No recuerdo cuando me hablaron por primera vez del taller Masriera del carrer de Bailén, pero sí sé cómo la mayoría de personas sienten un hechizo plagado de ignorancia hacia su imponente fachada.

Muchos de ellos llenaron, cuando era más joven y no conocía tan bien la Historia de mi ciudad, mi cabeza con pájaros de todo tipo. Jordi, sus rejas son las de una logia masónica. Jordi, era un templo romano y llegó intacto hasta nuestros días. Jordi, es un lugar maldito donde se celebraban ritos satánicos.

Todos mentían, no por mala voluntad, sino por esa cosa tan Barcelonesa de no preocuparse por ahondar en la verdad, conformándose con leyendas y chismorreos. Yo mismo sucumbí a ello antes de investigar con garantías los mitos de Enriqueta Martí o Carmen Broto, así que no me extraña el fenómeno, común, demasiado, en los habitantes de la capital catalana.

Detalle del exterior del taller Masriera | Jordi Corominas

La habitual inacción de nuestro Ayuntamiento con el Patrimonio ha engrandecido la rumorología de este rincón mágico, útil para comprender la Historia de la Ciudad Condal, y sobre todo la de los orígenes del Eixample antes del Modernismo, pues se trata de un edificio de 1882, cuando la cuadrícula de Cerdà aún no estaba curtida en su tópico y sus construcciones eran más bien eclécticas.

El autor del inmueble es Josep Vilaseca i Casanovas, un arquitecto de original repertorio, quien recibió el encargo de los muy cultivados hermanos Masriera, Josep y Francesc, ambos con un alud de sugerencias para inspirar a su amigo, desde la Maison Carrée de Nimes hasta el templo romano del carrer del Paradís, descubierto en 1830, sin olvidar el hallazgo el mismo 1882 de otra perla romana en Vic.

Una nota de 1884 nos ayudará a comprender las intenciones de sus propietarios. En ella, se menciona como taller de pintura y museo de preciosidades artísticas, con seis hermosas columnas corintias sobre las que descansan el cornisamento y el frontón.

Entonces, el Masriera estaba rodeado de jardín y rodeado de dos estatuas, dedicadas a Rosales y Fortuny, en el mejor espíritu de una nueva época, encuadrada aún en la Renaixença Catalana.

El taller Masriera visto desde la calle Bailèn | Jordi Corominas

Sólo en 1900, con el ingreso Lluís Masriera, hijo de Josep, en la gestión del negocio familiar se producirán cambios determinantes en su función. El obrador del clan se trasladará al carrer Bailén, ampliándose la mole en 1913 mediante una nueva edificación, rubricada por Jeroni Martorell, y dos nuevos volúmenes en el espacio original del taller.

Sin embargo, a partir de los años veinte los intereses de Lluís, quizá por la vocación de una de sus hijas, se enfocaron al mundo teatral. Creó la compañía El Belluguet, escribió, adaptó obras, editó revistas y en 1932 participó con fervor en la fundación de la Federació Catalana de Societats de Teatre Amateur.

Ese mismo año su hijo Joan Masriera transformó el interior del falso templo en el teatro Studium, con capacidad para cuatrocientas personas y actuaciones de compañías como La Barraca, de Federico García Lorca.

Pinturas del teatro Studium | Jordi Corominas

La Guerra Civil arruinó el sueño, retomado en la posguerra hasta 1950, cuando esta joya capitolina pasó a manos de una entidad religiosa. En 1974 tomó las riendas la Fundació Pere Relats.

Ahora, al fin, ha nacido la posibilidad de darlo a los vecinos tras varias intentonas fallidas, como en 2015, cuando el Consistorio capitaneado por Xavier Trías quiso recuperarlo mediante una permuta, revocada después de las elecciones de ese año por Barcelona en Comú.

Un breve paréntesis personal

He tardado mucho en escribir este artículo. Durante más de una década pasee por los alrededores del Masriera, sin esperanza de poder entrar, conformándome con cuatro fotos de repertorio disponibles en internet. En 2020 me empeciné en popularizar su exterior para la serie Históricos Anónimos de La 2 donde, ayudado por el profesor Carles Carreras, desvelamos cómo hubo otro Eixample antes del Modernismo, con talleres, fábricas y una idiosincrasia en las antípodas de la actual.

Mi fantasía era poder abrir esas puertas, llegándome la oportunidad gracias a una alumna, buena conocedora de mis investigaciones barcelonesas. Tengo la suerte de haberme ganado sólo con mis pesquisas y energía la confianza de muchas asociaciones de vecinos alternativas, más libres al no depender de las subvenciones municipales.

