Mientras paseo por el lado mar del carrer de les Camèlies, tras abandonar la encrucijada de la Font Castellana, respiro feliz por la cercanía del Parc de les Aigües, un logro vecinal de la Transición para ocupar el espacio de la antigua Compañía. Mi intención es descender por Praga para alcanzar la plaça de Alfons X el Savi y, a partir de un edificio monumental y sus compañeros de viaje justo al lado, explicar la configuración de la ronda del Guinardó, pero un clic de memoria, una ráfaga del cerebro, me empuja a caminar un poco más para situarme en un tramo de la frontera entre Gràcia y Sant Martí, hoy en día Sardenya con Camèlies.
La parte hacia la Font Castellana de esta calle es la última urbanizada, notándose sobremanera por su arquitectura. Sin embargo, toda la zona está repleta de evocaciones, desde la Cecilia Ce de Mercè Rodoreda hasta mi más congenial Capitán Blay de Juan Marsé, ídolo de El embrujo de Shanghái, a quien imagino en la esquina, o si me apuran delante del bar Alondra, adonde me han llevado los pasos.
Quizá mi reciente obsesión con Can Baró, visitándolo casi cada día de la última semana, ha sido una excusa más para profundizar en mi conocimiento del terreno, no sólo limítrofe de los dos pueblos del llano, sino también conectado hacia el Carmel y una avenida en ciernes a finales del siglo XIX: la de la Font Castellana, futura Verge de Montserrat.

Para superar la barrera paralela entre Camèlies y esta vía, heredera del tramo superviviente de la travessera de Dalt, con otro camino en el pasado, tenía toda la lógica del mundo crear en un enlace entre ambas.
Lo que ahora contemplo es un muro parcial en la base, una verja protectora de la vegetación en el tramo superior derecho y unas escaleras hacia un misterio. No hace tanto una puerta permitía un acceso hacia esos escalones. Busco en los mapas para corroborar mis sospechas y bingo, ese tramo tapiado para decretar su muerte se denomina pass6atge de les Camèlies.

Antes de la pandemia iba de vez en cuando al Can Rafa de Camèlies con mi amigo José Luis. Cuando salíamos a fumar un cigarrillo comentábamos nuestras dudas sobre ese pasaje. Jordi, el van tancar fa poc, però anar-hi era tota una experiència, i la vista des de dalt de tot era collonuda.
Como pude subir me fio de sus impresiones. Los planisferios de finales del Ochocientos y principios del siglo XX exhiben este trecho yermo, pero desde las Agregaciones del 20 de abril de 1897 se aceleró el ritmo de urbanización entre Barcelona y sus nuevos dominios, con Sant Martí como una perla para operaciones de envergadura. La nuestra no lo era, aunque a veces denostamos demasiado la importancia de los atajos para ir de un punto a otro.
En dos breves de septiembre de 1898 leemos sobre la prestancia municipal en proceder a las obras para la apertura del pasaje de Camelias y la calle de Dalt, algo posible por la cesión gratuita, en general con beneficios de otro calado, a cargo de la señora doña Antonia Villegas.
La fecha encaja por lo mencionado en pos de enterrar los campos para convertirlos en calles desde una estructura, complicada por los accidentes orográficos, bien trazada como idea, pero imposible de unificar cronológicamente porque, por aquel entonces, la abundancia de propietarios con o sin masías ralentizaba una ejecución global.
Lo del pasaje de Camelias en 1898 podría obedecer a otra concepción del tiralíneas urbano. Las grandes y anchos paseos, ya presentes en el Eixample, aún no dependían de lo motorizado; de este modo los caminitos verticales proseguían un espíritu antiguo, aún no desmentido por la incipiente y rabiosa modernidad.

