Los padres de Caty Serrano, Vicente y Carmen, ambos de 89 años, compartían habitación en la residencia Bertrán i Oriola, en el barrio de la Barceloneta. Él falleció el 6 de abril, en plena pandemia, y ella, a la pérdida del marido, sumó no poder despedirse de él, no asistir a ninguna ceremonia, no ver a sus hijos, empeorar de la demencia y dar positivo en Covid.

“Mi experiencia ha sido nefasta”, narra Caty. “Una semana antes de que muriera mi padre, el médico me dijo que tenía una infección de orina. Me chocó, porque nunca le había ocurrido. Ya tenía unas décimas de fiebre. Al cabo de unos días, me dijeron que parecía que tuviera neumonía y que le iban a dar antibióticos. Yo pedí que lo trasladaran al hospital, pero me dijeron que lo tenían prohibido. Me ofrecí a llevarlo yo, pero tampoco podía ser. En aquel momento, no se hacían las pruebas de PCR, pero al médico le parecía que era coronavirus. Fue terrible. Las residencias no estaban medicalizadas, no tenían nada, no se podía poner una vía con suero. A los pocos días, mi padre falleció. Igual ellos no lo tienen contabilizado como muerte por coronavirus, pero la mayoría o todos los que murieron allí poco antes de los PCR fallecieron por Covid”.

Caty vio a Vicente por última vez el 13 de marzo, antes de que prohibieran las visitas de familiares. “No lo pude ver en sus últimos momentos, no me dejaron entrar porque decían que no podían desaprovechar un EPI (Equipo de Protección Individual). No hubo ninguna ceremonia. Nada. Se le enterró, pero yo no estaba presencialmente. No hemos podido cumplir su última voluntad, porque mi padre quería ser incinerado, pero la funeraria dijo que llevaba un marcapasos y en ese momento no se lo podían quitar y, por tanto, no se le podía incinerar. Está enterrado en Montjuïc, pero si es él el que está u otra persona, yo no lo sé. Mi padre murió el día 6, que es cuando me lo comunicaron, pero los de la funeraria no se lo llevaron de la residencia hasta el 8 y ahora consta en el documento de defunción que murió el 8. A veces es como que no me lo creo”.

No pude ver a mi padre en sus últimos momentos: no me dejaron entrar porque decían que no podían desaprovechar un EPI

Pocos días después, la madre de Caty sufrió una caída y le pusieron puntos en la frente y en la barbilla. “Mi madre lo pasó fatal. Les pedí que por favor me enseñaran a mi madre, que la quería ver, por videollamada, pero la comunicación con la empresa en aquel momento era totalmente inexistente. Las familias pasamos unas angustias impresionantes. Lo hemos vivido con muchísima preocupación, indignación e impotencia”. Cuando consiguió contactar con Carmen, la vio totalmente amoratada, con dificultad para mantener una conversación y mucho peor de la demencia.

A finales de junio se reabrió el centro y Caty acudió a diario a ver a Carmen, hasta que a mediados de julio volvieron a cerrarlo a los familiares y ahora solo se pueden comunicar mediante el teléfono. Carmen no entiende qué está ocurriendo. Cuando ve a Caty en la pantalla del móvil, cree que van a salir a pasear, y quiere marcharse. “Venga, vamos a la calle”, le dice, y luego mira para otro lado. “Mi madre necesita un trato más cercano, aunque estemos a dos metros de distancia. Lo demás, es enterrarla en vida”.

En Bertrán i Oriola había 92 residentes, de los que el 95% se infectaron. La empresa que gestionaba el geriátrico, Eulen, contabilizó 25 muertos por coronavirus, mientras que los familiares sostienen que fueron más de 40. A finales de abril, la Generalitat intervino el centro por presuntas irregularidades durante la pandemia y otorgó temporalmente la gestión a las Hermanas Hospitalarias-Psicoclínica de la Mercè.

