Una triste belleza de caminar Barcelona para estudiarla es darse cuenta de la separación entre todos sus espacios, asimismo fruto de lo mal que se ha explicado su Historia, causa de muchos malentendidos, como el mío sin ir más lejos.
Al ser del Guinardó, siempre he visto los barrios hacia el Llobregat desde una perspectiva errónea, pues de pequeño, lugares como Sant Gervasi, Sarrià o Les Corts olían a rico convergente o pepero sin ninguna preocupación social.
Buena culpa de esto, y ahora alguno se alzará de su asiento, es del largo gobierno socialista, en este sentido bien continuado en su misión por Barcelona en Comú, ambas formaciones empeñadas en desdibujar el relato histórico para fomentar tópicos favorables a sus intereses electorales y partidistas.

Por eso, a más de uno podría sorprenderle conocer el pasado fabril de cierto sector de Les Corts, cuando la Diagonal tras Francesc Macià, donde se ubicaba la granja experimental, estaba en pañales y mucho antes de la hegemonía de esa arteria había un ingente núcleo de industrias entre químicas, chocolateras y hasta un verde prado con indianas, el d’en Rull, más tarde elegido para establecer la Colonia Castells, al lado del Camp de la Creu, protagonista de este reportaje.
El territorio de Les Corts, escasamente poblado, fue vastísimo hasta las agregaciones de 1897. El símbolo de su doble poderío, en hectáreas e intenciones económicas, era la actual Escuela Industrial, antaño Can Batlló, impulsora de otros ejemplos similares, bien acompañados de la escuela y convento de nuestra señora de Loreto, desaparecidos tras la Guerra, o el Asilo de Sant Joan de Déu. Todos estos elementos, pero sobre todo los productivos, animaron a la construcción de viviendas para obreros en una mezcla clásica en Barcelona entre un gusto rural y la modernidad empresarial.
Ambas se conjugaron en el Camp de la Creu, cuyo nombre remite a una vieja cruz medieval, válida en nuestros días para comprender la proliferación vegetal de otrora a partir del paso de la larguísima riera de Magòria. En este enclave se situó la plaça del Carme hacia 1870, culminación de la calle central de este pequeño barrio, la de Morales, bautizada en honor a un alcalde de Les Corts vinculado con fábricas de charol, a la postre socio de Agustí Castells, quien en 1923 pudo ponerse la medalla de su homónima colonia para alojar a sus trabajadores en doscientas casitas en cuatro pasajes.

Los años veinte fueron cruciales por el boom demográfico barcelonés, debido a la masiva inmigración del sur, surgida, para ahorrarnos explicaciones y cumplir con los tópicos, a partir de las obras del gran metro y el efecto llamada de la Exposición Internacional de 1929.
En Les Corts, la Colonia Castells fue el paradigma por excelencia de este instante, con los aledaños del Camp de la Creu lanzados en su integración urbanística y edilicia, como prueba el nomenclátor en el passatge de les Cinc torres, las primeras establecidas en el lugar, o la misma arquitectura de la zona, a destacar por la casa Sardañes i Bonet del genial Puig i Gairalt, sita en el 146 de Déu i Mata, oscurecida en su brillo por la mole del edificio Atalaya de la Diagonal.

Durante esos años de dictadura también debieron alzarse los bloques más o menos uniformes del carrer d’Entença, raros en esta avenida, con toda probabilidad en peligro por la manzana de la discordia de este siglo en este entorno, un verdugo sin rostro con tanta prestancia como para haber cerrado este verano el restaurante Las Gabarras y haber pasado por la piqueta casi toda la Colonia Castells con el fin de abrir un parque de diez mil metros cuadrados, complementado con equipamientos, algunos de ellos ya establecidos y por encima del presupuesto establecido a principios de nuestra centuria, pues todo el embolado lleva en marcha más de quince años, para desgracia de los vecinos, preocupados tanto por las expropiaciones como por la lentitud de ejecución, un despropósito en la línea de todos los consistorios democráticos, acelerado ahora por la actual ignorancia sobre la Historia de los mandatarios en la plaça de Sant Jaume, para quienes la memoria histórica es un esnobismo vinculado con la conservación patrimonial, siempre que no atienda a criterios publicitarios para perpetuar la postal.

La última protesta nació por la remoción de una de las cabezas animalescas de las fachadas del Camp de la Creu. Se mantendrá la de las caballerizas Comas del carrer de Morales, no así la de Montnegre 46, hermosa testa de carnero eliminada de la finca ampliada en 1923 con dos plantas bajo la rúbrica de Antoni de Falguera, fiel encargado de cumplir los deseos de Francesc Olivé.

