Tobías tiene 63 años y ha trabajado toda su vida como camarero, segundo metre y ayudante de cocina. Con Barcelona como base de operaciones, se ha desplazado durante semanas o meses a restaurantes, hoteles y eventos de Catalunya, Canarias, Baleares, Alemania y Gran Bretaña. Siempre con contratos temporales. Cuando en febrero se canceló el Mobile World Congress, vio truncadas muchas horas de empleo, y cuando en marzo se declaró el estado de alarma por el coronavirus, tuvo que dar la temporada por perdida. Los últimos cinco meses los resume con un “todo se fue al diablo”.

“Yo estaba muy bien, hasta que llegó el bicho. En marzo y abril teníamos fechas concertadas, todo el mundo estaba feliz, hasta que la cosa fue de mal en peor”, explica mientras hace cola para recoger una bolsa de comida en el centro de acogida Assís de la calle Isaac Albéniz, ubicado en el barrio de Sarrià, que atiende a personas de toda la ciudad.

La falta de ingresos le obligó a hacer cola en comedores sociales: “Primero fui a la calle Tarragona, después cerraron, de un día para otro. En la puerta había una lista con sitios a los que podíamos ir, y fui a un comedor de la calle Ecuador, luego al Paral·lel, pero no quedé satisfecho. Vi este y vine hace tres semanas. Pasé, me hicieron tomar el desayuno, me dieron un pícnic para llevar. Pregunté ‘¿puedo volver mañana?’ y me dijeron que sí”.

Tobías vive en Les Corts en un piso compartido con dos compañeros. Está pendiente de recibir el Expediente de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) porque cuando se pospuso la celebración del Mobile, él trabajaba en el cercano hotel Hesperia Tower. “Llevo meses sin cobrar y el ERTE es del 70% del sueldo. No sé qué hacer, pero no quiero dejar el alojamiento. Tengo 63 años y me han dicho que tengo que trabajar hasta los 67 para tener la jubilación. ¿De qué trabajo hablan? Si no hay”. Tobías recoge agradecido su pícnic para acabar de pasar el día y se despide con un “lo bueno es que tengo salud. ¡Y que dure!”.

La situación de Tobías es la de miles de nuevos pobres que se han visto abocados a las llamadas colas del hambre al quedarse sin empleo, sin dinero y desprotegidos por los retrasos de las ayudas estatales.

En Tobías va a buscar menjar al centre d’acollida Assís del carrer Isaac Albéniz, situat en el barri de Sarrià / Pol Rius

Apoyo vecinal

Soukaina Douieb llegó a la capital catalana hace dos años y medio procedente de Marruecos. Su marido, de origen maliense, llevaba más de diez años como ayudante de cocina en un restaurante cuando cerró por el coronavirus y, hasta el mes de julio, no ha empezado a cobrar el ERTE. Tras varios meses sin entrada de dinero, y con un niño pequeño, a los 30 años Soukaina se ha visto obligada a informarse de dónde encontrar alimentación infantil y, por el boca a boca, ha llegado a la ONG De Veí a Veí, ubicada en la calle Rocafort, en el barrio de Sant Antoni del distrito del Eixample.

“Ahora el restaurante está abierto, pero no hay trabajo para todos. Mi marido ha tenido que viajar a Mali y Costa de Marfil por temas familiares y para poner en orden su documentación, y yo me he quedado en Barcelona con nuestro hijo. Me dijeron que aquí me podrían ayudar. Vine para pedir alimentos, sobre todo para el niño”, expone mientras espera su turno, guardando la obligada distancia de seguridad.

Soukaina ahorra para mantener la vivienda, un piso de alquiler por el que pagan 623 euros mensuales, pero el contrato vence el 4 de septiembre y el propietario ha decidido no prorrogarlo, por lo que la familia busca un nuevo alojamiento: “Mi problema es que no quiere renovar el contrato. Es difícil aquí en Barcelona encontrar un piso, todo está caro”. Minutos después, un voluntario la hace pasar. Su bebé mira curioso desde el carrito todo lo que le rodea, como paquetes de galletas y carros medianos que entran y salen con mercancía.

