Magòria es un nombre precioso, con rumbo actual a la nada. Ese río grande, no es otro su significado etimológico, bajaba de Collserola, cruzaba Les Corts y alcanzaba la Rambla, al menos hasta el final del Medioevo, cuando fue desviada para regar las huertas de San Beltrán, en la parte baja del actual Paralelo.
El recorrido de la riera daría para muchos artículos, y algunos barcelonautas han abordado la cuestión. En mi caso concreto recuerdo haber mencionado su paso por el carrer de Joanot Martorell, aún visible en su condición de frontera entre Hostafrancs y Sants.
Ahora Magòria es un topónimo extraño en otro limbo de la periferia. Algunos lo citan como barrio pese a su ausencia en el elenco de las 73 divisiones barcelonesas. Es un mero paréntesis entre la Bordeta y la hermosa Font de la Guatlla, o más bien, perdonen tanta disertación antes de ir al grano, un recuerdo de una estación sepultada para el imaginario colectivo.
Para llegar al aeropuerto del Prat es inevitable pasar por un tramo de la Gran Vía con poco predicamento, casi como si no formara parte de las fronteras condales. Dejas atrás la plaça d’Espanya y te adentras a una dimensión a priori anodina donde destaca un edificio extraño, casi como si estuviera fuera de lugar entre todos los bloques apantallados del otro lado de la calle y la fealdad producto de la escasa armonía entre épocas. Es la vieja estación de Magòria, una belleza salvada, como casi siempre, por los vecinos, decisivos a la hora de reconvertirla en centro cívico.
Su Historia se condiciona por la evolución económica de los alrededores. En 1880 Can Batlló abrió sus puertas a escasos metros del futuro apeadero, rodeado incluso antes de nacer por el Fomento de obras y construcciones, encargado de explotar la cantera de Montjuic y recoger las basuras urbanas.

Por si esto fuera poco los pueblos del Baix Llobregat pedían a gritos un enlace con la gran capital para promocionar su industria y agricultura. La solución llegó el 29 de diciembre de 1912, cuando se inauguró la línea entre Barcelona y Anoia, con Magòria a la cabeza.
La arquitectura superviviente tiene dos pisos. La planta baja correspondía al vestíbulo, las taquillas, una sala de espera y el lógico bar restaurante, mientras la superior se habilitaba como vivienda para el jefe de la estación.
Lo más destacable estilísticamente se halla en la torre del reloj, coronada con una cubierta policromada con ciertas similitudes a la vieja moda arábiga de algunos excéntricos influenciados por el boom orientalista del último tercio del siglo XIX, aquí rematado por el estallido de cerámicas vidriadas y un cierto regusto al habitual trencadís modernista.
El autor de esta joya es Josep Domènech i Estapa, nombre esencial al llevar su firma el Hospital Clínic, la Cárcel Modelo, El Palacio de Justicia, junto al inefable Enric Sagnier, o su propia casa, situada en el cruce de rambla Catalunya y el carrer València, paradigma de la independencia del creador cuando no está supeditado al contrato de un patrón por la variedad de sus tres segmentos y la posibilidad de armar una voz propia sin los tópicos estéticos del momento.
El hijo siguió los pases del padre, con menos talento, si bien Domènech i Mansana, quien terminó como arquitecto municipal de Santa María de Palautordera, pudo presumir de rubricar la sede de los sindicatos en vía Laietana, siempre pendiente de restauración pese a su originalidad.
En fin, si volvemos a esa esquina de la Gran Vía deberemos imaginarla medio vacía cuando inauguraron los ferrocarriles, sustituidos en su función de transportar pasajeros en 1926 al abrirse el andén de plaça d’Espanya en vistas a la inminente Exposición Internacional de 1929 y el avance del Eixample hacia su muerte natural entre las columnas venecianas de la montaña.

La desaparición de hombres y mujeres en los vagones supuso el cambio de función, y claro, aquí las mercaderías se impusieron. Se dice, se comenta, se rumorea que en la Guerra Civil la torre se desmontó para evitar ser foco de bombardeos, y con la llegada de la Dictadura siguió con sus actividades, hasta 1974, cuando estas afueras eran un páramo de descuido por parte de las autoridades, desbordadas por la lucha de tantos núcleos cabreados en los márgenes, en protesta por no tener siquiera lo necesario para vivir con dignidad mientras el Ayuntamiento cumplía aquello de no prestar atención al tercer mundo del primero, pues en el silencio está la inexistencia.
De ese triste legado aún quedan rastros en la concepción ciudadana y hasta en la estructura de estos lugares. La estación de Magòria no es una excepción, sino más bien el resumen del cuadro al contener en su nombre dos cuerpos desaparecidos del mapa. Si la hubieran derribado nadie podría recordar esas dos arqueologías cada vez más remotas, como si las palabras y sus tejidos palpables se volatizaran entre capas de inopia voluntaria, presentes en otro confín del Guinardó, donde la semana pasada el Ayuntamiento derribó la granja Guillén y con ello terminó con el hábitat natural del Torrent del Lligalbé, eso sí, dejando el jalón del camino para mostrar un poco de piedad sin considerar el valor sentimental del entorno. Descuidar estos detalles es la ruina de cualquier rincón y el pasaporte para homologar la totalidad, pervirtiéndola al sacrificar su diversidad. Esto, por desgracia, ocurre también con este ayuntamiento de izquierda, loable en muchos aspectos, perfecto en los cartelitos publicitarios y bastante ineficaz, como casi todos los consistorios, en comprender el valor de las minucias significantes porque quizá sólo leen sus propios textos, y claro, cuando el ombligo se llena de pelusas suele taponarse, como el país, como el tiempo, como la iniciativa.