Como entenderán, esa cornamenta y esos ojos ciegos de la bestia hablaban sin palabras de una función, según la hemeroteca atraer a los clientes de una carnicería situada en los bajos, si bien las voces populares especulan sobre si se vendía leche, aunque otras prefieren la versión de tener al propietario del inmueble como un dios de la casquería.
Quién sabe dónde ha ido a parar el carnero. La casa irá al suelo para asimilarse con la calle Castells, la de la Colonia Castells y el pasaje Castells. El último mohicano es el passatge de Piera, del cual se derribará la mitad para dejar un testimonio de recuerdo.
Da igual por donde se acceda al Camp de la Creu y a la Colonia Castells. Suelo hacerlo tras haber paseado por los pasajes, otros milagros en pie, de Albert Piñol o Planell, pero si ingreso desde la travessera de Les Corts siempre tengo la impresión de hallarme en el escenario de una guerra sin armas, bien definida por el historiador Adrià Terol, para quien resulta escandaloso el contraste entre las campañas de promoción del monasterio de Pedralbes o las caballerizas Güell, arquetipos de una imagen a vender, a diferencia del Camp de la Creu o la Colonia Castells, sin arquitectos de renombre, como si las morfologías de barrio no contaran, quizá, esto es de mi puño y letra, por el placer de homologar a sabiendas de hallarse en ángulos urbanos poco aprovechables para el turismo.
Sin embargo, esta conflagración bélica tiene su dosis poética. La puerta del passatge de Piera podía abrirse hasta hace bien poco. Circular por su línea recta era la constatación de una derrota por las ruinas, ocupadas de modo conflictivo durante los años 2010, la acumulación de hierbajos y la conciencia del adiós, más gravoso si cabe por la argucia municipal de quitarlo del catálogo patrimonial para hacer y deshacer a su antojo, en la mejor tradición porciolista.

Las vistas no son mejores en la plaça del Carme, sus muros teñidos de color Burdeos, con una placa del callejero decimonónico y una fuente como observadores de los numerosos descampados a su vera, y como el lector no habrá nacido ayer podrá intuir en todo este desarrollo una serie de dinámicas repetidas hasta la extenuación en Barcelona, donde es más fácil el abandono para la renovación que adoptar el pasado para fomentar pluralidades desde el logro de la diversidad de sus barrios, con identidades propias fundamentales para la idea de una urbe federal pensada para sus ciudadanos.
En Les Corts esto supondría revertir una masacre forjada a través de los decenios, con episodios desastrosos por la especulación, desde la paralización en el franquismo del destino del antiguo campo del Fútbol Club Barcelona hasta la erección de pantallas de cemento, con la sola virtud de tapar los centros neurálgicos como el meollo de la plaça de la Concòrdia, rehabilitado por el buen funcionamiento de Can Déu y los nuevos usos para la Cristalleria Planell, famosa en su época por la huelga de los niños de 1925, bien acompañada en la contemporaneidad por la Escola Bressol Xiroi, espléndida y particular en su recodo, notable y a reivindicar, no como el deplorable estado del tramo superior del carrer de Joan Gamper.

No pretendo desmenuzar todas las problemáticas de Les Corts por ética profesional, consistente en analizar al dedillo sectores concretos de los distritos para así ponderar el valor de los barrios. No obstante, mientras escribía, ha acudido a mi cabeza un detalle cargado de relevancia.
Junto a Numància hay un atajo para ir hacia Nicaragua donde podemos admirar un busto dedicado a Josep Maria Batista i Roca, racista catalán partidario de la eugenesia para purificar la raza, con apoyos de hombres como Pompeu Fabra, y empecinado en la formación de un ejército catalán, embrión ideológico del grupo terrorista EPOCA.

Pese a pedir con insistencia la defenestración del homenajeado, nadie en el Ayuntamiento ha movido un dedo, como sí han hecho con el carnero de Montnegre, y en ello relucen factores políticos esenciales para comprender ciertas prioridades. El tejido de una ciudad no cesa en contar una determinada Historia, y en Barcelona la de la clase trabajadora se destierra incluso con gobiernos de izquierda, los mismos que, casualmente, gobiernan desde la restauración democrática, un sinsentido, fantástico para preguntarnos si en determinados argumentos este progresismo es una falacia para engañar a tantos votantes de otras tantas generaciones.



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