Alba, 5 años, le dice a su madre una de estas noches al terminar el cuento antes de dormirse: “Creo que me gusta un poco el coronavirus”. Para ella significa pasarse el día en casa con su hermana mayor, Álex -que tiene 9 años y está tan encantada como ella si no fuera por las fichas escolares-, inventando juegos y aprendiendo cosas de una y otra, mientras su madre y su padre intentan teletrabajar por turnos y también por turnos han tenido que confinarse en casa durante algunas semanas cuando han aparecido síntomas sospechosos.
Janna, que ha cumplido 6 y ha celebrado una fiesta virtual con amigas y familiares, no da abasto estos días con las muchas cosas que le gustan -dibujar, bailar, metiéndose a cocinera, mirando sus pelis, inventando historias y juegos, e, incluso, aprendiendo a escribir cuentos con una palabra muy larga: co-ro-na-vi-rus. Ella y su hermano pequeño han construido una cueva con almohadones y ropa y allí se han “confinado” un ratito, simulando que después salían a la calle, que es el resto del piso, cuando sus padres negocian para ver cómo pueden encerrarse a trabajar sin interrupciones ambientales…
Einar, de 2 años, se apresura a ayudar cuando tienen la colada dentro de casa, ahora que ha aprendido a dominar las pinzas de tender la ropa, un excelente juego de motricidad fina que le hace pegar saltos de lo feliz que está cuando lo logra. Rut, de 4 años, quiere entender por qué no se puede salir a la calle y quién ha dado la orden, sorprendida de que sus padres, generalmente críticos con las convenciones y los gobiernos, le repitan que es muy importante seguir las instrucciones que repiten por la tele. No hace falta decir que hay momentos en que se rebotan, se pelean, interrumpen, se quejan y rompen a llorar, pero como sucedería habitualmente.
Gerard, de 10 años, aprovecha siempre que puede la salida al balcón a las 8 para aplaudir y riñe a su perro por ladrar con entusiasmo mientras da vueltas a lado y lado del minúsculo espacio, y se frustra cuando ha de faltar a la cita del vecindario porque justo en ese momento su hermanita de 8 meses se ha quedado dormida -él, que explica a todo el que quiera escucharle, qué es el virus, por qué no se puede salir y por qué son muy importantes las médicas y los enfermeros.
No hace falta decir que añoran a sus compañeros de escuela o los abrazos de la abuela, pero sin patio o con terraza pequeña, en viviendas pequeñas y habitaciones compartidas, se han adaptado al confinamiento
Añoran a sus compañeros de la escuela, o los abrazos de la abuela, y llega un momento en que la pantalla ya no los puede suplantar. Pero sin jardín, con una pequeña terraza, tan solo un terrado comunitario o nada de todo esto, y en viviendas pequeñas y habitaciones compartidas, se han adaptado al confinamiento. No hace falta decir, tampoco, que los adolescentes actúan como tales.
Tomás, de 16, y Zoé, de 13, duermen a todas horas mientras brille el sol y no les despierte el estómago el olor a comida. No les hace la menor gracia bajar la basura, aunque todavía no haya oscurecido, y las pantallas llenas de juegos, amistades y novedades combinan mal con el seguimiento escolar a distancia, más aún si fallan las conexiones. Pero nada que no pueda compensar una buena sesión de argumentos inagotables con su madre sobre el origen del universo y el futuro de la vida humana en la Tierra, o una coreografía en directo por videollamada con la amiga del alma entre el ejercicio de mates y el de sociales… ¡Lástima que estas motivaciones no sean evaluables!
Todas las madres y padres de estos niños, niñas y adolescentes están resignados a seguir tirando de la vida, agotados y desanimados a ratos, preocupados por mil cosas -el trabajo, el alquiler o la hipoteca, la salud de amigos y familiares que están cerca o lejos, la gente mayor, las muertes, la situación en la que tiene que trabajar el personal sanitario, el comportamiento de algunos políticos o las dificultades económicas que vendrán-, pero no faltan las reflexiones espontáneas sobre cómo han crecido sus hijas e hijos en poco tiempo, cómo entienden las cosas, cómo les habría parecido inimaginable si se lo hubieran contando antes. Y, también, cómo piensan en las prioridades absurdas que a menudo les complican la cotidianeidad, ahora que parece que se haya parado el tiempo.
Al fin y al cabo, sus hijos e hijas no pertenecen al 30% de niños y niñas afectados por la pobreza en Cataluña – aunque estas familias se mueven entre la primera generación de clase trabajadora con estudios y el precariado al que parecen sometidos sectores aún más amplios de madres y padres jóvenes y ya no tan jóvenes que han tenido que aprender a encadenar una crisis tras otra y sus consecuencias. Y ahora tienen que enfrentarse a la crianza, el trabajo y el confinamiento de repente, cuando las tareas productivas y reproductivas están completamente disociadas y se han convertido a menudo en irreconciliables.
