La magia de aprender a pasear consiste en encontrar indicios de pequeños trazos de Historia. Al lado el carrer Hartzenbusch de la Bordeta doy con Manzanares y Toledo, dos callecitas con un recorrido harto curioso. La semana anterior creo haber mencionado el primero con relación a un torrente por la extraña forma de su conexión con otros parajes del barrio. En realidad, ese viraje tan particular obedecía al paso del canal de la Infanta Carlota, clave durante más de un siglo como caudal de alimentación agrícola de las poblaciones del Baix Llobregat.
Mi paso por este punto concreto iba más hacia derroteros arquitectónicos. En Manzanares un bloque de pisos Noucentista, bien identificable por la austeridad decorativa y las inevitables jarras floreadas, sirve como pequeña pantalla a Toledo, donde en su número 14 damos con la casa Albert Roca, del arquitecto Ignasi Mas, más conocido por su labor en Sant Boi o por lo variopinto de sus proyectos barceloneses, entre ellos la fachada de la plaza de toros Monumental, la de los almacenes el siglo en Pelai o el bloque David en Aribau, esa mole con ribetes clásicos y un tenebroso pasaje conectado con Tuset.
Este inicio es un preludio hacia el meollo. En el carrer de la Constitució, además de mi amada iglesia de Sant Medir, intuimos más pasado en vías de claudicación entre casitas y carteles de negocios, más empequeñecidos si cabe por la rotundidad de los trece mil metros cuadrados de Can Batlló, un espacio de futuro con mucha importancia antaño, hasta condicionar toda la actividad del entorno.

El recinto fabril se inauguró en 1880 para acoger la producción de hilados, blanqueo y estampados de Juan Batlló. Su familia, bien avezada en lo textil, tenía otra industria del ramo en la actual España Industrial, por aquel entonces perteneciente al pueblo de Les Corts.
Cuando el propietario falleció en 1892 sus hijos continuaron con el negocio hasta 1943, cuando el mismo pasó a manos del polémico, sobran adjetivos, Julio Muñoz Ramonet, destacadísimo por sus iniciativas económicas durante el Franquismo, con un vasto parqué inmobiliario, una oscura colección de arte y una fortuna siempre en sospecha desde sus mismos orígenes en el mundo del estraperlo.
En 1964 la empresa quebró y Ramonet la reconvirtió en un polígono industrial mediante centenares de talleres. La solución era temporal, algo confirmado por el Plan General Metropolitano de 1976, con la zona recalificada en equipamientos públicos y jardines muy esperados y nunca vislumbrados.

Caminar por sus alrededores es impresionante, sobre todo por la magnitud de su variedad edilicia, despreciada durante decenios al ser un lugar de trabajo, como si ello menoscabara la calidad de las estructuras concebidas por Juan Antonio Molinero en la penumbra del Ochocientos. Su inmensidad y belleza debía ser aprovechada, y ante la inacción de las autoridades se hiló un relato apasionante y poco conocido pese a su vigor.
Estas últimas semanas hemos asistido a una peculiar acampada en plaça Universitat. Ocho años atrás se celebró otra protesta no avalada por los gobernantes. Cuando Felip Puig ordenó a los Mossos cargar sin piedad contra los concentrados en plaça Catalunya pareció acabar un bonito sueño de reivindicaciones burguesas, pues los presentes dieron un hálito de esperanza a muchos desheredados por la crisis, pero al fin y al cabo las demandas pedían vivir, al menos, como los padres. No se pedía el cielo, sino una estabilidad truncada.
Esta visión de conjunto se desmiente por acciones como las de Can Batlló, consecuencia de la energía del momento. El 11 de junio de 2011 un grupo de vecinos accedieron al interior y ocuparon una de sus naves para crear un centro autogestionado. Poco a poco la coordinación comunitaria dio sus frutos a través de charlas, exposiciones, presentaciones, cursos, comidas populares y un flamante rocódromo.

En marzo de 2019 el Consistorio de Ada Colau cedió por medio siglo, treinta años fijos y veinte más renovables, el espacio gestionado por los vecinos del barrio, y hasta ahora el balance es positivo, pues de cada euro aportado por la Casa Gran regresan cinco, una victoria absoluta y un ejemplo a seguir en una ciudad donde las iniciativas de cercanía siempre han sido esenciales para salvaguardar patrimonio y aportarle nuevos bríos, con los lejanos combates por el Xalet Golferichs y la Sedeta en el horizonte, muestras imborrables de como querer es poder, algo a tatuarse a lo largo y ancho de la capital catalana.
Queda mucha labor pendiente, y lo mismo acaece en Can Batlló, con el matiz de sus murales con huelgas históricas, de las de verdad, en el recuerdo, como la de la Canadiense, llama de nuestros antepasados y aviso para navegantes.
Algún día nos aburriremos de dibujar castillos en el aire y lo social volverá a tener prioridad en la agenda. Mientras tanto ir a Can Batlló es comprobar cómo los anhelos pueden derribar muros. Orgullo de la Bordeta, siempre enmudecida y siempre digna. A veces, basta ver la hemeroteca, uno tiende a sospechar sobre cómo la marginación de la periferia es otra bala más del revólver del discurso establecido.