“A parte de la guerra, no había visto una cosa como esta”

Los residentes que no tienen problemas cognitivos sí han podido comprender la dimensión de la enfermedad y, sobre todo, que sus familiares no pueden ir a visitarles porque hay un protocolo. Es el caso de Montserrat Barcons que, con 92 años y tras haber dado dos veces positivo por Covid, en marzo y en abril, sigue en la residencia Sant Jaume de Cardona (Barcelona), que fue el principal foco de preocupación del municipio. Parte de la plantilla enfermó y algunos compañeros fallecieron, pero ella fue asintomática y solo tuvo unas décimas de fiebre: “A parte de la guerra, no había visto una cosa como esta, es una pandemia muy mala, y hay gente que está muy asustada, pero yo creo que no se puede vivir así, con miedo. Tengo que estar contenta mientras viva. Hay una pandemia y lo acepto. Aquí nos cuidan, nos lavan la ropa y nos tratan bien. Ahora también hay gente joven que muere, lo veo por la tele, hay gente que no ha respetado mucho”.

Montserrat echa de menos ir a su pueblo, Freixinet (Lleida), pero fue a la residencia hace un año y medio por voluntad propia, y está convencida de su decisión. Ella es de campo y cuenta que, cuando era niña, siempre había alguien en la casa que se encargaba de cuidar a quién estuviera enfermo, pero la vida, dice, ha cambiado, porque ahora todos trabajan, o buscan trabajar. Montserrat, con dos hijos y una hija, se siente muy querida por su extensa familia, y habla al detalle de cuñadas, hermanos, hijos, sobrinos, nietas… que la llaman a diario. Durante el confinamiento, conoció por videollamada a una nueva bisnieta y solía ver vídeos de los hijos de sus otras nietas. “Yo tengo una suerte, y es que me pueden hablar de cualquier cosa, y me acuerdo. Yo no sufro porque recuerdo las cosas. Te deseo que puedas llegar a ser mayor y que puedas recordar como yo”, enfatiza, durante una llamada telefónica.

Antes siempre había alguien en la casa que se encargaba de cuidar a quién estuviera enfermo, pero la vida ha cambiado, porque ahora todos trabajan, o buscan trabajar

Incluso enferma de Covid, era ella quien calmaba a sus seres queridos: “Les decía: ‘yo estoy bien, todo el mundo me quiere’. No me gusta preocupar, se ha de saber estar tranquilo”. De su día a día, explica que hay personas de la residencia a quienes ya no ve porque fallecieron. Una compañera con problemas de salud mental le dice que quiere ir a su casa y ella la apacigua con un “ya iremos, no te preocupes, que están todos bien”. Otra señora tiene seis hijos y no reconoce a ninguno. En la residencia, los hay que juegan al dominó, otros que hacen ganchillo, pero a ella le gusta pasear por el jardín, leer, ver las “chafarderías” en la televisión y hablar por teléfono, mientras se restrinjan las entradas.

Caty Serrano | Pol Rius

“La yaya es una pasada”

El domingo anterior, vinieron a visitar a Montserrat tres familiares, entre ellos su nieta Elisabeth Solà, de 31 años, que vive en Cardona. Elisabeth confirma que era la abuela quien les daba ánimos durante el confinamiento. “Ella siempre ha sido muy valiente. Yo la llamaba cada día y me decía: ‘La yaya está muy bien’. Ella intentaba pasar el tiempo con la tele, con las revistas… Enérgicamente es una pasada. No hemos sufrido de una manera tan fuerte como otros familiares. Tuvo tos y fiebre un día, y dio positivo dos veces, pero al no tener síntomas, estábamos más tranquilos. Siempre nos pasaron vídeos desde la residencia. Cuando empezó a morir gente, la trasladaron a otra planta, y ahora vuelve a estar en su habitación”.

Elisabeth estuvo sin ver a Montserrat más de tres meses. Ahora, permiten visitarla media hora a la semana un máximo de tres personas. El reencuentro, explica la nieta, fue tranquilo y alegre, como es Montserrat, “pero sin lágrimas, la yaya nunca ha sido así”. “Mentalmente está bien, tiene una memoria impresionante. Entiende que ahora mismo no puede haber contacto, pero te dice que, con las palabras, con lo que hemos hablado, ya está contenta”.

Cuando supo en marzo que Montserrat tenía Covid, al principio se alarmó, pero con las llamadas y videollamadas, se fue serenando. “En los peores momentos de la pandemia te decía ‘si la yaya está bien, tú tienes que estar bien’. No ha tenido nunca miedo. Ella ha pasado una guerra civil, ha vivido en el campo, con tres hijos, los ha sacado adelante como ha podido. Su mensaje era el de ‘no sufráis por mí’”. Elisabeth valora la entereza de su abuela y sabe lo que es estar a cargo de una persona dependiente durante el confinamiento. Recientemente, tuvo que ingresar en otro centro a su madre, de 62 años y enferma de Alzheimer, porque el encierro le hizo aumentar la ansiedad, el nerviosismo y la agresividad.

