A raíz del asesinato de Charlie Kirk la semana pasada se están multiplicando las soflamas que utilizan su nombre como arma arrojadiza (otra más) dentro del tablero político.
En primera instancia, sobre Kirk se dijo lo que quizás nos parezca más obvio y sobre lo que es fácil encontrar consenso: ninguna persona debería ser nunca asesinada por sus ideas políticas. Al fin y al cabo, la vida es el sustrato último en el que nos asentamos y, más que quitarle algo, acabar con la vida de alguien significa directamente acabar con él1.
No obstante, desde este primer punto se ha pretendido ir mucho más allá. En clave nacional, tuvimos las declaraciones de Nuñez Feijóo, por ejemplo, que dijo que “a aquél que minimiza el asesinato de una persona por su ideología, le digo: el ultra eres tú, y no la persona que ha caído asesinada”. La segunda parte de la sentencia es la que es realmente problemática. Podemos discutir sobre si la categoría ultra es la que más se ajusta a la violencia política del asesinato, pero lo que no es de recibo es el velado proceso de martirización por el cual alguien deja ser ultra por el hecho de ser asesinado. Que el asesinato sea algo absolutamente condenable no hace de la persona asesinada mejor o peor persona, más o menos ultra. Lo que la define como tal son sus palabras y acciones en vida.
En clave nacional, el asesinato de Kirk se ha solapado y entremezclado con los incidentes del boicot a La Vuelta Ciclista a España. En principio, estos dos eventos no guardan ninguna relación entre sí, pero ambos han servido para reflexionar sobre qué es y qué no es violencia y, sobre todo, cuál es la violencia que realmente acaba importándonos y ofendiéndonos.
En ambos casos, se observa una disgregación absoluta entre dos ámbitos: se habla de la violencia de los manifestantes que boicotearon La Vuelta dejando en un segundo plano la violencia genocida por la que precisamente protestan, mientras que en el caso de Charlie Kirk se abomina el asesinato de una persona a la vez que se minusvalora la violencia que apadrinaba con sus discursos racistas, tránsfobos o de negación del genocidio.
Y aunque no debería ser necesario, no está de más insistir en lo que en principio debería ser obvio: no, no está bien asesinar a nadie, tenga las ideas que tenga. No obstante, por muy claro que tengamos esto, el paso siguiente, esto es, la desvinculación total entre las palabras y las acciones es una absoluta ingenuidad.
El discurso nazi se fue macerando y madurando a través de su replicación y ampliación constante desde los primeros días de gobierno. Las palabras tenían como objetivo transformar a la sociedad, predisponerla a soportar un horror que fue creciendo día a día. El antisemitismo estaba presente desde el primer momento, pero el castigo colectivo y la crueldad del mismo fue in crescendo conforme iba avanzando el proceso de deshumanización que llevó desde la segregación y la confiscación de negocios al exterminio en masa. Este fue un proceso paulatino y que requirió tiempo.
De igual forma, cualquier discurso que trivializa determinadas situaciones, que ampara formas de violencia, que incide e insiste en prejuicios raciales o de género, que legitima la ocupación o el dominio, etc, no es neutro, porque todos ellos impactan en la forma de ver el mundo. En sentido estricto, transforma a las personas a las que consigue llegar y, a la larga, tiene efectos materiales sobre sus vidas.
Por lo tanto, esa visión pseudo-metafísica de la compartimentación de las esferas, como si pudiéramos separar nítidamente a las palabras de las personas que las pronuncian no solo es ingenua, sino peligrosa. Lo es en la medida en la que se ignora que, a menudo, las palabras pueden servir para transformar, por ejemplo, a las personas en cosas y, por lo tanto, no tienen un poder menor.
No, insisto, por supuesto que nadie debería ser asesinado por sus ideas políticas, como lo fue Charlie Kirk. Pero no, no finjamos que las ideas son inocuas, no limpiemos una imagen solo por su triste final, pues la radicalidad y virulencia de un pensamiento se define en vida y no por su muerte. Es precisamente por lo abominable que nos parece que alguien sea asesinado por sus ideas, y porque nos gustaría evitar que esto suceda, por lo que no hemos de minusvalorar nunca el poder de las ideas.
¿Qué es violencia? Esta podría ser, de nuevo, una gran pregunta. Al fin y al cabo, no podemos negar que algunas violencias parecen importarnos más que otras, pues de algunas de ellas tenemos nombres y apellidos, de otras apenas tenemos números. Por desgracia, si nos preocupan más unos empujones o que unos ciclistas no puedan acabar su carrera (o que los niños que contemplan La Vuelta lloren…) que el hecho de que miles de niños sean masacrados, tenemos un gran problema.
Si asimilamos toda forma de desobediencia civil como una forma de violencia que anula la legitimidad de la protesta por sus formas, entonces se propicia que el status quo se mantenga, que las dinámicas de violencia por las que se lucha acabar sigan su inercia destructiva. Si entendemos que cualquier intervención es una forma de violencia que es condenable de forma absoluta sin atender a ningún matiz ni detalle, al final solo será condenada la violencia que definimos como tal, que es la de nueva creación, es decir, la respuesta a lo que ya estaba sucediendo. Porque sí, la que ya estaba sucediendo: esa la damos por sentada, necesaria y asumible.
1 A decir verdad, este punto puede resultar controvertido desde diferentes perspectivas que considerarían que su obra, su mensaje, su descendencia o cualesquiera otros elementos, al ser elementos que prevalecen, siguen siendo una extensión de la persona y que, por lo tanto, no se acaba nunca del todo con alguien por mucho que muera. No obstante, este tipo de disquisiciones filosóficas quizás no sean necesarias ahora para comprender lo que se procura transmitir.


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