Estamos en la frontera entre dos realidades, el núcleo antiguo del pueblo de Horta y las colonias de veraneo. En 1905, justo un año después de la agregación a Barcelona, se produjo un intento de conciliarlas para reparar un error histórico, fruto del ritmo de las urbanizaciones a lo largo de los siglos.
La primera iglesia de Sant Joan d’Horta se hallaba al lado de la masía de Can Cortada, en la parte alta del carrer Campoamor. En la fecha de esa decisión las villas de veraneo aún no habían cubierto toda su cuesta, coronada con el templo, del siglo XX y siempre criticado por estar alejado del centro neurálgico, algo muy propio en este sector de la Ciudad Condal, donde antes de ser parroquias las construcciones cristianas tenían un aire más adecuado para los ermitaños, como puede apreciarse en Nuestra Señora del Coll del Carmel.
El paseante aún puede admirar los vestigios de la primera iglesia, arrasada durante la Semana Trágica de 1909, en consonancia con lo ocurrido en muchas poblaciones catalanas, donde la huelga para protestar contra la guerra de Marruecos, con muchos quintos catalanes enrolados sin valorar su nula experiencia y problemáticas socioeconómicas, devino en una revuelta anticlerical. Muchos la dan por completamente desaparecida al ser reemplazada tras los altercados por el club de Tenis. En su conclusión, en la esquina con el carrer de Salses, asoman los restos del naufragio.

Su destrucción casi hizo un favor a los promotores de edificar un templo nuevo al inicio del carrer Campoamor, algo muy salomónico con el fin de dotar de una parroquia cercana tanto a los veraneantes como a los lugareños de siempre.
La Sant Joan d’Horta del siglo XX lleva la firma de Enric Sagnier, tan prolífico como para casi ser ignorando en el decálogo de los grandes nombres barceloneses de su oficio, algo casi normal cuando eres un profesional como la copa de un pino, ajustas tu presupuesto al cliente, pueblas las calles con tus creaciones, más de dos centenares, y no destacas, simplemente ejecutas.
Sagnier, cuya pieza más reconocible quizá sea el Palacio de Justicia de l’avinguda de Lluís Companys, concibió un sinfín de iglesias, esparcidas por toda Barcelona, y esa querencia se acopla a su personalidad devota, característica consagrada al serle otorgado el título nobiliario de Marqués en 1923 a instancias de Pío XI. Además del Sagrat Cor del Tibibado, que no vio terminado, podemos citar la iglesia de Sant Josep Oriol en el carrer Diputació, así como otras más periféricas en la Sagrera, Pere IV o Collblanc.
La hortense se enmarcaría dentro de esta serie, remarcándose por su ambición, tanto por su envergadura, enorme en comparación con su predecesora, como por el estilo neogótico y las dos torres octogonales, cuyas campanas se llamaban Miquela y Luisa, instaladas en 1948, tras la quema de la Guerra Civil. La reconstrucción no terminó hasta 1980, y eso explica sin muchas vacilaciones el porqué del tímpano central de San Juan Bautista con una inscripción en catalán.

La iglesia ocupa un trecho importante del carrer de la Rectoria, denominado así por motivos comprensibles. Mirándola sin muchos miramientos damos con una hilera de cuatro casitas con otra más ostentosa, una especie de madre de las demás. La urbanización de este territorio se abrió en 1873, pero no parecen de ese instante, sino más bien de finales de los años ochenta del Ochocientos o principios de su última década.
Como desconozco la autoría y no dispongo de documentación sobre el conjunto sólo puedo aventurarme a lanzar hipótesis, la principal sustentada por similitudes con otra finca de veraneo en las alturas, la Villa Esperanza en el passatge Isabel de Vallcarca, cuya estética ya apunta trazos modernistas con la elegante sobriedad de un pionero, pues la signó Andreu Audet i Puig en 1893.
Las del carrer de la Rectoria, siento ser tan impreciso, deben ser un poco anteriores o posteriores. Su esencia decorativa es más tosca, salvo en una donde su propietario debió llegar más tarde o quiso mostrar cierta superioridad por integrar elementos más refinados propios del Modernismo en la forja de su una ventana y en la base floreada de un balcón.

Estas casas siempre me han intrigado por no disponer de más información. Según los rumores de los vecinos, un cocinero célebre del barrio, antes con restaurante cerca de la plaça Eivissa, vive donde los antiguos veraneantes. En los años setenta un historiador hortense tenía su buzón como referencia para dejar documentos útiles en sus investigaciones, muy necesarias, sobre todo en ese intento de completar la historia de los pueblos, a veces demasiado olvidada.
A diferencia del carrer Campoamor, donde muchos de los viejos chalés se han reciclado en residencias para la tercera edad, aquí aún se respira cierto ambiento con calor humano, mientras su vecina, como veremos la próxima semana, rebosa un aire de frialdad, como si la Historia se hubiera congelado y nos halláramos en un cementerio silencioso.
No abunda el ruido en este límite, y en esta observación se sintetiza la diferencia entre la realidad paisana y la de los recién llegados desde Barcelona. La nueva Sant Joan quería unirlas, pero los contrastes de urbanización entre un bloque compacto ya existente y los espacios a rellenar con dinero procedente de la capital eran y son insalvables. Sólo les junto durante un brevísimo lapso una iglesia en llamas porque los más desfavorecidos no abrazaban el sistema de los señores, sin interés por igualar una nada la balanza.


