“La primera ola del Covid la viví con una sensación de descontrol y de impotencia”. Así describe Eva Gil, médica adjunta del servicio de Urgencias en el Hospital de la Santa Creu i Sant Pau de Barcelona, su experiencia entre finales de febrero y abril de 2020, que compara con los años que estuvo trabajando en Angola: “Nunca hubiese imaginado vivir esa situación extrema en un contexto que, para mí, es un sitio seguro”.
Eva Gil había estado en el Hospital Nossa Senhora da Paz, en Angola, entre 2015 y 2017. “Allí la impotencia tiene que ver con el hecho de que no hay medicamentos para enfermedades que sí se pueden curar. Aquí nos enfrentábamos a algo que no conocíamos. De repente, apareció un virus que no teníamos muy claro cómo actuaba. Cada día estaban saliendo cosas nuevas en el sentido de a qué órganos afectaba, cómo tenías que aislarte, qué medidas tenías que tomar, cómo organizarte en el hospital… Cada semana salía un protocolo nuevo”.
La sensación que tenía Eva en los primeros meses de la pandemia era la de “ir por detrás de la enfermedad” y, a pesar de ello, tener que “tirar del carro”. De aquella época, Eva tiene pocas imágenes del hospital, apenas recuerda las caras de los enfermos o situaciones concretas. El estrés laboral era compartido y las conversaciones con los compañeros no giraban en torno al coronavirus, sino sobre qué hacían en casa y cómo entretenían a los más pequeños. En el caso de Eva, tiene una hija, Nindia, que entonces tenía un año y medio y que estaba confinada junto con su padre.
Un ingreso inesperado
El verano supuso un pequeño respiro, en comparación con los primeros meses del Covid, y a finales de octubre, con la llegada de la segunda ola, ingresó en el hospital una persona que se convirtió en su paciente más entrañable. Era la tía de la profesora de guardería de Nindia del curso anterior. La maestra, Ana, le había comentado a Eva que su tía Gregoria estaba ingresada por Covid en Sant Pau y que a la familia le gustaría llevarle una pequeña bolsa con algunos efectos de aseo personal, por lo que la doctora se ofreció a hacérsela llegar en cuanto pudiera.
Fue así como Eva conoció a Gregoria Peña, en un descanso de su turno: “Recuerdo entrar a la habitación, bien protegida, para llevarle sus cosas. Pensaba que entraría, le daría la bolsita y al poco tiempo saldría. Y no. Me quedé. Ella sabía que iba a venir, se emocionó mucho. Se puso a llorar, estaba muy sensible, pero tenía ganas de hablar”. Cuando Gregoria se calmó un poco, Eva le hizo una foto, grabó un saludo para la familia y se lo envió a Ana.

Desde entonces, Eva siguió visitando a Gregoria por voluntad propia, ya que la familia solo le había pedido que le diera la bolsa. Iba todos los días que trabajaba en el hospital, que eran la gran mayoría. Hablaban sobre todo de Ana, de cómo se conocieron, y de Nindia, que la adoraba. Eva no fue como doctora, sino como acompañante, para preguntarle cómo se sentía y darle algo de conversación en medio del aislamiento.
Gregoria estuvo lúcida en todo momento, pero al cabo de unos días empeoró a nivel respiratorio y hubo que bajarla a la unidad de críticos, donde no estuvo sedada pero sí necesitó oxígeno de alto flujo. Eva también fue a verla allí, aunque solo fuera para saludarla y para informar a la familia de primera mano de cómo la veía. “Me mojé, no fui fría. Sí les dije desde el principio que como médico no iba a interferir, pero yo les contaba cómo la veía. Cuando la bajaron a críticos, les intenté dar ánimos, les intenté decir que sí era verdad que había pacientes que iban mal, pero que había pacientes que con un poquito de oxígeno y de atención se recuperaban. Y en pocos días, ella se recuperó”.
Un día, a mediados de noviembre, Eva fue al hospital y le informaron de que le habían dado el alta a Gregoria. No pudo despedirse de ella presencialmente, pero sí lo hizo a través del móvil, y recibió varios mensajes y audios de agradecimiento de la familia.

“Están muy asustados”
Gregoria supuso un punto de inflexión para Eva. “Fue un choque. Antes de ella, yo intentaba mantenerme al margen, daba la información y desaparecía. Después, les preguntaba a los pacientes si querían que hablara con alguien de la familia o si querían que apuntara el número de teléfono de alguien. Te preocupas un poco más, y enriquece, porque a mí, además de la medicina, me gusta el trato con el paciente”.
“Ellos están solos y están 24 horas en la habitación dándole vueltas a la cabeza. Detrás de cada persona hay una historia y una familia, pero no pueden ir a verles, y están asustados. Muy asustados. Porque se han dicho muchas cosas sobre el coronavirus, hay mucha información. Muchos te lloran en el momento en el que les dices que tienen Covid y se tienen que ir a críticos”.
A nivel personal, cuidar emocionalmente a Gregoria supuso una forma de “devolver” el afecto a quien también había cuidado de su hija. “Ana es muy cariñosa y Nindia la quiere con locura. Me pidió que hiciera de enlace, no podía decir que no, y tampoco quería decir que no. Cuando conoces el contexto del paciente es diferente, profundizas un poco más y se crean otros vínculos”.

Vivir la Covid como médica y familiar
Eva supo lo que es estar al otro lado y tener a un familiar cercano ingresado. Su familia es de Burriana (Castellón) y durante los meses de enero y febrero de 2021 se contagiaron su padre, su cuñado, su sobrino de dos años y su hermana, quien, sin factores de riesgo, fue la que peor lo pasó y tuvo que estar ingresada por neumonía. Eva no pudo bajar a visitarles, por el confinamiento y porque tampoco le hubieran permitido ir a verles. “Fue tenso, por la distancia y por el peso de yo saber cómo van las cosas. No sabía si iría bien, y tampoco podía decírselo a mis padres”.
La hermana de Eva se recuperó. Desde entonces, se han visto poco porque Eva quedó en estado en marzo y tiene un embarazo de riesgo. Está de baja y tiene poca vida social, más allá de llevar a Nindia al parque. Ahora los sentimientos son diferentes a los de las olas anteriores. Confiesa que es más complicado cuidarse a uno mismo que a los demás porque en el hospital, al ir totalmente equipada, tenía una sensación de seguridad, cosa que no le ocurre en la calle.
Hace poco vio a Ana, que le comentó que Gregoria, con 70 años cumplidos, sigue bien. Eva recuerda aquellos días y aquellas conversaciones “sobre nada en concreto” con mucho afecto. “Lo viví como un toque de atención para volver a involucrarme con los pacientes, a darme cuenta de que detrás de ellos hay historias y situaciones. Fue volver a hacer la medicina personal que me gusta”.


