El domingo 24 de marzo de 2024 Argentina conmemoraba el Día de la Memoria por la Verdad y la Justicia, un día festivo inamovible que recuerda el aniversario de la última dictadura militar, que gobernó el país entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983, tras derrocar a la entonces presidenta de Argentina, María Estela Martínez de Perón. La conocida popularmente como Isabel Perón, asumió el cargo el 1 de julio de 1974 tras la muerte del presidente electo Juan Domingo Perón (1895-1974), convertida en la primera mujer presidenta de su país y la primera mujer en el mundo en ocupar la jefatura de Estado y gobierno de un país republicano con un sistema presidencial.
Tras el golpe, la Junta Militar golpista comenzó el autodenominado «Proceso de Reorganización Nacional», marcado por las arbitrariedades cometidas, llevando a cabo múltiples delitos de lesa humanidad, como secuestros, torturas, asesinatos y desapariciones, amparados en la suspensión de la Constitución Nacional como respuesta a la conflictividad social en la que estaba inmerso el país, en el marco de una fuerte crisis económica. La irrupción de una débil democracia permitió celebrar en 1985 el primer juicio civil a nivel internacional contra una Junta Militar golpista, consiguiendo mostrar a la sociedad argentina y al mundo una parte de las atrocidades realizadas.

La multipremiada película Argentina, 1985 (2022), dirigida por Santiago Mitre, muestra el trabajo del fiscal Julio César Strassera (1933-2015) y su equipo en dicho juicio, que consiguió condenar a la Junta Militar, aunque no a todos los acusados ni con la misma intensidad, y no sin amenazas y un sinfín de obstáculos, además de premura en el tiempo otorgado. Al final de la película se indica que hubo hasta la fecha más de 1000 juicios de lesa humanidad y que muchos de ellos todavía están pendientes, dato que sirve como muestra de la dificultad de cerrar las cicatrices abiertas en una de las etapas más oscuras de la historia del país.
Aunque, viendo las noticias de actualidad, parece que el clima político no es el más esperanzador. El Gobierno de Javier Milei ha aprovechado la fecha del Día de la Memoria en 2024, en el cuadragésimo octavo aniversario del golpe, para negar oficialmente la cifra de los 30.000 desaparecidos durante la dictadura militar, emitiendo un comunicado en el que un exguerrillero afirmaba que se había inventado el número, ante la perspectiva de lo que podía ser, según sus palabras, un «gran negocio». De acuerdo con este nuevo relato, difundido por el Gobierno de Milei, esto «fortaleció el odio y empezó a oscurecer la verdadera historia». La propia vicepresidenta Victoria Villarruel afirmaba en su cuenta de la red social X que «los derechos humanos son para todos. La Memoria también. Verdad, Justicia y Reparación para las víctimas del terrorismo. Los responsables de estos crímenes no pueden quedar impunes. No fueron 30.000».

Los ciudadanos vivimos inmersos en una época en la que tenemos dificultad para discernir qué es verdad y qué no lo es, teniendo en cuenta cómo se comportan los políticos, los jueces y los medios de comunicación, estos presuntamente y, aparentemente, más comprometidos, salvo excepciones, como altavoces al mejor postor a la espera de su particular recompensa. Esos 30.000 desaparecidos tienen nombre y apellidos. Muchas veces, lo que nos queda es, justamente, escuchar a otros ciudadanos, escuchar sus experiencias personales, como los desgarradores testimonios que aparecían en la película citada. Y, también, de los que no aparecían en Argentina, 1985, aunque sí en el juicio real, como fue el caso de Pablo Díaz, el único superviviente de los siete estudiantes detenidos en la ciudad de La Plata en septiembre de 1976 que fueron secuestrados, torturados y asesinados (de hecho, desaparecidos). Su testimonio sirvió para recrear la historia de los jóvenes en la película La noche de los lápices (1986), dirigida por Héctor Olivera, estrenada en Argentina el 4 de septiembre de 1986, apenas un año después de la sentencia a la Junta Militar y una década después de que sucedieran los hechos.
Con la intención de mostrar los movimientos sociales en los setenta en Argentina, e intentar comprender por qué se llega a un proceso revolucionario y por qué la gente lo deja todo para tratar de cambiar la sociedad, el ilustrador Agustín Comotto ha escrito y dibujado la novela gráfica Stein (Piedra) (2024), publicado por la editorial Nórdica Libros. Comotto es hijo de Aldo Comotto (1938-1993), abogado laboralista y activista cercano a la conocida como «Corriente Sindical de la Izquierda», y que, como muchos otros, tuvo que exiliarse a finales de la década de los setenta, recalando finalmente en Madrid con su mujer y sus tres hijos, Natalia, Baltasar y el joven Agustín, que en 1978 tenía diez años. Ese año, los tres niños jugaban con una de las series que triunfaba en España entre marzo y septiembre de ese año, el mítico anime protagonizado por Mazinger Z y su compañera Afrodita, y lo hacían mientras en el salón de su casa en la calle de Valle Inclán, en el barrio de Aluche, se reunían de forma clandestina exiliados argentinos.

