“El mundo rompe a los individuos y, a la mayoría, se les calcifica la fractura; pero a los que no quieren dejarse doblegar entonces, a estos, el mundo los mata. Mata indistintamente a los muy buenos, y a los muy tiernos y a los muy valientes. Si usted no se encuentra entre estos también le matará, pero en este caso tardará más tiempo”.
Adiós a las armas, Ernest Hemingway
Prefacio
Soy una de las catorce millones de personas nacidas entre finales de los cincuenta y primeros de los setenta que cambiaron la población de este país. Al acabar la Guerra Civil, la ciudadanía española era menguada y envejecida. Cuarenta años después, la transición del franquismo a la democracia se aceleró, en parte, por la influencia de la juventud en la sociedad del momento. El año 1985, más de la mitad de los habitantes del Estado teníamos menos de treinta años.
No pretendo con esto atribuir ningún protagonismo especial ni a mí ni a mis coetáneos. No fuimos concebidos para cambiar los designios políticos del país y no lo hicimos. Nuestros nacimientos apenas supusieron una leve esperanza para muchas familias que aspiraban a una vida un poco más feliz y con algunas de las comodidades de la sociedad de consumo que descubrían. Pero las cosas fueron como fueron y ahora, lejos ya de la vanguardia social y muchos en el umbral de la jubilación, la generación llamada del baby boom es la que sostiene la depauperada bolsa que paga las pensiones.
Entre un punto y otro nos han pasado muchas cosas, algunas buenas, otras no tanto, hasta hoy mismo, que un virus devastador combinado con el desmantelamiento que ha sufrido la sanidad pública en los últimos años, ha puesto cerca del precipicio, y sin posibilidad de echarse para atrás, a todos nosotros como colectivo generacional, y al mundo que, a lo largo de nuestra vida, hemos conocido y contribuido a construir. Hemos llegado al momento del fundido a negro.
De nosotros no se esperaba nada
…


