza para trabajadores o responsables en el crecimiento de Can Gaig, al fin y al cabo el factor decisivo, porque sus propietarios tuvieron su papel a la hora de parcelar estos dominios, aunque, por ejemplo, con Mare de Déu de les Neus se apunta a una iniciativa de los herederos de Micaela Borràs de Peguera Casanovas, la viuda más generosa habida y por haber en la periferia de la ciudad condal.

Otra de las características obvias de la calle de Vilapicina se ha difuminado por el efecto estético y la velocidad del presente. Su forma obedece a la de lo caminos antiguos. Su dirección primordial es hacia Horta, aunque se cruza con Amílcar, arteria hacia las otras alturas y línea recta oscilante de peso en la senda hacia el Guinardó y los antaño campos de Sant Martí de Provençals.

En azul marino, la calle de Vilapicina; en azul oscuro, Fabra i Puig. Lila es la riera d’Horta; verde Amílcar; naranja, Mare de Déu de les Neus; rosa es Arnau, amarillo Santa Matilde y rojo, Serrano.

Los documentos periodísticos no se prodigan mucho con los dimes y diretes del carrer de Vilapicina. En los años sesenta y sesenta su paz atrajo a muchos malhechores de poca monta, felices a altas horas de la madrugada entre robos y quemas de coches para desgracia de los vecinos, quienes en una ocasión cifraron el montante del delito en más de un millón de pesetas.

En un día de cada día los peatones me miran de reojo por mi obsesión de fotografiar los ángulos de la calle para entenderla. En un mapa de 1903 se distingue otra apertura hacia el resto de Vilapicina, la tercera tras Santa Matilde y Arnau. Quizá era un error del delineante, algo típico con los márgenes, o desapareció cuando la plaça de Santa Eulàlia cobró su morfología actual. En cualquier caso mis cotejos no han sido en vano y sólo lamento no tener una máquina del tiempo para expresaros mejor todas mis percepciones, que de modo casi imperativo conducen mis pies a esa frágil fortaleza de casitas decimonónicas, donde en una de ellas, nuestra amada 59-117, dos médicos nos reciben para conferirnos esperanzas en pos de reconstruir las pequeñas vidas de esta minúscula maravilla tan aislada y silenciosa.

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