“Mi madre se morirá y no la podremos ver”

La madre de Pilar Canosa, Josefina de Puig, tiene 92 años, padece Alzheimer, y hace año y medio que reside en un geriátrico. Cuando empezó el deterioro, tuvo una cuidadora en casa y sus hijos fueron turnándose para que estuviera acompañada las 24 horas, pero Josefina empeoró físicamente. “Ya no se aguantaba de pie, todo era a peso, levantarla, vestirla…”, explica Pilar. Desde el Programa de Atención Domiciliaria y Equipos de Soporte (PADES), les recomendaron trasladarla a un sociosanitario y los hijos (de un total de nueve) valoraron su entrada en una residencia. Obtuvieron una plaza en Eixample III, ubicada en un piso de la calle Muntaner, en el barrio de Sant Gervasi-Galvany, que cuenta con menos de una veintena de usuarios.

Entre los hermanos que tenían disponibilidad, la visitaban mañana y tarde, hasta que llegó la orden de confinamiento. “Fue bastante duro. Hubo una persona con Covid, una cocinera, y a partir de ahí, dividieron a los residentes y enviaron a mi madre a un centro sanitario. Entonces nos dijeron que tenía Covid asintomático. Ella es como una niña pequeña, que no ve lo que está pasando, y debía observar a la gente con mascarilla, sin saber nada más. Estuvo allí cerca de un mes, hasta que dio negativo y volvió a la residencia”.

El geriátrico no tiene jardín y el protocolo establece que la puede visitar media hora a la semana la misma persona dos semanas seguidas a través de un vidrio, previa declaración responsable de no haber pasado la Covid. “Algunos de los hermanos ya no la veremos viva porque está muy deteriorada. Tuvimos una angustia tan grande al conocer estas normas. Han ido tres de mis hermanas, pero ella no las reconoce a través de la mascarilla, tiene un hilito de voz y con un vidrio por medio no hay comunicación”.

Las medidas de protección son necesarias, pero se ha pasado “del 0 al 400”; es “absurdo”

Pilar cree que, si bien las medidas de protección son necesarias, se ha pasado “del 0 al 400”, lo que califica de absurdo. “Mi madre no entiende nada, ella ve media hora a una persona disfrazada a la que no oye. En el centro nos han dicho que está muy bien, que está contenta. Tiene muy buen carácter, come, sonríe, no suele quejarse, es simpática, buena compañera, tranquila, agradable, y las trabajadoras la valoran muchísimo. Pero es desesperante, se morirá y no la podremos ver”. Pilar y sus hermanos cuestionan que, si los trabajadores entran y salen con las debidas medidas de seguridad, no puedan hacerlo alguna vez los familiares. Sostiene que entre los hermanos no hay queja del centro, porque la ven bien atendida, pero las restricciones en las visitas han hecho empeorar a Josefina.

A veces, le gustaría llevársela del geriátrico, pero se necesita una grúa para trasladarla, varias personas para cuidarla, toda una infraestructura con la silla de ruedas y calendarizar entre los hermanos que viven en diferentes lugares de Catalunya. “La sociedad tendrá que estar preparada para esto que está pasando. Creo que es muy inhumano, muy duro, es devastador emocionalmente”, sentencia.

Negocio versus humanidad

María José Carcelén es portavoz de la Coordinadora 5+1, una plataforma de familiares de usuarios de las residencias de mayores. Considera que ha primado el negocio a la humanidad y que el problema existía años antes de la pandemia, tal como viene denunciando esta entidad: “Cómo estaban las residencias, quien tenía la capacidad de saberlo, lo sabía sobradamente, que era la Generalitat”. El año pasado llevaron sus propuestas al Parlament y se reunieron con los grupos parlamentarios para solicitar, entre otras cuestiones, que todas las residencias tengan enfermera de noche, algo que solo ocurre en una minoría, y que mejoren las ratios de personal.

