Estos días el debate sobre el turismo en Barcelona ha vuelto a plantearse en torno al concepto de calidad, ante los problemas de masificación y malestar que provoca la reactivación pospandemia. Las declaraciones de Xavier Marcé, concejal de turismo en el Ayuntamiento, y Jordi Clos, presidente del Gremio de Hoteles, han situado la discusión en la necesidad de que la ciudad aumente los mecanismos de selección del tipo de turista que quiere atraer. Y ellos mismos, hablando de calidad, han formulado que hay que subir los precios, en particular en los hoteles. La propuesta rezuma elitismo y clasismo, pero como que esto suena feo, se recubre de eufemismos sobre consumo cultural y capacidades de gasto. En realidad, de lo que estamos hablando es si la estrategia turística de Barcelona debe orientarse para atraer turismo de mayor poder adquisitivo o si hay que virar en otras direcciones.

El planteamiento de la elitización nos adentra en una lógica de turistificación global de la cual habría que huir, porque nos aboca a una sociedad más desigual, así como a un horizonte de mayor vulnerabilidad en un contexto de incertidumbres que afectan la actividad turística. Además, comporta múltiples riesgos y contradicciones. No es cierto que el turismo de ricos redistribuya mejor la riqueza generada. En este país, los salarios, uno de los principales mecanismos redistributivos, no están vinculados a los beneficios. Una camarera de piso que esté contratada a jornada completa y cobre según el convenio de hostelería, con un salario mensual neto de 1250 a 1300 euros en hoteles de 4 y 5 estrellas y de 1200 a 1250 en establecimientos de 3 estrellas o menos, a final de mes continuará recibiendo lo mismo, independientemente de si el cliente a quien limpia la habitación paga 80, 120 o 900 euros la noche. Además, son contados los hoteles que tienen un convenio propio que mejore las condiciones salariales establecidas al convenio de hostelería de Cataluña. Pero, para acabarlo de arreglar, hoteles de lujo continúan externalizando y pagando menos de lo que correspondería. Y el drama, que conocen bien sus trabajadores y trabajadoras, es que el convenio sistemáticamente no se cumple. Por otro lado, la opacidad de los entramados financieros de muchas grandes empresas, participadas por fondos de inversión, desde las cuales se acoge este turismo de élites, impide una mayor redistribución local de su gasto.

Además, este tipo de turismo implica una mayor presión en el consumo de recursos básicos, como el agua o la energía. No es ningún secreto, y así lo avalan varios estudios académicos, que las élites tienden a consumir más recursos por las actividades que realizan. El turismo caro es más insostenible. La presencia continua de personas con mayor poder adquisitivo favorece la concentración de una oferta destinada a este segmento, lo cual incrementa el coste de la vida y desplaza el tejido comercial dirigido a la mayoría de la población. Así mismo, las demandas de exclusividad se traducen en el cierre de espacios (privados, pero también públicos), para que los ricos puedan hacer cosas de ricos entre ricos. Por lo tanto, implica la pérdida de la ciudad como espacio compartido y la acentuación de los procesos de gentrificación.

Si todos estos impactos no fueran suficientes para descartar una vía que a la mayoría de la población de Barcelona nos perjudica, la propuesta tiene un problema añadido: no hay ricos para todos. Y esto quiere decir que cada vez hay más ciudades y territorios compitiendo para atraer a este tipo de élites. Venecia, Mallorca o Barcelona, por ejemplo, han entrado en una dinámica que conlleva más gasto público en infraestructuras, servicios y promoción dirigida específicamente a responder a las necesidades de este consumidor exigente. Recursos públicos que podrían ocuparse para resolver otras necesidades de la mayoría de la población o contribuir en los costes de una transición económica y socioecológica que nos haga menos dependientes y vulnerables.

El creciente malestar que provoca la turistificación de la ciudad no se puede resolver intentando captar a más ricos. Solo lo podemos abordar limitando la oferta de alojamiento y de acceso (vía aeropuerto y puerto), pero también de promoción internacional; fortaleciendo el control sobre prácticas abusivas e ilegales; y redistribuyendo beneficios de forma efectiva a través de las rentas del trabajo y de la fiscalidad. Bajo la retórica de la calidad, la apuesta por la elitización del turismo es, en definitiva, un mal negocio, porque acabaremos pagándoles la fiesta y saldremos escaldados.

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1 comentari

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