Estas semanas mi cabeza está llena de dudas y esperanzas con relación a pasear. Como es comprensible no puedo hacerlo como antes, pero al menos me queda el consuelo de estar enfrascado en un ensayo de contenido barcelonés, y mientras dure el confinamiento o cautiverio me conformo con buscar las direcciones donde ocurrieron las historias e imaginar ir cuando termine todo esto, casi como el milagro de poder franquear ciertos límites y la alegría de volver poco a poco a la normalidad, si es que esta existió alguna vez.

Con la Font d’en Fargues sigo el hilo de mis pasos a través de mi archivo fotográfico. Hasta la pandemia estos textos tenían algo de crónica siempre en su mezcla de pasado, presente y reflexionar sobre el futuro; ahora siguen estas dinámicas, si bien me he dado cuenta de comprender como el arte de escribirlas es volver al camino, andar por los terrenos mientras tecleo las palabras.

Habíamos abandonado al pobre Joan Salvat-Papasseït, joven, tuberculoso y pletórico en su lentísima agonía. El carrer Pedrell nos daría para un libro experimental con comentarios de todas sus villitas. Vamos hacia su cruce con el passeig de la Font d’en Fargues, donde hay tres inmuebles a cada cual más significado, dos con la misma autoría.

Corresponde a Adolf Florensa, uno de esos arquitectos fundamentales en el mapa de Barcelona y relegados por la simplificación. Por otra parte quizá no esté simpático a muchos desde lo externo y lo interno. Me explico. La plaça de Sant Felip Neri es de las más bonitas, no cabe duda, perfecta en su cerrazón reforzada si se quiere por la mística del desastre de los bombardeos y su rastro en la iglesia.

Foto: Jordi Corominas

Florensa se sacó de la manga su concepción al trasladar desde la Catedral el edificio del gremio de zapateros y desde la plaça de Lesseps el de caldereros, durante casi medio siglo sede de los bomberos de Gràcia tras un primer desplazamiento desde la plaça de l’Àngel, cuando la reforma de la via Laietana, donde muchos bloques llevan la rúbrica de nuestro protagonista del momento, muy presente en el Guinardó a partir de la construcción en 1923 de las escuelas del barrio, arriba del parque. En la zona también le encargaron, desde una estética novecentista con algo rural, esa falsa masía del Institut Ravetllat, abierto al público en los últimos meses, y la finca de Victorina de Mingo en el carrer Renaixença.

Esto corresponde a la parte baja del Distrito. En la alta, con Font d’en Fargues en su cima y Horta en una de tantas fronteras, los vecinos de esa medio fracasada ciudad jardín conjugaron las ganas de tener un cuarto propio para desarrollar actividades comunitarias y la necesidad, siempre elemental cuando se urbanizan parcelas, de una iglesia, y claro, en los alrededores los más adinerados siempre reclamaban a Florensa.

No quisieron ser menos y por eso el templo de Sant Antoni de Pàdua, marinero para muchos pese a estar en la montaña, se inauguró en 1927 y justo un año después llegó el turno para el Casino de l’associació de propietaris, fascinante por su sobriedad y el acierto de ubicarlo en ese ángulo, donde sobresale y tiene algo de brillante por su forma y la austeridad de su fachada, ambos de un Florensa sin mucha floritura.

La iglesia, muy coqueta en su interior, comparte esa ausencia de decoración. Al conocer la historia de la creación de ambas piezas es gracioso visualizarlas desde el aire, con su aspecto chiquitito, casi como si salieran de esos juegos de montar ciudades con casas, escuelas, ayuntamientos, hospitales y comisarías.

Foto: Jordi Corominas

Durante los años treinta funcionaron, uno desde su función religiosa y el otro desde componendas laicas, culturales y festivas. La Guerra Civil las arruino, disolviéndose la asociación en 1944, aunque siguieron desarrollándose actividades con una mutación del paradigma. Durante el primer Franquismo el hecho de estar frente al templo se juzgó casi como un duelo al sol entre lo moral y lo inmortal. Como resultado de esta perversión en 1952 el viejo Casino devino la casa parroquial de Sant Antoni de Pàdua, hasta 2005, cuando fue recobrándose el brío vecinal.

En medio de ambas, término medio para unir las viviendas civiles con lo clerical y lo comunitario, llegó antes, en 1912, la torre Josep Fabré, del maestro de obras Eusebi Climent y Viñolas, otro de esos eliminados de cualquier tipo de canon y pese a ello con una retahíla de casas repartidas un poco por toda Barcelona, desde Sants hasta el Tibibado. Como tenemos más tiempo os recomiendo navegar un poco y descubrirlas para completar esta agenda de sitios para recorrer cuando nos den permiso.

La torre Josep Fabré, bien protegida por su cancela, sobresale, como el Casino, por situarse en una esquina y acaparar la perspectiva, algo resaltado por su jardincito de entrada, con la fachada bonita sí, y exaltada por todo el conjunto.

Más arriba de este cruce la cuesta se desborda, aumentándose su pendiente a ritmo vertiginoso, en ocasiones tan bestia como para querer ser una cabra, en parte por lo pésimo del asfaltado. A lo lejos, entre curvas y herraduras, está el merendero, quien sabe si ahora mismo, mientras me lees, ocupado por jabalíes, flora y fauna en pleno estallido, sería hasta de justicia poética por la dejadez a la que ha sido sometido por el Ayuntamiento.

Share.
Leave A Reply