El passatge de les Camèlies no tiene mucha historia. He indagado un poco sobre Antonia Villegas, y lo más relevante es su muerte. Desconozco la causa. El primer indicio de estar ante una rareza es su obituario. Murió el 28 de noviembre de 1927, pocas horas antes que su marido, el escultor, presidente de la Academia de Bellas Artes, Manuel Fuxà i Leal.
En esa Barcelona de finales de los años veinte este no era un caso aislado. Ambos eran mayores y quién sabe si estaban enfermos o, si nos ponemos peliculeros, acaeció aquello de al no poder vivir sin ti me quito de en medio, suicidándose o por hastío de soledad.
La noticia copó páginas en los medios. En mi afán de relación puedo vincularla de forma muy remota con el suicidio de Joan Gamper el 30 de julio de 1930. 24 horas antes Hans Frey, compatriota suyo residente en la capital catalana, eligió idéntica clausura para sus jornadas.
Las trágicas circunstancias mortuorias del matrimonio Fuxà Villegas son el único rastro de esos benefactores. En sus donaciones aparece otro interrogante. ¿La calle de Dalt era la nueva travessera, o quizá lo era el sector de Verge de Montserrat comprendido entre la plaça Sanllehy y la de la Font Castellana?
Si seguimos un orden retornando nuestras pisadas al origen del itinerario comprobaremos cómo tras el passatge de les Camèlies la siguiente senda vertical, separada de nuestra protagonista por un solo bloque, es el passatge del Redemptor. En todo el perímetro de Verge de Montserrat y Can Baró muchos rincones han mantenido su bautizo franquista.
Hasta diciembre de 1945 el Redentor era, había mucho más, el pasaje sin nombre. Su idiosincrasia es la misma del de les Camèlies, con la escalinata para derrotar la pendiente y mutar hacia una plataforma siempre en ascenso, aquí hasta Verge de Montserrat.

No puedo dilucidar si el passatge de les Camèlies siempre fue un cul-de-sac. Las vistas aéreas más recientes podrían desmentirlo desde la acumulación edilicia y su anómala distribución en el espacio. En 1948 la Gaceta Municipal decretó su inmediata desaparición. Tres años después otro suelto nos descubre a Agustín Chela Garcés, habitante del número 6.
Su similitud con el Redemptor, candidato a ser la calle de Dalt, se coronaba con sus miradores, ahora inutilizados en eso del horizonte por los inmuebles pantalla, en las antípodas de las visiones de 1900, a rebosar de flores y con fachadas fantásticas por su emplazamiento.
Para cotejar el de Camèlies debería violar alguna ley. Las casitas y talleres del Redemptor no tienen ningún atractivo. En su cima, con su frontispicio en Verge de Montserrat, irrumpe la iglesia del Crist Redemptor, un encaje de bolillos católico firmado por Oriol Bohigas, de quien urge un estudio de todo su legado en esos confines, de la Ronda Guinardó al carrer de l’Escorial, de este templo, funcional y sin brillar en el entorno porque no somos pájaros, al carrer de la Providència.

La construcción tiene una puertecilla anexa a la izquierda, y por cómo continua cabe plantearse si existió un tercer pasaje anónimo para rizar el rizo.
Desde el passatge de les Camèlies tengo a tiro de piedra el Camp de l’Europa. Desde mi altura diviso el mismo encuadre que Antonia Villegas en sus años noventa. Sus ojos atisbaban la masía de Can Sampere y un surtido de callecitas gracienses, en expansión. La finca, con muchas hectáreas, era tan lustrosa como para disponer de la guinda de la travessera de Dalt. Tenía sentido antes de las agregaciones, cuando más allá nada había. Las casas más veteranas de Verge de Montserrat entre Sanllehy y Font Castellana pueden datarse, como muy pronto, hacia 1920.
Ahora mis pupilas conocen lo sucedido, y eso les da otra óptica, más rica en contenidos, menos bella en la fotografía por culpa del incesante tráfico de la frontera donde aún pocos émulos del Capitán Blay aseguran un aroma de esencia.


