Todo lo que no hablamos mientras hablamos de los jóvenes y la extrema derecha (II)

Como argumentamos hace unos días en este artículo, la relativa derechización de los jóvenes podría obedecer a problemas de fondo, muchos de los cuales tienen que ver con la gestión que está haciendo la izquierda de los cambios de época. Creemos que esta tendencia relativa entre los jóvenes, a menudo exagerada por la dictadura del clickbait y ciertos pánicos morales de nuestra sociedad, no solo merece atención, sino que debería obligarnos, a las izquierdas, a mejorar tanto nuestros discursos como la forma de relacionarnos con el mundo y, por supuesto, de intervenir.

La ola reaccionaria que estamos viviendo no es solo atribuible a la tendencia coyuntural de parte de una generación concreta. Sin embargo, sería un error naturalizarla en virtud de una ley pendular de la historia según la cual, después de un auge progresista vendría un reflujo conservador, o aceptarla como respuesta inevitable a los avances del feminismo, el ecologismo y otros movimientos emancipadores. Si algo no tenemos las generaciones actuales es el privilegio del tiempo; hay enormes transformaciones socioeconómicas que en una década ya no estaremos a tiempo de emprender. Por eso, la izquierda no puede permitirse el lujo de no hacerse cargo de la época; es necesario que haga lo posible para hacerla virar hacia la ruptura con el sistema capitalista.

Como decíamos, uno de los factores que está distanciando a parte de los jóvenes de las ideas y los valores de la izquierda es la cooptación de nuestros imaginarios por parte del statu quo. Si, hoy, el poder habla el lenguaje de la igualdad y la sostenibilidad, quienes realmente creemos en estos ideales y queremos adoptarlos hasta sus últimas consecuencias estamos obligados a diferenciarnos. No podemos considerarnos ecologistas tan solo por ponernos placas solares en casa; para serlo, es necesario reivindicar que la acumulación de capital choca con los límites de nuestro planeta y que la justicia social debe ser inseparable de cualquier transición. No podemos permitir que un feminismo ciego a las desigualdades de clase, raza u origen y que ve a los hombres como enemigos naturales se confunda con nuestra propuesta de un feminismo para el 99%. En definitiva, se trata de demostrar que, lejos de ser el statu quo, nuestra causa confronta y que, a diferencia de la aparente rebelión de la extrema derecha, es la única que puede resolver los malestares de nuestra época garantizando una sociedad justa en un planeta habitable.

Y al hacerlo, debemos evitar caer en moralismos. La práctica militante no consiste en exigir pureza desde atalayas presuntamente impecables, sino en trabajar codo con codo para convencer, empatizar con los malestares para politizarlos y construir espacios colectivos seguros para navegar errores e incertidumbres. No dejar a nadie atrás implica que cualquier persona oprimida debe poder formar parte de nuestras filas —y de hecho, debemos aspirar a que así sea—: un hombre que siente la presión para hacer que su familia llegue a fin de mes, debe sentirse parte del feminismo; una persona de clase trabajadora no puede verse confrontada con el ecologismo; un adolescente de dieciséis años sin ánimo para levantarse por la mañana debe convencerse de que la salida a sus angustias es colectiva.

Creo que todo esto que digo suena bastante evidente, pero no me parece que sea lo más coherente con nuestras prácticas actuales. La pérdida del control sobre nuestros símbolos y el repliegue identitario frente a la incapacidad de cambiar el mundo creo que nos conducen a estrategias que muestran una izquierda más antipática que ilusionante. En el fondo, tengo la impresión de que la fijación con los jóvenes cuando hablamos de la extrema derecha responde a la renuncia a conquistar el poder para conseguir cambios estructurales. Cuando eludimos cambiar la realidad, buscamos refugio en el abordaje de cuestiones como la derechización de los jóvenes, que conducen, principalmente, a un plano moral. Cuando dejamos de creer en los universalismos, salvamos nuestra alma con individualismo identitario.

Una premisa fundamental del socialismo es que, para transformar el mundo, es necesario entenderlo. El mundo endemoniadamente complejo que nos toca transformar no da esperanza en el futuro. Los jóvenes, tema central de estas reflexiones, son los principales perjudicados por esa perspectiva. Conquistarlos a ellos, así como a todas las personas oprimidas por el sistema, pasa por recuperar una idea de progreso. Y no un progreso entendido como impulso natural de la historia, sino como fruto de la lucha codo con codo de los oprimidos del mundo. Urge volver a creer en esta posibilidad, la de una historia escrita por los pueblos, la de una historia de una vida mejor en un mundo radicalmente diferente.