“Si la situación era insuficiente, con la emergencia sanitaria, empeoró. Primero, no se hacían test. Segundo, no había EPIs para los trabajadores. Se cerraron las residencias para los familiares, pero los trabajadores entraban y salían cada día sin equipos de protección, y si había que levantar a los residentes, o cambiarles los pañales, la distancia de seguridad era cero. Y no se podía hacer aislamiento porque en las residencias estaban absolutamente todas las plazas ocupadas. Cuando tú tienes habitaciones dobles, es imposible hacer aislamiento. Ya sabíamos que iba a ser un desastre”.

Frente a la residencia Mossèn Vidal Aunós, en el barrio de la Bordeta, señala: “Aquí se contagió casi toda la plantilla, alrededor del 90%. Aquí han muerto 29 personas (de 112 plazas). Las 11 primeras no pisaron el hospital. La gente murió sola en sus habitaciones. Sola y abandonada. No había médicos, no había enfermería, no se les llevaba a hospitales, no les podía poner ni un suero. Estas personas murieron y vivieron en condiciones absolutamente indignas”.

Aquí han muerto 29 personas (de 112 plazas). Las 11 primeras no pisaron el hospital. La gente murió sola en sus habitaciones. Sola y abandonada

Ha visto cómo algunos mayores han dejado de caminar, han perdido hasta quince quilos o ya no reconocen a sus familiares. Subraya que los ancianos con problemas mentales y un alto nivel de dependencia no asimilan la ausencia de los familiares: “No entienden que haya gente que se vaya de vacaciones, que esté tomando algo en los bares y que pueda ir a la playa, pero que sus familiares no vayan a verlos. Una persona de 90 años con demencia senil no lo va a entender. Los mataron porque los dejaron morir por no llevarlos a los hospitales, porque no fueron a los hospitales hasta la segunda semana de abril, y ahora los matan de pena”. Y añade: “Las autoridades están diciendo que tenemos que aprender a vivir con el coronavirus. Entonces, ¿con los ancianos qué hacemos? ¿Los encerramos y tiramos la llave al mar?”.

La portavoz de la plataforma hace hincapié en que los abuelos “han vivido durante meses en un geriátrico, un centro sanitario o un hospital, sin visitas, en soledad y con una angustia terrible, mientras que ahora se les da un trato de muebles y les están causando un daño irreparable”. Sostiene que la presencia de los familiares en algunos centros es incómoda porque dan más trabajo al tener que desinfectar y gastar más EPIs, pero, sobre todo, porque ejercen un control sobre comidas, higiene y funcionamiento del centro. Pone como ejemplo la residencia Mossèn Vidal Aunós, también intervenida por la Generalitat, que retiró la gestión a Eulen por irregularidades y se la dio a la Fundació Vella Terra.

Para Carcelén, si el Gobierno catalán tiene la titularidad, pero una empresa privada realiza la gestión, corre el riesgo de convertirse en un negocio, algo que los familiares viven con “muchísima indignación”. La falta de mantenimiento de los centros es, según la Coordinadora 5+1, otra dejadez institucional, y enumera el mal funcionamiento del aire acondicionado, problemas en el sistema eléctrico, paredes sin pintar, grietas, persianas rotas y lavadoras estropeadas.

Mª José Cardelén | Pol Rius

“Se han vendido las residencias al mejor postor”

Las entidades del sector repiten que hace años que alertaban de las carencias de las residencias, como falta de personal y medios, y que con el coronavirus se ha hecho visible lo que venían denunciando, por ejemplo, desde la Coordinadora Estatal de Plataformas de Dependencia, que reúne a familiares, afectados y cuidadores. Su presidenta, Aurelia Jerez, señala que “durante años se han vendido las residencias al mejor postor, se han firmado contratos mirando casi exclusivamente la oferta más barata, y esto se ha visto agravado con la llegada de la pandemia”.

A su juicio, la solución pasa por poner más personal y, sobre el coronavirus, añade: “A los ancianos se les ha abandonado en los últimos días de su vida. Han muerto solos, y eso no es humano. Las restricciones de visitas familiares y el hecho de no dejarlos salir a los jardines, no digo que sea maltrato por parte de los empleados, pero el protocolo que están llevando a cabo es inhumano. ¿De qué sirve restringir las visitas a media hora a la semana si los trabajadores entran y salen a diario? Te puedes hacer un PCR y contagiarte media hora después”.