Després de diversos mesos sense entrada de diners, i amb un nen petit, als 30 anys, la Soukaina Douieb s’ha vist obligada a informar-se d’on trobar alimentació infantil / Pol Rius

La pandemia le pilló antes de firmar un nuevo contrato laboral

Roberto Landeta es publicista, mercadólogo y diseñador gráfico. A sus 37 años, reconoce que ha tenido la fortuna de trabajar en su sector tanto en su país, Venezuela, del que salió hace seis años, como en Trinidad y Tobabo y en España. Se instaló en Barcelona, en casa de su hermana, durante un año, puesto que tenía ahorros para subsistir durante ese tiempo hasta conseguir el ‘Documento acreditativo de la condición de solicitante en tramitación de protección internacional’, que le facilita trabajar de forma legal en España.

Encontró un empleo como publicista en una empresa y en febrero de 2020 tuvo la oportunidad de cambiar a una compañía que le ofrecía mejores condiciones, por lo que dio los quince días de rigor y se dispuso a empezar una nueva etapa. Pocos días antes de que se anunciara el estado de alarma, a la segunda empresa le pareció arriesgado contratar a Roberto en ese momento, y así se lo comunicó. “Me pregunté, ‘¿y ahora qué? He renunciado a un trabajo para comenzar otro nuevo’. Prácticamente, me quedé en el aire. De verdad que fueron dos meses bastante complejos. Mis ahorros estaban mermando”, recuerda Roberto a espaldas del edificio en el que reside en la calle Eduardo Tubau, en el barrio de Porta del distrito de Nou Barris.

Un amigo le propuso que llamara a Cruz Roja o a Càritas y le facilitó los teléfonos. “No llamé inmediatamente. Primero pensé ‘cuánto dinero tengo, cuánto puedo aguantar’. Y, a la semana, llamé”. Cruz Roja acudió dos veces a casa, una para darle equipos de limpieza e higiene personal, y otra para proporcionarle alimentos básicos. Càritas cooperó con 125 euros un mes y con otros 125 euros al mes siguiente, además de pasarle el contacto de una entidad colaboradora de la zona para obtener una cesta con comida cada dos semanas, previa cita con día y hora. “Me costó dar ese paso porque en mi cabeza estaba ‘¿de verdad lo necesito?’ Hasta que dije, ‘sí, de verdad lo necesito’. Tuve que pensármelo mucho porque no me lo creía. No era tanto por tristeza… Estaba perplejo”. En junio, la compañía que decidió no contar con él en marzo le llamó para ofrecerle un contrato por obra y servicio. Ahora va cada día a Sant Andreu de la Barca y está pensando en dejar la habitación, por la que paga 500 euros, si encuentra algo más económico en esa localidad.

A Roberto Landeta, publicista, la pandèmia el va enxampar abans de signar un nou contracte laboral / Pol Rius

De la vergüenza al agradecimiento

La nueva pobreza alcanza a profesionales formados, con idiomas y experiencia laboral. Es el caso de Lucía (38 años): financiera, consultora, traductora y guía turística figuran entre sus múltiples empleos. Trabajaba en tres empresas con contratos temporales y encontraba tiempo para ser voluntaria en la Iglesia Evangélica de Gràcia, en la calle Terol, desde donde narra su experiencia. Nacida en México y de padre vasco, llegó hace cuatro años a la ciudad condal. Este marzo, estaba haciendo un curso de francés cuando le comunicaron que una de las alumnas de clase había dado positivo por coronavirus y tuvo que confinarse en casa. Al temor de poder contagiar a su compañero de piso y ser paciente de riesgo por tener problemas respiratorios (dio negativo), se sumó la caída, una tras otra, de sus ocupaciones.