Antes de la invitación de Eugenia me preocupé mucho una mañana, cuando explicaba el pasado del Masriera a un grupo de paseo. Quedaba poco para la Pandemia y me sorprendió toparme con Ricardo Bofill, en paz descanse, enfrascado delante del edificio con planos y en plenitud de facultades, como si conspirara una reforma del mismo.

Nunca sabremos si alguien quiso concederle al arquitecto la opción de ejecutar alguna de sus genialidades en nuestro protagonista. Cuando estalló la crisis sanitaria de la Covid19 caminé a su vera amparado por mi condición de periodista mientras preparaba con entusiasmo la pieza televisiva. Había renunciado a mi anhelo de franquearlo. Por eso, cuando acaeció el milagro, me preparé como si fuera un niño en su fiesta de cumpleaños, cariacontecido y dichoso por la rareza de tanta fortuna, ansiada durante toda mi vida adulta.

La visita y las reivindicaciones

Mi cicerone fue arquitecto Jaume Artigues, miembro, como Eugenia y casi un centenar de entidades, de la Plataforma Masriera. No piden ninguna utopía, sólo recuperar el Masriera por el barrio en una mezcla donde se combine la permanencia de las artes escénicas con la dinamización de la Dreta del Eixample, sin centro cívico propio, a través de propuestas intergeneracionales, es decir, iniciativas tanto para jóvenes y mayores, con el objetivo de arremolinar a toda la ciudadanía en un verdadero polo para el tejido social de este barrio de baja densidad y pocos equipamientos.

La contrapartida del Ayuntamiento no atendía mucho al rigor de conservación ni a la resiliencia de un teatro superviviente a una dejadez casi centenaria, a eliminar para trasladar la minúscula Biblioteca Sofía Barat, sita en el 64 del carrer de Girona.

Me impresionó mucho ver sus butacas, rodeadas de silencio, así como ingresar y mirar pasmado una sala donde se habían guardado los objetos, algunos a rebosar de polvo, de todo ese dilatado período, tales como estatuas de futbolistas, cartas, fotografías, planos y otros detalles impagables, con suficiente enjundia como para constituir un pequeño museo.

Objetos encontrados en el interior del taller Masriera | Jordi Corominas

En casa tengo una ilustre predecesora de estas inspecciones. Mi madre asistió a la apertura del clausurado Parlament de Catalunya, invadido por telarañas y esa sensación de Historia congelada por la escritura de los vencedores de la Guerra Civil. Aquí, a diferencia de ella, la conflagración fratricida sólo asomaba hasta cierto punto. Mi imaginación se transportaba con la decoración esparcida por todo el local, una denominación a todas luces injustas, con un azul soberbio y pinturas maravillosas, como si estuviera inmerso en una alucinación de la que no quería salir.

Detalle del interior del taller Masriera | Jordi Corominas

Nadie necesitaba convencerme de la necesidad de brindar el Masriera a los vecinos, pero caminarlo con un guía de excepción me reafirmo más si cabe, en especial al observar los anexos de 1913, ideales para cualquier tipo de actividad, conjugándola con el teatro Studium.

¿Deben desaparecer su graderío? Las últimas noticias de mi alumna así lo advierten, y si así ocurriera el teatro podría renacer sin tanto brillo, aunque con una adaptación contemporánea porque la ausencia de las butacas podría transformar su extensión en polifacética.

Vista general del Teatro Studium | Jordi Corominas

Aun así, me resulta una derrota de proporciones incalculables, tanto por la resistencia de esa totalidad, como por una hipotética concepción de un espacio doble con prestancia para alternar lo museístico como la apuesta social, donde no creo hubiera problema alguno para conjugar en todo ese nuevo fresco la incorporación de la Biblioteca Sofía Barat, hasta aunar un centro cultural de excepción desde su variedad.

Plataformas como la Masriera requieren de mayor voz en prensa, demasiado aquejada en los últimos tiempos de ser sólo un altavoz erróneo de aquello mayúsculo según sus intereses, con los ciudadanos arrinconados. Desde esta panorámica el Obrador del carrer Bailén podría erigirse en una experiencia innovadora no sólo para la postal hasta dar sentido a la participación de los habitantes del barrio, a buen seguro felices por disponer de lo demandado, ser escuchados, desde aquí animamos al Ayuntamiento a marcarse un tanto al ser año electoral, y regalar con todas las letras a la ciudad una de sus joyas de la corona, asimismo más potenciada para comprender los orígenes de su refundación tras la caída de las murallas y abocarse al presente sin miedo a experimentar en beneficio de toda la comunidad.

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1 comentari

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