Temor a represalias por hablar con la prensa

Otros parientes acceden a dar su testimonio a condición de no poner su nombre en el texto, ni el del familiar que reside en el geriátrico, ni el del centro. Quieren mejorar la asistencia de las residencias, pero temen que hablar con la prensa les perjudique. Es el caso de tres mujeres, una de L’Hospitalet de Llobregat, y dos de la comarca barcelonesa del Baix Llobregat, que tienen a sus madres en geriátricos.

En el primer caso, la madre padece demencia y Alzheimer desde hace cuatro años y era inviable tenerla en casa por la falta de infraestructura en el hogar y por la necesidad de tener que contratar a una persona de día y a otra de noche. Antes de la Covid, sacaba a su madre a pasear cada día porque en las instalaciones no hay área al aire libre, pero desde el 13 de marzo se prohibió la entrada a los familiares. Con información a cuentagotas y más por la buena voluntad de alguna auxiliar que de la dirección, supo que el coronavirus había llegado a la residencia y que “estaban cayendo como moscas”. Como durante el estado de alarma, esta hija debía estar confinada en casa y tenía la posibilidad de traer a su madre, así lo hizo. “Tras sacarla de la residencia, ya en la calle, deprisa y corriendo, me hicieron firmar un consentimiento de que me la llevaba y de que me hacía responsable de que mi madre no tenía Covid, y que tenía que hacer la cuarentena de 15 días con mi madre por precaución. En la residencia no hicieron las pruebas PCR, la doctora hizo una revisión y dijo que no tenía Covid”.

Pocos días después, el centro informó de que había varios infectados y un fallecido. Su madre empezó a tener fiebre y, al llamar al CAP, le prescribieron parecetamol cada ocho horas, ya que solo ingresaban a pacientes graves. Una noche, cayó de la cama y hubo que trasladarla en ambulancia al hospital, donde le realizaron la prueba de PCR y dio positivo. Se recuperó en un sociosanitario y regresó al geriátrico de L’Hospitalet en una habitación compartida, pero una semana después la compañera de habitación falleció por Covid, y así hasta una quincena de residentes.

L’Hospitalet es uno de los focos más activos de Covid, lo que hizo restringir las visitas en el geriátrico antes que en otras zonas. Las videollamadas que recibe de su madre son escasas y, en ellas, no habla. “Con el Alzheimer, no mantiene la vista fija en ti, porque desvía la atención. Por teléfono, se ríe y te reconoce la voz. Entre que no sale y no te ve, está perdiendo el contacto con la realidad, y la discapacidad sigue avanzando. Ha perdido más de diez kilos, y en las últimas fotos que me han enviado, no llevaba su ropa. Mi temor es que no nos permiten entrar a los familiares, pero con la rotación de personal se pueden contagiar. Quiero hacer un traslado de residencia, pero la lista de espera es de varios años. Antes de la Covid, mi madre estaba medio bien y medio entendía, había momentos en los que me reconocía. Ahora está viva, la tienen sobreviviendo, ¿de qué manera? No lo sé. El trato que les dan es indigno”.

“He visto a gente morirse de pena”

En el segundo caso, la madre tuvo que ingresar en una residencia hace tres años y medio a raíz de un ictus que le dejó la mitad del cuerpo paralizado, si bien cognitivamente se defendía bastante bien. A principios de marzo, teniendo en cuenta las noticias letales que llegaban de geriátricos de Madrid, preguntó a la directora del centro del Baix Llobregat qué medidas habían previsto. “Puso cara de asombro, no había previsto nada. Estaban ella y dos encargadas, y me miraban con cara como de que no habían caído. Hablaban de que había que lavarse las manos, lavarse las manos y lavarse las manos. No había ni gel”.

Cuando a los pocos días cerraron la residencia, le costó aceptarlo, pero inicialmente iban a ser dos semanas en las que podían moverse libremente por la residencia y recibir videollamadas. “Los partes que nos iban dando desde la residencia decían que todo iba bien, que controlaban la situación, pero al hablar con mi madre, repetía mucho lo que explicaba, no parecía ella. Un día, a las 11 y pico de la mañana todavía no había desayunado. Me alarmé mucho porque tiene que tomar unas pastillas y seguir unos horarios”.

