Desde que las Cortes de Cádiz aprobaran la primera Constitución española en 1812, ya van ocho las Cartas Magnas promulgadas en España (si se da rienda suelta a la generosidad y se cuenta también el Estatuto Real de 1834). Sin embargo, ninguna de las anteriores tuvo una vigencia tan extensa e ininterrumpida como la actual, la Constitución de 1978.

A la muerte de Franco, en noviembre de 1975, España comenzó la archiconocida Transición con el proyecto de aprobación de una Constitución. No entraremos aquí a valorar las tensiones, dificultades y desafíos que este reto planteó, ni tampoco los evidentes condicionantes que el ruido de sables, entre otros factores, supuso para este proyecto.

En todo caso, el respaldo popular a la Carta Magna fue muy amplio (insisto: no pormenizaré pero, por favor, que no se obvie el contexto). No obstante, las tensiones políticas fueron evidentes, y no todo el mundo estaba por la labor de aprobar algo que descentralizaba el Estado y apostaba por ciertos valores entendidos como progresistas (o demasiado progresistas para la España de la época, se entiende).

Así, es archiconocida la carta a un períodico de un jovencísimo José María Aznar cuestionando la idoneidad de la Constitución de 1978 (por la razón que sea, Aznar no nació constitucionalista).

Sin embargo, el paso del tiempo pareció sentarle bien a la Constitución. Tanto es así que el consenso respecto a la nueva Carta Magna se fue ampliando progresivamente hasta el punto de asumirse plenamente como el punto de partida, como la cuestión ineludible, como el cimiento sobre el que toda discusión política tenía que girar. Aún más: la Constitución era ahora el principio inquebrantable que regulaba, regula y regulará la vida política institucional española. En este sentido, pareciera que la Constitución fuera la realización necesaria y última del Espíritu Absoluto (¿el final de la Historia?).

El cambio de perspectiva que se ha producido ha sido tan significativo que, de un tiempo a esta parte, la Constitución es ya, sobre todo, una arma arrojadiza sobre la que se sustentan las más duras acusaciones hacia los adversarios políticos. Estas acusaciones suelen consistir, precisamente, en tachar de inconstitucional toda medida con la que se discrepe.

A pesar de que la reivindicación del constitucionalismo como un valor sacrosanto se ha tornado un lugar común en todo el espectro político español, el énfasis en este valor y, sobre todo, el énfasis en la exclusión del adversario político de la participación en este constitucionalismo, se ha tornado especialmente frecuente dentro de los sectores más conservadores de la política española. Sí, precisamente aquellos que tiempo atrás fueron más escépticos (retornando a la generosidad valorativa) son los que ahora se han parapetado en una Constitución que pareciera escrita en diamante. El tiempo parece haber construido un fetiche, el del constitucionalismo, como una herramienta reaccionaria. La única condición: que tal constitucionalismo no sea detalladamente explicado, que no se pueda desgranar. No hay realmente ningún objeto al que referirse.

Y llegados a este punto, se cumplen ya 45 años de Constitución. Y esta Carta Magna realmente dice muchas cosas. Por ejemplo, dice que cada ciudadano(a) tiene derecho a una vivienda digna. No obstante, los constitucionalistas por excelencia (o con pedigrí) dirán que la formulación se refiere a que no se le puede negar a un ciudadano que tenga una vivienda, es decir, que tiene derecho a poseerla y/o habitarla, pero nadie puede ni debe ser garante de que así sea. En cambio, otras formulaciones parecen ser tenidas en cuenta de una forma más literal: la Unidad de España y su indivisibilidad parecen no permitir hacer nada que no fuera pensado en 1978 en lo que a política territorial se refiere. En este sentido, la interpretación de la Constitución parece ir también por barrios.

Aún y con todo, la Constitución de 1978 probablemente no sea una mala herramienta, siempre y cuando se tenga en cuenta que es eso, una herramienta: sujeta a revisión, a modificación, a enmienda, a cuestionamiento. No puede ser una solución cerrada a cualquier problema que esté por venir. Se dirá que esto ya se admite, que hay cauces para reformar la Constitución. Y esto es cierto. Pero además de cauces, hace falta cierta voluntad de hacer los cambios, de entender que una norma humana no puede ser las tablas de la ley, que no vamos a poder estar de acuerdo en todo, pero que podríamos acordar que el desacuerdo puede incluso llegar al cuestionamiento de si esta Carta Magna, tal y cómo está ahora, es adecuada a las necesidades políticas de la sociedad actual.

En resumen, se trata de pensar en si queremos que siga siendo un reproche o una arma, a través del fetiche del impoluto constitucionalismo, o si queremos que sea un punto de partida. Sin este planteamiento, corremos el riesgo de que aquellos que preconizan su gusto por la fruta de forma desinhibida, incluso descarada, se sigan apoderando de un elemento común que, nos guste más o nos guste menos, incide de forma muy directa en la vida de una ciudadanía que nunca solicitó adoradores de textos, sino gestores de los mismos. Aunque es cierto, quizás esta ciudadanía nunca pidió nada, pero tampoco degustadores de fruta, y los tenemos ya a montones.

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