¿Qué sucedería si fuéramos inmortales? Probablemente, esta es una pregunta que la mayoría nos hemos hecho alguna vez, aunque muchas veces sin ahondar mucho en la cuestión. Aún si esto no ha sido así, ciertamente la literatura y el cine nos han ayudado a pensar en diferentes escenarios posibles.
En este sentido, el libro de otro lugar aborda algunas cuestiones habituales al respecto: el tedio, la falta de sorpresa, el cansancio y el hartazgo de mantenerse vivo indefinidamente, etc.
Sin embargo, más allá de las más fundamentales y comunes cuestiones existenciales, también germinan en el libro reflexiones a propósito de, por ejemplo, lo problemático de nuestra noción de progreso: ¿hasta qué punto nuestras metas nos son propias y no son apenas un accidente que, tal vez, esté condenado a repetirse cíclicamente? ¿La repetición resta gloria a la supuesta innovación? ¿Tiene sentido entender la singularidad en términos de aquello que es irrepetible e irreplicable?
Aún con más ahínco, la novela de Reeves y Miéville nos narra la omnipresencia de la muerte y la lógica de dominación en los seres humanos. En su combinación, estas dos variables llevan al texto a sugerir críticas veladas al transhumanismo (con su voluntad de controlar la vida y todas sus variables, sometiendo a quién y lo que haga falta en todo momento) y algunas críticas mucho más evidentes y directas a la psicología positiva, por ejemplo.
Del rechazo a los mantras ideológicos mencionados se deriva un pensamiento sutilmente antibelicista y en contra de la depredación sin fin: “¿Conoces el dicho “vivir bien es la mejor venganza”? Deberíamos construir comunidades que se comprometan con esa idea, así se gana. No con una guerra. No buscando batallas que no puedes ganar”.
Pero si hay algún pensamiento prolífico en el libro de otro lugar es el de una apuesta por una noción fuerte de comunidad. Es a través de los demás que podemos llegar a aprender, a sorprendernos, incluso a contrarrestar la enorme diferencia que supone confrontar un lapso de vida tan breve como el promedio humano con la de un ser que lleva en la Tierra más de 80 milenios.
Y ante todo esto cabe preguntar si acaso el recelo, a veces condescendiente, que muchas veces presenta cierta ciencia-ficción no es sino un rechazo a que sus escenarios inverosímiles se vuelvan realidad en algún sentido. Es decir, es innegable que muchas obras de Ciencia Ficción han gozado del favor del público e incluso de la crítica. Star Wars, Star Trek, Alien, etc. Unas cuantas sagas con millones de seguidores alrededor del mundo y otros tantos millones de dólares en recaudación. ¿Pero hasta que punto su éxito no suele pasar por el hecho de que los gocemos como un más o menos buen espectáculo estético pero que carece de profundidad o relación de ningún tipo con nuestro mundo? De hecho, ¿debemos abordar la estética como algo vacío? Mi sugerencia es que obviamente no. La estética de la colonización interespacial, de los alienígenas o, como en el caso que nos atañe, de los personajes con características habitualmente atribuidas a la divinidad puede y debe llevarnos un paso más allá del entretenimiento palomitero (sin desdeñar esta función, loable donde las haya). Hay reflexiones políticas evidentes que se pueden extraer de las sagas anteriormente mencionadas. Y las hay en el libro de otro lugar. Es por ello que no cabe sino que me reafirme: tal vez, el planteamiento de Miéville y Reeves pueda ser el de pensar en el libro de otro lugar posible.