“Quedó todo parado. Yo trabajo mucho en congresos y en visitas culturales y no he ingresado ni un euro. Tengo un alquiler económico, de 400 euros, más gastos de Internet, y tengo una deuda acumulada de 1.400 euros. En marzo ya había realizado los trámites al SEPE (Servicio Público de Empleo Estatal) para cobrar alguna ayuda. Llamaba diez veces al día, cincuenta, pero no conseguía que cogieran el teléfono. No había cotizado los 365 días para cobrar el paro, pero yo pensaba que alguna ayuda sí me correspondía, y me dijeron que sí. Mensajes van, mensajes vienen, un mes para una comunicación, otro mes para otra comunicación y, finalmente, sí, el mes de julio he cobrado 405 euros, después de recibir cero de marzo a junio. ¿Cómo puedo vivir así?”.

Lucía nunca se había planteado tener que aceptar comida, hasta que desde la iglesia en la que había sido voluntaria se lo ofrecieron. “Les dije ‘muchísimas gracias, pero no hace falta’. Yo nunca había estado en esta situación. Como todo el mundo, he tenido altibajos, pero pensaba ‘ya te las arreglarás’. Al final, vine. Al principio me daba vergüenza porque nunca había estado en este lado. Les estoy muy agradecida”. Con una pandemia, sin vacuna y con la economía crítica, Lucía duda sobre cuándo mejorarán las circunstancias. “Las cosas no van nada bien y la mayoría de hoteles siguen cerrados, o solo abren el bar o la terraza”. Dice que no le da miedo trabajar, pero que en los portales de empleo en los que antes había 10 o 15 candidaturas, ahora superan las 500, y el futuro se le presenta muy incierto.

La Lucía treballava en tres empreses amb contractes temporals / Pol Rius

Pensionistas sin hogar

Emilio Folch nació en Barcelona hace 69 años. Con una pensión de 683,50 euros al mes, tras trabajar durante décadas en los equipos municipales de limpieza, nunca imaginó que podría verse en la calle. “A mí el piso me ha volado. Yo tenía casa. Mi madre murió hace tres meses, con 99 años. Vivía con ella, era un piso de propiedad, yo la cuidaba, iba a comprar… pero al morirse, no pude arreglar los papeles. Yo no pude hacer nada. Tuve que entregar las llaves y marcharme”. Paga 300 euros por una habitación en el Poble Sec en un piso que comparte con otros tres hombres. Su mujer, de la que se separó, falleció de cáncer hace años y su única hija vive en la casa que heredó de la madre.

Durante la pandemia, Emilio se vio haciendo cola frente a la Iglesia de Santa Anna, situada en la calle del mismo nombre, en pleno Gòtic y muy cerca de plaza Catalunya. Ciutat Vella ha sido otro de los distritos castigados por la pandemia y la desesperación. “Estuve en la calle, me robaron el móvil, las gafas y mis pertenencias. Yo antes de todo esto comía en un bar, de menú de 8 o 9 euros, o en casa. Ahora vengo aquí”.

Entre el estrés y la incertidumbre

Lourdes Sáez trabaja desde hace 19 años en el sector de la limpieza de la terminal T2 del aeropuerto del Prat, que cerró con el inicio del estado de alarma, y está en situación de ERTE desde el 1 de abril: “La sensación que tengo es de incertidumbre porque no sabemos si nos van a rescatar. La empresa por la que estoy contratada, Sacyr Facilities, avisó de un día para otro del cierre de la T2. Fue todo deprisa y corriendo, un estrés. Tardamos dos meses en cobrar el ERTE, aunque la empresa nos adelantó parte de la paga de verano”.

Lourdes, con 57 años, ha pasado de cobrar cerca de 1.400 euros mensuales, ya que es responsable de equipo y trabaja algunos festivos, a percibir 947 euros del ERTE. A través de un gestor, ha negociado con el banco una carencia de un año para pagar solo los intereses de su vivienda en El Prat, por lo que ha aligerado la presión de la hipoteca. “Es un respiro”, remarca, pero tras cuatro meses de ERTE admite que le puede “el no saber”. “No sabemos qué va a pasar en agosto, si nos van a rescatar, o si se va a hacer otra prórroga. Mientras, pago luz, teléfono, agua y comida. Mi hija, de 24 años, vive conmigo y su sueldo no llega a 900 euros, pero aun así es un apoyo”.

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