La Barcelona de hoy poco o nada tiene que ver con la Barcelona de ayer. Las antiguas fábricas del Poble Nou se han convertido en lugares fetiche para exposiciones de arte y diseño cool, y el litoral barcelonés, otrora ocupado por millares de barraquistas, es hoy el lugar de peregrinación del turismo low cost europeo. Si bien las olimpíadas de 1992 fueron el punto de inflexión que consiguió convertir la Barcelona gris y contaminada en la Barcelona guai —también contaminada— de hoy día, la mutación de la ciudad durante el siglo veinte obedece a una constante que ha determinado parte del carácter de la ciudad: la vergüenza en la mirada del ojo ajeno. Una mirada que revela, hasta cierto punto, el grado de acomplejamiento de una ciudad que se ha constituido en las últimas décadas no tanto en base al “qué queremos que Barcelona sea” sino en el “qué pensaran de lo que somos”.
De las barracas a la antorcha olímpica
Acorde a los datos del Anuari estadístic de Barcelona, en el año 1914 había un total de 1.218 barracas con una población de 4.950 habitantes; para el año 1922 la cifra se había triplicado. Según apunta Oyón e Iglesias en Barraques. La Barcelona informal del segle XX (2010), la Cámara de la Propiedad alertó —utilizando la palabra crisis—, de que el mercado de la vivienda se estaba saturando y que era necesario construir nuevas viviendas en los límites del Ensanche y algunos suburbios populares, lo que impulsó a pequeños propietarios y promotores a construir nuevas viviendas. Estas, no obstante, quedaron fuera del alcance económico de la población que habitaba en las barracas.
La celebración de la Exposición Internacional de 1929 en Barcelona sirvió de pretexto para «limpiar» los asentamientos que se habían ido levantando en distintas zonas de la periferia de la ciudad. La Comisión Especial del Ensanche remarcaba «la necesidad irrecusable de hacer de Barcelona una ciudad nueva que sea adecuado escenario para la Exposición Internacional próxima; una ciudad que sea grata a la vista del visitante porque se presente ante sus ojos con el atavío esplendoroso que le otorga la plenitud de una urbanización perfecta y ultimada». Consecuentemente, — rezaba el informe de la Comisión —, «se ha ordenado el derribo de innumerables barracas, visión repugnante de miseria y suciedad, que habían sido construidas en distintos lugares de Barcelona» (Tatjer, 2010, p.43).
Este es un episodio que se repetirá sucesivamente. Por ejemplo, a la visita del Papa Pío XII a Barcelona el año 1952, en ocasión del XXXV Congreso Eucarístico, le precedió una oleada de derribos de las zonas de barracas situadas alrededor de Montjuic y en la zona de Camp de la Bota. Hacer de Barcelona una ciudad atractiva al ojo ajeno será el discurso —concreto para la ciudad condal— que se utilizará como marco general para impulsar las pertinentes remodelaciones del espacio urbano. Una obsesión, un discurso, que permeará también en la Barcelona posfranquista.
El barraquismo era percibido como un hecho vergonzante por parte de las autoridades, pero podía ser tolerado siempre y cuando quedara oculto a la vista del otro. Como dice Tatjer (2010): «El barraquismo creó una “ciudad informal”, parte sustancial de la “normalidad barcelonesa”, que era un paisaje urbano típico que las autoridades del régimen miraban de ocultar» (p. 209). Los eventos internacionales hacían explícita aquella «normalidad», pues revelaban al ojo ajeno la vergüenza escondida del régimen.
Si en 1965 se estimaba que en Barcelona quedaban unas 9.000 barracas, para 1971 ya se habían reducido hasta poco más de 3.000 (cfr. Tatjer, 2010). El fin «oficial» del barraquismo en Barcelona llegaría con el derrumbe de la barriada del Camp de la Bota el 10 de junio de 1989, tres años antes de los JJ. OO. de Barcelona. Desde aquel momento, la posibilidad de habitar en la ciudad condal fuera del plan urbanístico diseñado por el legislador, quedó reducida a mínimos. Los márgenes y las infraviviendas seguirán existiendo, pero ya no podrían ser considerados por el discurso hegemónico como un resto vergonzante que ignorar. Nacía la Barcelona del éxito.
La Barcelona que nació después de los JJOO
En ocasión del treinta cumpleaños de los JJOO se han publicado muchos artículos elogiando la gran transformación de la ciudad ideada por Maragall e implementada por Bohigas recogiendo la herencia de Idelfons Cerdà. Lo mismo ha ocurrido con los artículos profundamente críticos con el progresivo devenir de Barcelona, que en un siglo ha pasado de ser percibida como una ciudad triste y gris, a una suerte de collage alegre y multicolor.
La ciudad — argumentan estos últimos —, se ha convertido en una ciudad-escaparate donde el discurso de la economía, disfrazado de ecologista e integrador, ha continuado dominando por encima de las prioridades ciudadanas; concretamente, por encima de la mayoría popular residente en la ciudad. Los barraquistas de ayer son las familias desahuciadas de hoy: incapaces de renovar el alquiler debido a la eterna tendencia creciente de los precios, tienen que dejar la ciudad en la que han vivido durante generaciones para irse a otros lares. Este proceso que se selló con los JJOO de 1992, hoy cumple treinta años. Pero no empezó, ni mucho menos, en la Barcelona olímpica post 1992.
Cabe destacar, también, que otra parte importante de las críticas tienen a menudo más parte de componente electoral que otra de cosa. Es harto explícito los intentos de la alcaldesa Ada Colau de regular los precios de los alquileres para frenar la sangría gentrificadora, pero esta esta competencia, por ejemplo, se encuentra en manos de la política estatal. Por otro lado, las cifras de construcción de viviendas públicas han alcanzado su máximo histórico durante el último mandato.
Y, sin embargo, treinta años después, la pregunta sigue abierta: ¿tiene Barcelona una visión de futuro, más allá de acumular grandes eventos como los mencionados anteriormente, los JJOO 92’, el Mobile World Congress o el Primavera Sound? ¿Cómo se puede revertir la presión que ejercen los grandes propietarios desde un consistorio con pocas herramientas reales de confrontarlos?
E igual, la pregunta más importante que cabe preguntarse hoy es la que sigue: ¿Ha dejado Barcelona de construirse en base a la mirada del ojo ajeno?



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