La semana pasada no pensaba bajar por esa rampa terrorífica del carrer de Llobet i Vall-Llosera para llegar a la plaça Catalana, una clarísima encrucijada de caminos del Guinardó y sus aledaños, como si en su círculo nos invitara a un quilómetro cero para desentrañar las parcelas de los antiguos terratenientes.

Alguna vez he explicado ser de este barrio, pero este origen estrecha todavía más aquello de la patria chica. Puedes ser de arriba de passeig de Maragall y tener un límite en Verge de Montserrat. Si asciendes hasta la plaza accedes a otra pantalla, y es donde me encontraba, en un punto alguna vez transitado sin jamás profundizarlo.

Durante los últimos años mis incursiones por esta zona, de extraña cuadrícula urbanística, entre Verge de Montserrat y passeig de Maragall, fueron más bien escasas, interesándome las casitas de la cooperativa militar del passatge del Tinent Costa, sin tener mucha curiosidad por los alrededores desde una absoluta ignorancia subsanada por un arrebato casi involuntario y muy relevador sobre cómo funciona la mente de un caminante, porque pese a andar por todo el entorno no había reparado en sus minucias significantes.

A lo largo del último mes y medio voy de compras como muchos otros ciudadanos, aunque podría decir aquello de aceptar la nueva normalidad realizando actividades habituales, un insólito y obsceno lenguaje. Salgo de casa y, para no aburrirme, he establecido una ruta distinta a la habitual, desplazándome de mis dominios del Guinardó a otros inexplorados, gastando el mismo tiempo en el recorrido.

Al principio desciendo por Mascaró, nombre de uno de los grandes terratenientes de esas parcelas, con un castillo, que comprendía las esquinas de Verge de Montserrat con Garriga i Roca y Sales i Ferré, y desde aquí recomiendo apreciarlo desde la superficie y con algún programa informático para ver cómo su forma ha resistido entre bloques, pasajes y escaleras.

Foto: Jordi Corominas

Iba por Mascaró para contemplar las casitas del Tinent Costa, pero un buen día me animé a ir por el carrer Amílcar, siempre presente en mi imaginario y sin datos para analizarlo. Fue de los primeros en trazarse y uno de los segmentos de su línea recta se llamó durante unos años Nacional, y no sé si debió ser porque la plaça de la Font Catalana, ese era su patronímico original, debía enlazarse con la de la Font Castellana, en los lindes con Can Baró, algo probable si se disecciona el mapa; la frustración de ese pequeño ideal fue consecuencia de la ampliación de Verge de Montserrat, preponderante como vía para hilvanar el llano con la montaña.

Amílcar en su tramo más cercano a la plaça Catalana tiene ese aire auténtico de quienes carecen de unidad estilística. Esa pluralidad de villitas obreras de los años cuarenta se alterna con la destroza vertical del desarrollismo y, por suerte quedan algunos rasgos del pasado de talleres, como una puerta con la publicidad inscrita a un muro.
De repente concluye el emparedamiento de lado a lado y a la izquierda irrumpen dos desvíos con aroma a torrente. Son las calles de Comalada y Dalmau Creixell. Si las siguiéramos hacia la cima, donde asoman fincas más lujosas con intentos de jardines verticales y columnas de ladrillo, ingresaríamos de sinuosidad en sinuosidad hasta Font d’en Fargues, y como la tenemos demasiado reciente es preferible reflexionar y visitar nuevos parajes.

Foto: Jordi Corominas

Vamos hacia passeig de Maragall con el carrer de la Marquesa de Caldes de Montbuï, pero esto lo sé por el laberinto del texto, producto de investigar y toparme con un misterio en el carrer de Lluís Sagnier, continuación del de Dalmau Creixell. Hoy en día cubre una rectitud bastante anodina y feísima en lo estético hasta passeig de Maragall, Meca de todos estos rincones. Estos días brilla más en un fenómeno connatural a casi toda Barcelona, como si los árboles se hubiesen aliado y vivieran más felices sin nuestra presencia, mostrándose pletóricos.

Me gusta transitarla, y una mañana me fijé en un edificio de 1930, residencial, con la fecha en unas bonitas letras. Lo sorprendente es que, al menos técnicamente, hacia esquina por separarse de otro inmueble por una puerta vallada, cerrada a cal y canto mientras insinuaba un sendero curvilíneo, casi invisible, y lo es hasta en los mapas más recurridos en la red, no así en los del catastro o, no podemos creerlo, las inmobiliarias.

El sitio, recóndito y privado, como la aledaña placeta de la Marquesa de Caldes de Montbui, reservada a los vecinos, tiene una placa para identificarlo: pasaje, en castellano, de Comas de Argemí, y aquí tenemos un indicio muy lógico para escarbar un poco más y llegar a conocer mejor lo inaccesible.

Foto: Jordi Corominas

Los Comas de Argemí, Comas d’Argemir en la actualidad, eran uno de los grandes propietarios de Horta y el futuro Guinardó, encuadrado en el término municipal de Sant Martí de Provençals antes de las agregaciones de 1897. Josep Comas tenía tanto ascendente como para determinar el curso del tranvía de la carretera de Horta, hoy en día el passeig Maragall. En este jugar con los mapas tejió desde su masía de Torre Llobeta, desde donde veía los campos por donde os he transportado durante el artículo, algunos apaños para perjudicar al vecino propietario de Can Bartra, con tanto empuje como para mantener al menos hasta los años treinta la mitad del carrer de Lluís Sagnier a su nombre.

Desde Torre Llobeta se entiende todo, porque al fin y al cabo Comes era quien debía y podía delinear la urbanización donde está el pasaje con tantos interrogantes. Para entender esta historia debemos situarnos frente a passeig de Maragall con la Marquesa de Caldes de Montbui. Unas casas bajas de 1911 tirarán del hilo.

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