A veces la Historia del pequeño patrimonio va más allá de las calles porque somos sus actores. Cuenta Marc Andreu en su sensacional Barris, veïns i Democràcia. Els moviments populars i la reconstrucció de Barcelona (1968-1986) que en la primera visita de Juan Carlos I a USA Henry Kissinger le recomendó no cometer el error de su abuelo. Para evitarlo debía convocar las elecciones municipales tras las generales. El motivo era Barcelona. El todopoderoso Secretario de Estado tenía razón y quizá pensaba en las manifestaciones en pos de la Amnistía convocadas por las FAVB y la Assemblea de Catalunya los domingos 1 y 8 de febrero de 1976.

Las marchas no fueron aprobadas por el Gobernador Civil de la época, lo que no impidió reunir a decenas de miles de personas provenientes llegadas de todo el Principado. Se recuerdan poco, eclipsadas por la leyenda del millón de 1977, pero fueron la primera piedra del camino y dejaron para el recuerdo imágenes míticas de la mano de muchos fotógrafos, entre los que destacó por su calidad y tesón Manel Armengol.

La más famosa de las instantáneas, parte de una serie espeluznante, se sitúa en passeig de Sant Joan, a la altura del carrer Provença. Es imposible no recordar a los grises desquiciados hasta el punto de usar la culata de sus armas para golpear a los manifestantes entre humo, cuerpos en el suelo y el típico nerviosismo de estos lances. Hace unos años pasé por la zona, donde un horrible bloque de pisos había sustituido a la clínica del Doctor Puigvert, y vi la reproducción del momento, brillante idea que quizá deberíamos recuperar para concienciar a la ciudadanía de la importancia del pasado.

A partir de esa captura me interesé por la labor de Armengol durante esas jornadas. En la segunda cita con la calle, más encomiable si cabe al producirse apenas dos meses después de la muerte del dictador, los policías quisieron rodear a los participantes en el parc de la Ciutadella. No lo consiguieron y se produjo un juego de corre que te pillo por el centro de la ciudad.

Ese día dos jóvenes corrieron desesperados. Van de la mano y el artista los engancha in extremis. Casi se salen del plano. Quieren abandonar una calle y durante mucho tiempo pensé en cómo luchaban por abandonar una esquina y dispersarse. Los enamorados son inseparables y él la protege. Acelera el ritmo y su unión casi se despega, pero no, son irrompibles en su fuga, un dúo condenado a permanecer unido en la soledad del entorno.

El ojo necesita la repetición para comprender. Mientras escribo compruebo mi pereza visual pese a la obsesión con ese instante. El chico y la chica despegan con un coche parado por el semáforo en rojo. Hasta ahora no había visto a las dos vecinas, curiosas. El silencio de mi contemplación no se corresponde con el ruido que debió llenar ese tramo de Barcelona. Pepsi, Coca-Cola, una tintorería, una señal de prohibida la entrada y la esquina con reminiscencias de otra década remota. La puerta de madera apunta a un taller o quién sabe si a un garaje en vías de extinción.

Por esa misma esquina y por la redundancia en frecuentar los aledaños de Glorias un lunes solté un eureka en el cruce de Consell de Cent con Enamorats. Los elementos del mobiliario urbano y el ángulo de escape parecían indicar que había dado en el clavo y coincidían con mi sospecha. Tras muchas vueltas había ubicado sin duda alguna el lugar de los hechos en la parte baja de Sagrada Familia porque pensaba en la primera manifestación. En mis cavilaciones la pareja había emprendido su carrera para liberarse de los esbirros desde passeig de Sant Joan y por eso habían llegado ese punto.

El lunes que inmortalicé la esquina de Enamorats volví a casa, cotejé las imágenes y comprobé mi error. Me desesperé, dejé pasar unas horas y justo antes de ir a dormir volví a la carga fijándome en más minucias significantes. La mayor esperanza para resolver el entuerto radicaba en dos elementos casi ocultos. Hice una ampliación. El semáforo en primer plano ocultaba el nombre de la calle. Podía leer algo parecido a Provença. Un poco más allá de la placa del nomenclátor el número del inmueble marcada un claro 25. Probé suerte en Google Maps y sí, voilà, las piezas encajaron, corroborándolo por las puertas y ventanas del bloque de pisos, construido según el catastro en 1935. El taller de antaño ha desaparecido, devorado por un horrible edificio en la esquina de la Cárcel Modelo, donde ese 8 de febrero se produjeron altercados y muchos imitaron a los protagonistas de la instantánea de Armengol, quien todo debe decirse, también fue víctima del desdén al pequeño patrimonio. Tras su etapa como reportero sufrió un accidente, abandonó la primera línea y se dedicó a plasmar arquitecturas. Suyas, entre otras, son las famosas tomas de las chimeneas de la Pedrera, el jardí dels guerrers que vigilan el passeig de Gràcia mientras dialogan con la matrona de equitas del edificio aledaño, otra ignorada por esa manía de no mirar nunca hacia arriba, algo beneficioso.

Armengol, y con él terminamos, fue desahuciado de su piso del Eixample en 2016. El Arxiu Nacional de Catalunya asumió el depósito de sus más de 150 mil negativos, Historia viva de unos años convulsos protagonizados por muchos seres anónimos. No sé si vivirán los enamorados del carrer Provença, que hasta en eso unen mis fantasías con la realidad. Si leen este artículo quería decirles que algunos aún pensamos en ese segundo de su existencia, hermoso y conocido por la magia de un hombre capaz de plasmar la belleza del peligro y la importancia de esos gestos mínimos tan válidos para resumir la senda hacia el futuro. Recuperarlos en esa encrucijada quizá revalorizaría aún más un barrio lúgubre repleto de infinitos relatos que desde ese pasado pueden iluminar el presente.

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Ciutadà europeu i escriptor. El meu últim llibre és La ciutat violenta.

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