Ojalá existiera la “historia poética” del mismo modo que muchos claman por una “justicia poética”. Si así fuera, el ministro de Sanidad, Salvador Illa, habría venido a este valle de lágrimas a cerrar el círculo que abrió don Estanislau Figueras en 1873, cuando, siendo presidente del Poder Ejecutivo de la primera república española, espetó a su gobierno reunido en consejo de ministros: “Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!”.

Illa, hombre prudente y discreto, no pretende, por fortuna, cumplir con semejante papel. Simplemente no cree en la antipatía como virtud política e incluso electoral. El nuestro es un país en el que nos choteamos de los americanos porque en sus campañas electorales se dedican a besar niños, como si los españoles –pueblo afable y acogedor donde los haya— fuéramos partidarios de abofetear a la chiquillería en cada contienda electoral, cuando somos uno de los países del mundo donde más mimados están los pequeños. Mucho ruido y pocas nueces, solamente las necesarias para que hierva el cocido de unas derechas que un día descubrieron que fomentar el mal rollo era una forma de hacer política que les beneficiaba.

El buen rollo de Illa es natural: sale en la radio llamando a obedecer las propuestas del Govern catalán en lugar de decir, como salta a la vista, que son un pingo; ofrece toda la ayuda necesaria de su ministerio a quien la necesite (aunque el destinatario niegue la evidente necesidad); responde a la política bulldog de las derechas con litros de tila en vena: es la aplicación práctica de lo que José Luis Rodríguez Zapatero llamaba “talante” y otros consideran simplemente buena educación y comportamiento responsable. Las buenas maneras de Salvador Illa aparecen como paliativo de una concepción bronquista de la política que va más allá de las derechas identificadas como tales, aunque sean estas las que articularon la promoción de la crispación social como estrategia de consecución de la hegemonía política.

La crispación polariza a los votantes en dos bandos, convierte a los partidarios de uno de ellos en activistas porque les confiere un rol que desempeñar y aleja e incluso expulsa del voto a los moderados de una u otra tendencia, a quienes repele la bronca a causa de su actitud tranquila y se refugian en la abstención como testimonio de decencia. Con ello, las urnas acaban cayendo en poder de la hegemonía ultra, capaz de decantar las tendencias derechistas hacia sus fines.

La crispación se sostiene, ciertamente, sobre un poso de amargura que ha devenido tradicional a causa de décadas de imposición reaccionaria

La crispación se sostiene, ciertamente, sobre un poso de amargura que ha devenido tradicional a causa de décadas de imposición reaccionaria, pero progresa cuando los bien entrenados activistas se empeñan en identificar y hurgar en cualquier herida que haya podido abrirse en el cuerpo social. Son los “empeoradores”, en afortunada expresión de Raimon Obiols, a los cuales los “mejoradores” (otro hallazgo semántico del dirigente socialista catalán) deben oponer su capacidad inteligente de disipar esa bronca que tiene por objeto la neutralización política democrática de los votantes y que comenzó un mal día con aquel “¡váyase, señor González!”.

Parece como si el jarabe del doctor Illa hubiese sido administrado por el Gobierno español desde una perspectiva institucional y simbólica en el momento que alguien tuvo la feliz idea de organizar y llevar a cabo el acto de homenaje a las víctimas de la Covid, realizada con espíritu laico y sensatez ceremonial. El lenitivo parece haber hecho cierto efecto, tanto por su aparente buena acogida entre quienes no caminan enfurecidos por defecto, como por el impulso de una consigna por la que se afirma que la ceremonia estaba inspirada en la ritualidad masónica

Esto es una falsedad y exhibición de ignorancia tanto más manifiesta cuando hoy día los ritos masónicos no sólo están publicados por miles en internet, sino que se encuentran, editados y disponibles, en la sección de librería de El Corte Inglés. Si el tradicional pensamiento reaccionario español se rebota de tal modo es que no sólo se pica quien ajos come, sino quien identifica correctamente acciones reflexionadas que caminan en sentido contrario al que uno desea empujar al personal, por la cuenta que le trae.

Salvador Illa calla, pero no otorga, no se inmuta ante la insensatez y no se deja impresionar por la mala voluntad. El hombre tranquilo de Sanidad no es un Jacques Tati sino un tirador de precisión a larga distancia, un sniper de pulso templado, camuflado tras un traje gris, expresión de dependiente de tienda de tejidos y gafas de pasta al estilo de Buddy Holly. Illa es en realidad la venganza dirigida por los Hados, entre otros a quienes se contorsionaron para evitar que Miquel Iceta fuera presidente del Senado, como si se hubiera producido una vuelta de tuerca de una hipotética justicia histórica poética, siguiendo con nuestro pseudoargumento irónico.

Uno va siguiendo las miguitas de pan que este gigantesco Pulgarcito de la política va sembrando por el bosque para no perder el camino y observa su efecto tranquilizante y desvelador de la impostura de la bronca como estrategia política. Y piensa que hace falta un archipiélago de Illas para ir devolviendo, con aquella calma, a las personas al camino de la sensatez y alejarlas de los empeoradores que sirven, por decirlo con otra palabreja inventada, a los catastrofizadores de más acá y de más allá del Ebro.

Sólo con pensar que a alguien con tanto temple como él se le ocurriera ponerle al frente de una candidatura de izquierda progresista (no es redundancia) a la presidencia de la Generalitat se me abren las carnes.

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