Por todo ello, cuando en la residencia dieron permiso para llevarse a los residentes a casa, fue a buscar a su madre. “El confinamiento en la residencia lo vivió de forma muy traumática. Estaba en una habitación con dos mujeres más. Según explica, estaban encerradas y solo venían a entregarles la comida, cerraban la puerta, y se iban. Estuvo así dos semanas, hasta que la sacamos de allí. A nivel mental estaba fatal, como en bucle, como si hubiera vivido una historia de terror, y tenía la cara desencajada”.

Al preguntar qué medidas habían previsto en la residencia, “pusieron cara de asombro, no habían previsto nada. Hablaban de que había que lavarse las manos. No había ni gel”

Lamenta que se haya dejado a un lado la parte emocional y que en el centro no haya ni una revista, ni un periódico, ni hojas para colorear, ni actividades, ni nada para distraerse. Su madre era una persona alegre, pero lleva tres años en esa residencia y no se ha adaptado. “Se ha ido amargando. El ictus le ha truncado la vida. Era una mujer independiente, viuda, pero feliz con sus cosas. El mal genio se le ha acentuado. Tuvo que abandonar su casa y se ve obligada a vivir en un sitio en el que no quiere estar. Si normalmente no tienen ocio, durante el confinamiento, se han pasado horas y horas en las habitaciones”.

Entre sus quejas, indica que cuando los familiares preguntaron por el adelgazamiento general de sus parientes, desde dirección respondieron, a través de mensaje grupal de WhatsApp: “Están un poquito más delgaditos, sí, es verdad, al no movilizarse, hay menos ingesta, al no quemar calorías, se tiene menos hambre y se come menos”. Otro mensaje que le desagradó fue: “Hay residentes que simplemente no se han dado cuenta de que no venís porque no tienen la conciencia suficiente para ello. A estos, la verdad es que no los vamos a priorizar”.

En su opinión, hay una falta de afecto y de atención, además de carencia de personal: “He visto a gente morirse de pena. Si no estás haciendo nada, y no te vienen a visitar… Explícales a ellos las cosas, pregúntales. Y, si te importan tus ancianos, los estás viendo confinados y no puedes atenderles, ¿no se te ocurre valorar esto, escribir a la Generalitat, plantearte algo, una alternativa? Sé de alguna residencia en la que no tenían casos y no los encerraron. Lo que hicieron fue no permitir las visitas externas”. Su sorpresa radica en que, siendo un centro verde, es decir, sin positivos, las personas seguían confinadas en sus habitaciones: “Es ir marchitándolas poco a poco”.

“Están todo el día ahí como si fuera un parking”

En el tercer testimonio anónimo, su madre tiene cuerpos de Lewin, un tipo de demencia, y enfermó de coronavirus en un sociosanitario de L’Hospitalet. Cuando fue a visitarla tras el confinamiento, comprobó que se le caía toda la ropa y que la hidrataban mediante una cánula, mientras que ella ayudó a su madre a beber agua con un vaso sin demasiada complicación. Por ello, al informarle de que le habían adjudicado una plaza en una residencia verde del Baix Llobregat, pensó que era una buena noticia, hasta que supo que no le estaban permitidas las visitas, que no había personal disponible para que su madre caminara una hora al día, y que no les estaban sacando a pasear al patio.

Se trata del mismo centro que el caso anterior: “No hacen juegos, no les ponen a andar, están todo el día allí como si fuera un parking. Están viviendo los últimos años de su vida como si fueran delincuentes”. A su juicio, “esto es más profundo que la Covid” porque la falta de personal en los centros es anterior y la desinformación es continua. Puntualiza que “hay gente que no quiere hablar con periodistas porque cree que luego van a tratarles mal, pero esto no es un caso aislado. Se están vulnerando sus derechos. No se trata de focalizar en una residencia, sino que se tienen que investigar a nivel general porque muchas personas mayores están muriendo de pena”.

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1 comentari

  1. Soy una de esas hijas desesperada por ver lo que está en pasando en la residencia. Hoy mi madre con demencia decía que no la dejaban levantar de la silla. Y la trabajadora me lo corrabora, que son normas. No solo lleva 5 meses sin ver la calle. Semanas en las habitaciones, que ahora con un calor sofocante no permiten que se levante. He escrito al director del centro. No sé qué hacer ni quién puede parar está inhumanidad que están haciendo con esas personas mayores e indefensas.

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