
La magnífica exposición del CCCB sobre la IA juega con estas letras produciendo diversas relecturas, pero la mayoría –si no todas– eliden la cuestión subjetiva y se ciñen a la tecnología y sus riesgos sociopolíticos. Estos días, en el Mobile World Congres (MWC) no dejamos de escuchar la fascinación por sus producciones más recientes. La tendencia es que las máquinas se asemejen cada vez más a las personas, como el robot perro que no se conforma con responder, sino que incluye gestos que confirman sus palabras o el chatbot, que incluye chistes o ligeros engaños a modo de humor.
El éxito actual de la IA radica en su capacidad para asumir la delegación de saber y goce que vamos haciéndole a pasos agigantados. Google se nos queda pequeño frente al chat GPT, al cual ya le suponemos un conocimiento general sobre cualquier ámbito. Pero no solo esperamos de las máquinas un saber omnisciente, también devienen nuestras amantes más fieles. El precedente de la película Her, donde Joaquin Phoenix se enamoraba de la sensual voz de Scarlett Johansson, ya se hace realidad en la anunciada boda de la artista catalana Alicia Framis con un holograma, con el que ya convive. Las máquinas se muestran sensibles y dotadas de afectos y voluntad de goce, si bien sabemos que esa “humanización” es cosa de sus diseñadores que buscan su toque de amistosidad smart.
Todo ello confirma que ya vivimos en un mundo figital (físico+digital), un espacio híbrido donde lo real y lo virtual se superponen y se amalgaman como en una banda de Möbius sin distinción posible entre interior y exterior. La IA se nos presenta como el hilo de Ariadna que nos sacará del laberinto de nuestras vidas, amenazadas por las diversas crisis climáticas, bélicas, sociales agazapadas tras el Minotauro. Para ello, es preciso aceptar que el algoritmo nos conozca y aprenda cómo anticiparse a nuestros deseos y saber lo que nos conviene. Su potencia de cálculo resulta muy eficaz, sin duda, en ámbitos médicos, logísticos, de simulación (gemelos digitales), procesamiento de datos y, por supuesto, en el ocio y entretenimiento.
Sus límites radican en su mecanismo de aprendizaje (machine learning) que evita la contingencia (sorpresa) y solo apuesta por lo posible (ya existente), lo que merma su capacidad inventiva. La IA calcula, pero no piensa, adquiere “habilidades sin comprensión” (Dennett) y simplifica sus decisiones. Como dice Byung-Chul Han, es demasiado inteligente para ser un idiota, actividad que sigue siendo un privilegio de los humanos, capaces del doble sentido, la ironía, los lapsus o los sueños, formaciones del inconsciente freudiano.
Ese cálculo, potenciado exponencialmente por la computación cuántica, tiene sus sesgos que perpetúan la desigualdad porque la IA no es neutra: aspira (ambición de los diseñadores) a domar el decir, programar el deseo y degradar la singularidad a una customización de la demanda, donde lo singular se uniformiza en patrones colectivos (somos comúnmente originales). Sus consecuencias ya las apreciamos en el retorno de ese factor subjetivo excluido: fatiga zoom, errores, temores…
La falacia principal de la IA es que la inmersión sensorial que nos propone es igual que la inmersión social: lo virtual puede sustituir (no evocar o complementar) lo real. Uno y Otro pueden reducirse a emociones o sensaciones, sin palabras. Un ejemplo reciente nos lo ofrecen los proyectos de Inteligencia Afectiva (films y videojuegos) que aspiran a captar nuestras emociones (reconocimiento facial) para que la máquina nos proponga respuestas ajustadas cuando vemos una película o jugamos a un videojuego.
Externalizar la vida, delegando en lo digital aquello que nos hace propiamente humanos en tanto seres hablantes: la sexualidad, la fantasía, la creación, la decisión o las relaciones sociales, es una Ilusión Asubjetiva. De allí que la pregunta interesante no es si la IA reemplazará la Inteligencia Humana –esa suposición de intención olvida que ella solo responde a nuestras demandas– sino qué sesgos y que brechas perpetuará. Ahí radica su ambición desmedida y su deambular sin cabeza –emancipada ya, como tecnología, de la ciencia que la impulsó– lo que no es ajeno a la angustia que nos suscitan sus avances. Nadie sabe bien a dónde va, pero algunos de sus conductores, más imprudentes y delirantes que Teseo, parecen decididos a todo. Por eso, conviene revisar las reglas de juego y tomar las riendas de su progreso para que lo subjetivo y singular no quede borrado.


