Como hemos visto a lo largo de los últimos artículos parte superior del passeig de Sant Joan está repleta de elementos interesantes. Más allá de sus estatuas también hay una serie de viviendas destacables. La mayoría están concentradas cerca del chaflán con el carrer Provença, donde resulta normal ver colas de personas a la espera de sacar dinero de uno de los pocos cajeros supervivientes de una entidad bancaria, ajenos por completo a las transformaciones del espacio a lo largo del último medio siglo.
La primera, y significativa por su fealdad, concierne al bloque de pisos ubicado donde antes se hallaba la clínica del Doctor Puigvert, sita en la actualidad en el carrer Cartagena, cerca del Hospital de Sant Pau. El actual inmueble, con sus horribles balcones de estética harto tremendista, fue testigo de las cargas policiales de la famosa manifestación de febrero de 1976 para lograr la amnistía, encontronazos retratados a la perfección por la cámara de Manel Armengol.
Antes de cruzar hacia el último tramo de este sector de la avenida localizamos una de esas pequeñas fuentes circulares, grandes olvidadas del recinto pese a abundar en el mismo. Merecerían más consideración, pero uno tiende a pensar en negativo sobre los hábitos paseantes del ciudadano, empecinado con su teléfono y obcecado en mirar hacia el horizonte sin contemplar detalles ni alturas. Por eso mismo es bien probable que pierda la opción de contemplar la casa Antoni Gibert, conocida en mi imaginario como la de los huevos por la culminación de su fachada, con dos formas esferoides similares hasta cierto punto con los de la plaza de toros Monumental e incluso con las del Museo Dalí de Figueres.
Un buen día, lo cuento para clarificar el concepto, un amigo me invitó al interior de la casa Burés, en la esquina de Girona con Ausias March. Iniciamos el recorrido por arriba y analizamos una absurda coronación triangular de cerámica. Me contó que en el lenguaje arquitectónico se las denomina Vanity top, y con eso sobraron las explicaciones, máxime cuando abrió su puerta y procedió a narrarme su uso, consistente en ser una especie de cuarto para los utensilios de la señora de la limpieza.
Así pues los huevos de la casa Gibert son pura decoración para llamar la atención y dar lustre a la fachada, puro mecanismo de nuevo rico, el arquetipo del residente de los primeros años del Eixample. Esto, he pasado demasiadas veces por delante, me hizo pensar en una vivienda de rambla Catalunya con Mallorca, la Francesc Farreras, con tejado piramidal sobresaliendo del terrado. Llegados a estas deducciones no resultó difícil encajar piezas, sobre todo porque ambas creaciones comparten soluciones constructivas, como la doble tribuna lateral con pilastras al lado para potenciar la verticalidad.
En efecto su autor lleva el mismo nombre. Se trata de José Pérez Terraza, uno de esos grandes anónimos del Modernismo. Nació en Mérida en 1852 y se trasladó con su familia a Barcelona, donde con veinte años se sacó el título de maestro de obras. Su dilatada trayectoria constituye hoy en día una tentación de jugar a encontrar su firma en casi todos los barrios barceloneses por su buen hacer y capacidad ecléctica. Murió en 1906 de una bronconeumonía, quedándose sin las mieles del triunfo, pues al cabo de pocos meses se le concedió un premio póstumo por su labor en la casa Enric Llorenç de Grau, en Enric Granados con Còrsega, mutilada por el Porciolismo en su parte superior.
La protagonista de hoy fue una de sus últimas entregas. Está datada en 1905 y se complementa con otra del mismo propietario, mucho más modesta y sólo apreciable por la sinuosidad de su cima, con los obvios motivos florales propios de la época. En cambio la casa Gibert demuestra a un hombre con un molde en la cabeza, algo recurrente en muchos artistas contemporáneos, pertinaces en repetir lo mismo con alguna variante para no ser acusados de redundancia.
Al lado, adyacente al Palau Macaya que comentaremos el próximo jueves, vemos la casa Dolors Alesan de Gibert, algo posterior, la cronología indica su finalización en 1910, y con toda probabilidad perteneciente al mismo clan, en concreto a su mujer, pero esto es una mera deducción. En las páginas amarillas de ese decenio, donde recomendamos la estupenda Barcelona selecta, hay muchos Gibert y ningún Antoni, presente en los periódicos de la época como director del colegio San Francisco de Asís en el 36 del carrer Trafalgar.
En el repaso de la hemeroteca aparecen otros seres con la misma combinación nominal, pero no sería nada extraño que el maestro, anunciado también por sus charlas, hubiera decidido invertir su dinero en esta recta del passeig de Sant Joan. Si estudiamos las fechas vemos como los alrededores de la Diagonal rebosaron de paletas durante ese década inaugural del siglo XX, a diferencia de los intervalos dos inferiores, más cuajados con anterioridad por la explosión del Eixample unificado y la influencia de la Exposición Internacional de 1888.
Entre los vecinos de primera hora siempre recuerdo a Eugeni d’Ors, quien residió durante algún tiempo en la casa de les Punxes de Puig i Cadalfach, pródigo por esos parajes durante su mandato como regidor en el Ayuntamiento de Barcelona. Ambos, como Gibert, fueron pioneros de esa tradición de Barcelona consistente en llenar cualquier hueco vacío. Lo contrario se considera sacrilegio y no hace mucho hubo n resurgir de esta manía de ser más papistas que el papa. Por eso quien quiera vivienda nueva deberá invocar a los dioses. Por eso es necesario regular los alquileres y rezar para que algunos dejen de ser tan irresponsables con la vida de nosotros, los habitantes.