El Grinch es un personaje de ficción creado en 1957 por el escritor y caricaturista Dr. Seuss. Especialmente popular a través de la adaptación cinematográfica del año 2000, en la que Jim Carrey encarnaba al célebre icono verde, el Grinch está enfadado con la Navidad. Este personaje no deja de ser un icono que sigue una larga tradición de personajes desencantados con la Navidad: pensemos en Scrooge, protagonista del celebérrimo Cuento de Navidad de Dickens, por ejemplo. 

Sin embargo, lo que suelen tener en común estos personajes es que, en realidad, lo que les lleva a su boicot navideño es la decepción de haber aprendido que los buenos sentimientos que son promovidos por ese espíritu de la Navidad no son sino una farsa, una impostura. Tanto el Grinch como Scrooge coincidirían en arremeter contra el cinismo de la gente con su supuesto espíritu navideño: predican sobre paz y amor cuando se pasan el año haciendo cosas que van en dirección diametralmente opuesta a esta misma prédica. Además, este mismo cinismo propio de estas fechas tan señaladas les lleva a poner en valor la compañía de los demás, la fraternidad con mayúsculas, cuando, al final, transforman la festividad en una oda al consumismo más zafio y vacío. 

En este sentido, la desafección de los diferentes arquetipos de Grinch no es con la Navidad, sino con la hipocresía humana y con lo que hemos querido hacer con la Navidad, siendo, como somos, realmente muy poco navideños durante todo el año.

Así, sería un craso error buscar un Grinch del año como sinónimo de maldad, ni tan siquiera como símbolo de aguafiestas. Más bien, podríamos encontrar en este modelo verdoso una suerte de faro moral, si se me permite el atrevimiento, bajo la lupa del cual poder valorar a los demás: si el Grinch no es capaz de aprobar su comportamiento, probablemente algo chirríe con lo que hace.

La política de hoy en día está dominada hasta la saturación de mantras que hacen valorar por encima de todo la fidelidad a las ideas, a los principios, a no cambiar de posicionamiento, etc. La pureza es tenida en muy buena estima mientras que, por contra, la adaptación, la plasticidad, la posibilidad de cambiar de opinión, el disenso o el cambio de criterio son vistos como muestras y claros signos de debilidad

No obstante, todo el mundo se ve obligado, tarde o temprano, a cambiar o matizar sus posicionamientos en algún momento: y como esto no era admisible, entra en juego la mentira. Se miente, se tergiversa y se manipula para no admitir que se está haciendo lo que se está haciendo. Es decir, entra con fuerza la hipocresía que al Grinch tanto repele. ¿No sería más fácil admitir el cambio de criterio como una posibilidad legítima, siempre y cuando se explique adecuadamente? No, se prefiere comulgar con unos principios a los que se puede traicionar de mil formas, todas rastreras y soterradas.

Milei, Netanyahu, Putin, Abascal, Ayuso… Muchos son los personajes políticos icónicos de este 2023 por múltiples y sólidas razones, pero ninguno sería un buen Grinch. Ninguno parece mostrarse disconforme con la doble moral con la que deben comulgar. Ninguno parece sentir que hay algo que se está rompiendo, a menos que lo que se rompa sea aquello que ya decían que se iba a romper (España, por ejemplo).

Las hay a quiénes les gusta demasiado la fruta, otros fantasean con personas colgadas boca abajo como si fueran un fuet, otros quieren arrasarlo todo, otros simplemente no piensan dejar títere con cabeza, ni tampoco ninguna piedra en el solar, pero todos parecen demasiado convencidos de lo que están haciendo. El rumbo parece incuestionable: aún cuando tendrán que mentir para corregirlo. La mentira como forma de recular y, si se hace bien, sin consecuencias. Y se hace bien: la anestesia popular ya es lo suficientemente evidente.

La lista no es ni ha pretendido ser exhaustiva pero, si se quiere, se le puede sacar mucha más punta. Y por más personajes que se saquen, por más que ampliemos el espectro, no parece haber un buen Grinch. 

Y no, este no es un texto que ratifique esa monserga de “todos los políticos son iguales”. No va de eso este texto. No es lo que pienso. Y no pretendo contribuir a ello. La idea es más bien incidir en algo que, a día de hoy, se antoja innegable: parece imposible resistir, conservarse y  trascender como personaje político, estar en todas las salsas, sin comulgar con esta hipocresía de mínimos. Una hipocresía de la supervivencia política. Pero una hipocresía de la muerte de la vida. Una hipocresía ya no solo potencialmente dañina sino, por desgracia, cada vez más realmente exterminadora.

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