Una de las personas asiduas a esas reuniones era Andrea Benites-Dumont, conocida como «La Turca», se entiende que por sus rasgos heredados de sus ancestros (en la novela gráfica se cita a su madre que califica al abuelo de la Turca como «un moro judío nacido en la colonia francesa de Casablanca», y del que ya se vislumbraba una inquietud social que seguro heredó la nieta: «en el campo había mucha injusticia y a él lo sublevaba, él hizo cosas contra eso, trató de educar peones, que supieran cosas…»). Y Agustín Comotto decidió que la protagonista de lo que quería explicar no sería su padre o su familia, sino Andrea, que desde hace años vive en el barrio de Carabanchel en Madrid, comprometida con los movimientos sociales y sin olvidar sus orígenes.
La familia de Aldo Comotto vivió en Aluche entre 1976 y 1982. Agustín recuerda a Andrea de forma encomiable: «De niño Andrea me daba miedo. Alguien fumando, de convicciones firmes, siempre dispuesta a abrir polémica. Retórica tenaz sobre variaciones de la lucha. Discusiones eternas con compañeros de exilio y, también, con los compañeros eternos». Muchos de esos compañeros desaparecieron en 1976 con el golpe de estado, asesinados por los milicos. Ella misma fue detenida y torturada y pudo exiliarse cuando tuvo la oportunidad. De hecho ya había estado detenida con anterioridad, la novela gráfica comienza el 22 de diciembre de 1969, con ella en la cárcel de Buenos Aires, momentos antes que el dictador Juan Carlos Onganía (1914-1995), presidente de facto del país entre 1966 y 1970, le firmara una amnistía que le permitió salir de la cárcel. Y no lo hizo por temas políticos (la habían detenido por participar en una manifestación cuando era estudiante de derecho en la universidad), sino por la proximidad a la Navidad, en consonancia con «la buena disposición cristiana del presidente Onganía» (sí, tal cual, parece una característica habitual de este tipo de perfiles «fachos», como dirían por aquellos lares).

Andrea Benites-Dumont es una superviviente de los centros clandestinos de detención y tortura de la dictadura argentina cuando fue secuestrada el 3 de abril de 1976, donde fue torturada y a la que, cruelmente, se le simuló un fusilamiento para ser puesta en libertad después de un tiempo cautiva, con la intención de que transmitiera el horror vivido, en el marco de un maquiavélico plan represor de que algunos pudieran informar de lo que te podría pasar si no seguías la consigna oficial. Fue reconocida como refugiada en el estado español tras su exilio con dos niñas pequeñas de menos de dos años, país donde ha continuado su activismo en diferentes áreas como periodista, ponente o investigadora. Es autora del libro Andares y Venires (2018), publicado por la Confederación Sindical Solidaridad Obrera, que recoge diversos artículos publicados desde 1995 en diferentes medios y tratando no solo sobre el exilio y la diáspora, sino sobre la injusticia en diferentes contextos y países y siempre desde una perspectiva feminista.
La Turca es la protagonista de la novela gráfica de Comotto, aunque no es la única. A través de la trama narrada, al despacho de abogados en el que colaboraba la joven Andrea aparece el personaje de Mijail Stein, un judío originario de una pequeña población cercana a Kiev en Ucrania, y, mediante varias analepsis, se introducen sus vivencias personales cuando este conoce a Trotski (1879-1940) y acaba abandonando a su familia para incorporarse a las tropas bolcheviques, participando en la guerra civil a la que había sido ajeno hasta entonces desde su apartado pueblo. A lo largo del relato veremos su evolución personal en paralelo con las vicisitudes de la revolución soviética, como miembro de la Guardia Roja en primera instancia y cómo tuvo que renegar de Trotski para asegurar su supervivencia, sin perder de vista los ideales por los que había decidido sumarse a la revolución.

«Stein me está cambiando. De alguna manera, la historia de este anciano, sus motivos, me hacen pensar que hay que hacer algo más que reuniones tabicadas… En la universidad, por ejemplo, cuando nos reunimos con los de JURE (Juventud Universitaria Rebelde, una coordinadora de diferentes agrupaciones políticas universitarias), nos perdemos en problemas mínimos, internos. Por el contrario, la dictadura y el estado tienen claro hacia dónde van», afirma la joven Andrea en una de las páginas de la novela gráfica. «El capitalismo se ha adaptado a los nuevos tiempos, pero en versión más cruel. Tenemos que enfrentarlo de manera diferente… Para parar a los fascistas hay que unirse, las mujeres tenemos que estar al frente de todo, en las asambleas, en los boicots, en todas partes», sentencia la Turca.
Stein significa «piedra» en alemán, y es un apellido adoptado por Mijail tras su experiencia en la Segunda Guerra Mundial y su lucha contra los nazis, y su paso por un campo de concentración de prisioneros. «Una piedra que siente y sufre, … una piedra fuerte para resistir y recordar» nos dicen los personajes, Mijail y Andrea, como símbolos de los que lucharon por cambiar el mundo y tuvieron que pagar terribles consecuencias. Ellos y su entorno, especialmente los niños que como Agustín fueron activistas sin saberlo: «Esas decisiones, que no fueron las mías, marcan mi vida para siempre. Mi origen es eso que les pasó a ustedes, que cambió mi arraigo por fantasmas».
Los padres de Agustín Comotto tuvieron que escapar de Buenos Aires con documentación falsa y por separado para encontrarse de nuevo en Uruguay, pasar a Brasil y, desde allí, poder viajar definitivamente a Madrid donde esperaron a sus tres hijos que viajaron solos en avión desde Argentina tiempo después. Cuando llegaron los niños a su nueva residencia en Aluche, tuvieron que esperar en la calle unos minutos a que acabara una reunión del Comité del Ejército Revolucionario del Pueblo que estaban discutiendo en el comedor una estrategia de lucha desde el exilio. Esa era la normalidad de una generación con ideales revolucionarios que sufrieron en su propia piel las consecuencias de la dictadura, que pagaron con su vida en el peor de los casos o con la represión o el exilio durante años. Y leyendo a Agustín Comotto o a Andrea Benites-Dumont y viendo las noticias no parece que ya no necesitemos esos ideales ni a ese tipo de personas, más bien al contrario.



