El barcelonès del centro tiene ciertos hábitos fijos, y estos sólo pueden cambiarse si pasea la ciudad y se aventura a descubrir esos barrios fácilmente criticables por ignorancia, pues tanto en el bar como en las redes sociales es muy sencillo hablar mal sin conocer.
El pasado domingo decidí caminar un poco más de lo habitual por Nou Barris, donde en las últimas elecciones los socialistas han recuperado su habitual predominio. Tras abandonar el Guinardó llegué a la bautizada como avinguda dels Quinze, pues hasta ese tramo el tranvía 46, procedente de plaça Urquinaona, costaba esa cantidad de céntimos.
El cambio de denominación ha eliminado a un Borbón del nomenclátor, pero si se quiere completar la faena también deberíamos liquidar el Virrei Amat de la inmensa plaza inaugural de esta zona de la capital catalana, pues durante la segunda República homenajeaba a Salvat-Papasseït, y quizá a través del nombre podamos reivindicar esta figura tan alejada, y domesticada, de la cultura catalana oficial, siempre más proclive a una ensoñación conformista y nada revolucionaria.

Llamar Virrei Amat a ese espacio, más allá de obvias connotaciones políticas, se debe a la propiedad por parte de la familia de este señor de Can Sitjar, masía derribada en los años sesenta y sustituida por un horrendo rascacielos de veinte pisos para confirmar la apuesta franquista por bloques de alta densidad habitacional.
Si dejamos atrás la plaza nos adentramos en el passeig de Fabra i Puig, dedicado al alcalde condal entre 1922 y 1923. Antes se denominó de Santa Eulàlia, y cuando ingresamos en su interior resolvemos el porqué de la referencia a la mártir, relativa a la iglesia constitutiva de Vilapicina, palabra de origen misterioso con muchas probabilidades de aludir al símbolo cristiano del pez o a una piscina de una villa romana; de hecho, esta posibilidad tiene bastantes números de ser la correcta, pues la iglesia de Santa Eulàlia, configuradora de un tramo bellísimo entre tanta verticalidad indecente, se edificó hacia el siglo X en un terreno con restos del Imperio de los Césares.

En el Setecientos el lugar era próspero por su actividad agrícola. Antes fue un cruce de caminos, como demuestra una casa situada justo al lado del templo, Can n’Artés, un hostal propiedad de un mecenas y colaborador de Martí l’Humà que debió recibir muchas visitas al enclavarse en esa encrucijada entre Sant Iscle y Horta.
En 1782 los payeses más ricos del entorno aportaron dinero para resucitarla en un estilo neoclásico típico del período, con los habituales esgrafiados en la fachada. Uno de los contribuyentes fue el dueño de Can Basté, devenida pocos decenios después la rectoría de la parroquia, condición ganada en 1866 y perdida en 1905, cuando una obra de más enjundia ideada por Domènech i Estapà le desposeyó de rango, casi como si así quisiera marcar el momento inicial de su decadencia, consolidada durante los primeros días de la Guerra Civil con los destrozos anticlericales y refrendada con la dictadura por pura dejadez, sólo reparada con la llegada del nuevo milenio, cuando la acción vecinal la rehabilitó para recuperar su esplendor, el campanario y la nave central, hundida y medio condenada a morir sin estrépito.

El conjunto es espectacular en su sencillez y se complementa por otros elementos, como una fuente coetánea a la refundación y ese mágico arquito como epifanía para quien ande por el barrio sin esperar ese pequeño mundo, tan inusual por culpa de la especulación contemporánea.
Desde 2005 Can Basté, rehabilitado, es un centro cívico. Los alrededores aún conservan cierta pátina de antaño, pero las reformas urbanísticas no perdonan una, y por eso mismo se perdió una gran oportunidad de crear otras dimensiones, algo sin duda posible de haberse contemplado unir la plaça de Santa Eulàlia con estos supervivientes de otra época para así generar un ambiente único e incomparable en la periferia, casi siempre despreciada por las autoridades municipales con la excepción del último Ayuntamiento, generoso en aportaciones para equilibrar las desigualdades entre los distritos y embellecer aquellos escasamente visitados, todo un mérito al pensar en el ciudadano sin vincularlo con el turismo.

Una vez dejamos atrás Santa Eulàlia aún nos esperan sorpresas. Me desvío por el passatge Grau y siento la extrañeza de su trazado, una absoluta perversión, con algunas ventanas de hierro forjado como testimonio de lo pretérito y otra serie de viviendas desiguales en sus alturas. Rehago la ruta, llego al carrer Amílcar y un rótulo del pasado me informa de estar en la calle de los Amigos del distrito quinto, pero esto no es el Raval, y así deduzco hallarme ante una división administrativa previa a la agregación a Barcelona de 1897.
Los amigos serán nuestra última etapa de hoy. Debo investigar mucho más, pero según una de las pocas fuentes disponibles se llama así por la amistad de los hacedores de la urbanización. Poco más puedo deciros. En Poblenou una vía también remite a esta forma de amor. Aquí la sensación, más allá de esta anécdota, es de supervivencia milagrosa, pues durante el recorrido hacia Torre Llobeta observo muchas casitas de planta y piso de los años veinte. El resto, un poco como cuando hay balcones sin banderas durante una visita oficial, huele a exterminio de un modelo para ensalzar otro en detrimento de los pobladores, hacinados en pisos de pésima calidad para ratificar la condena impuesta por el General Franco y su Régimen a los perdedores, indignos de dignidad en sus cuatro paredes cuando con anterioridad abrazaban el cielo sólo con salir al balcón.