Sus hijos e hijas no pertenecen al 30% de niños pobres en Catalunya, pero estas famílias parecen sometidas al precariado y ahora deben afrontar el trabajo, la crianza y el confinamiento, todo en uno
Por otra parte, estas semanas leemos y escuchamos comprensibles preocupaciones y consultas angustiadas sobre los efectos del confinamiento en la infancia, así como reiteradas peticiones de hacerlo más ligero. Desde clamores de liberación, de dejar que les toque el aire y puedan correr y gritar por calles y parques -como les gustaría hacer también a muchas personas adultas-, hasta manipulaciones políticas guiadas por agendas ajenas a las necesidades de la infancia y en sentidos contradictorios, apelando a los sentimientos que siempre despiertan los más pequeños.
También vemos reacciones insensibles e insolidarias que, aunque no sean mayoritarias, nos causan una profunda tristeza por la falta de comprensión y empatía con las necesidades de salir a la calle de los menores afectados por algún trastorno y la labor de cuidado que llevan a cabo sus familias. Desde el primer momento, la posición de los y las especialistas ha sido bien clara: ¡Hace falta flexibilidad, no se lo podemos poner más difícil!
Por ahora no podemos afirmar que el confinamiento dejará secuelas lesivas que no hubiese dejado el no-confinamiento en niños, niñas y adolescentes en las mismas circunstancias familiares y sociales, siempre que no sufran algún trastorno que les haga más vulnerables de entrada o que el confinamiento haya transformado negativamente su entorno familiar. Esto no quiere decir que no tenga efectos. Pero lo más importante es cómo estemos los adultos y cómo estemos los adultos con ellos y ellas.
Dicho esto, es necesario recordar que aburrirse, enfadarse, estar tristes, etc., son estados normales de la vida de todo el mundo y hay que aprender a regularlos. Más allá de los ejemplos que inician este texto, resulta preocupante ver a muchos niños, niñas y jóvenes socializados en la cultura del deseo y sin herramientas para tolerar y elaborar la frustración, en todas las clases sociales. También es preocupante ver a muchos padres y madres no acostumbrados a convivir ordinariamente con sus hijos e hijas, compartiendo la vida doméstica en todas sus vertientes. Padres y madres que no han puesto prácticamente límite alguno, ni han enseñado a contribuir al cuidado recíproco familiar, tanto si se han acostumbrado a vivir con trabajo doméstico externo como si se han encargado en exclusiva de todas las tareas.
Aburrirse, enfadarse o entristecerse forma parte de la vida de todos y se ha de aprender a regularlo. Es preocupante ver a niños y jóvenes socializados en la cultura del deseo sin armas para tolerar la frustración
Desde la antropología, cuando investigamos la infancia y la socialización teniendo en cuenta las múltiples estrategias y vivencias que han ideado las culturas del mundo en cada contexto ambiental y material con el que han tenido que enfrentarse, arrugamos la nariz cuando se quiere argumentar desde una única y particular sociedad, y siempre desde el punto de vista de los adultos, aquello de “los niños y niñas necesitan…” o bien “a los niños y niñas les gusta, o no les gusta, pueden, no pueden…”.
Todas las culturas, tanto las más igualitarias como las más desiguales, han sabido criar niños y niñas razonablemente felices que se han convertido en adultos razonablemente responsables y competentes. Especialmente aquellas que no les han separado drásticamente de la vida comunitaria y que les han enseñado gradualmente a crecer desde la participación guiada, sin pensar que algunos deberían ser seleccionados por encima de otros a partir de competencias arbitrarias que les darían mayor o menor valor social…
Si tienen adultos que les quieran y les ayuden a madurar, niños, niñas y jóvenes saldrán de esto fortalecidos, más capaces de pensar en su comportamiento como parte del bien común, con responsabilidad y cooperación, comenzando por su propio hogar. Habrá sido una aventura, con los sacrificios que comporta cuando no es unas una ficción, y habrán aprendido de ella muchas cosas -por ejemplo, a comparar desde nuevos parámetros y a comenzar a asumir la incertidumbre del mundo adulto. Con solo papel y lápiz, pocos juguetes, apenas algunos libros o únicamente con la imaginación aplicada a cualquier objeto cotidiano han crecido generaciones enfrentadas a retos más duros.
Finalmente, que los padres no puedan prestarles atención continuamente al margen de las tareas de producción y cuidado -con más o menos recursos, y dedicándose a trabajos diversos, intentando teletrabajar, o teniendo que salir a realizar las más variadas y desiguales ocupaciones- ha sido la realidad que hemos vivido la mayoría de gente adulta de hoy en día, que no tuvimos a los padres de monitores de tiempo libre a todas horas y en exclusiva, y no por ello hemos carecido de relaciones valiosas y vínculos insubstituibles en nuestras vidas. Sin embargo, también es cierto que la crianza se entendía como una responsabilidad comunitaria, mucho más distribuida.
Todas deseamos que esta pesadilla termine, que podamos salir de ella con mayor conciencia social y reinventarnos. Por todo ello, esta es también una buena oportunidad para revisar los éxitos y fracasos de nuestras prácticas de crianza y los objetivos que persiguen, al tiempo que luchamos por transformar desde la solidaridad el modelo de globalización y bienestar de unos cuantos que, precisamente, malogra muchas infancias en todo el mundo y que, probablemente, nos ha llevado también a esta pandemia.


