La Sagrada Familia tiene el extraño mérito de haber impuesto una dictadura en su territorio, hasta provocar el olvido de su Historia. Por eso pocos turistas y transeúntes se preguntan sobre el origen del barrio. Durante el siglo XIX el emplazamiento de la Basílica perteneció a Sant Martí de Provençals. Por eso, entre otras cosas, el primer arquitecto de este pilar del parque temático fue el municipal de la localidad, Francisco de Paula Villar.
Más allá de esta anécdota lo importante fue la agregación de este extensísimo núcleo geográfico a la ciudad de Barcelona. La antigua ruralidad cedió el paso al progreso urbano, enlazándose ambas zonas con una ampliación del carrer València, que además de conectar el Eixample con el barri del Poblet sirvió como arteria fundamental para el nuevo trazado desde dos perspectivas. En lo vertical un sistema de pasajes creaba más calles al tiempo que establecía salidas laterales de las viviendas situadas en Valencia, una sección horizontal con casas de planta y piso predominantes como mínimo hasta los años treinta, cuando los tres principales partidos de entonces- ERC, la Lliga y los Lerrouxistas, instalaron su sede allí, tanto por su proximidad por el centro como por, no resulta difícil deducirlo, alquileres nada disparatados.
La cicatriz que anuló la antigua frontera entre Sant Martí y Barcelona cubre el espectro comprendido entre las calles de Nàpols, Roger de Flor y la Diagonal. En este cruce más que peculiar se produce uno de esos silencios de una lógica tan precisa como es la impulsada por Ildefons Cerdà. De repente el orden y la linealidad se quiebran por un error de pocos metros en la perfección del tiralíneas, como si halláramos un hiato del asfalto, una anomalía que en muchos casos marca el retorno a la normalidad con una fachada entre dos esquinas sorprendidas por el desaguisado de la geometría.
Al final, pero, las piezas terminan por encajar, y es justo en el viejo límite donde irrumpe la segunda obra barcelonesa de Mario Catalán Nebot, a quien presentamos la pasada semana por su incomparable, eso no admite enmiendas, edificio del 112 de Sant Antoni Maria Claret, bien llamativo por sus balcones y el gresite azul de la fachada.
En el carrer València 384 tiene su segunda perla. Si uno empieza a contemplarla desde la Diagonal el impacto será menor, pues entre el trajín de los autobuses, la densa arboleda y la misma velocidad cotidiana sólo intuirá como extravagancia el relieve lateral de las ventanas, aunque algunos les llamen balcones por una cuestión de purismo o estupor ante lo presenciado.
Si en cambio se accede desde la parte de Valencia próxima a la Sagrada Familia maldecirá lo estrecho de la acera y quizá repare en algún añadido en un inmueble modernista. Todo esto irá a la papelera de la más absoluta irrelevancia por la aparición casi mariana de un bloque con la fachada de color gris repleta de ventanales circulares en un inenarrable espectáculo por la utopía de traspasar la definición técnica. Todo lo demás ingresa en el vasto horizonte de la opinión colectiva, apasionante y apasionada en la faceta de describir con palabras a ese intruso entre lo psicodélico y una genialidad que la mentalidad del país es incapaz de subrayar al escaparse de sus conformistas parámetros.

El edificio de apartamentos de Valencia 384 es otro rara avis, como el amigo del 112. Ya dijimos que a Permanyer no le gustan. En la entrada que le dedica en su La Barcelona lletja, un libro digno de ser visitado, menciona que a causa de su nacimiento se articuló una Comisión de Calidad del Eixample para evitar más atentados estéticos. He buscado en la hemeroteca y no he encontrada nada. Con la llegada de los Ayuntamientos Democráticos desapareció el caos planificador y se tuvo en cuenta más un cierto criterio de armonía edilicia, lo que no evitó la proliferación de chapuzas bien nutridas por la industria hotelera y empresas de postín.
A propósito de comisiones para tutelar cánones de belleza no está de más terminar hoy con un fenómeno que, por desgracia, asola la ciudad. Paseándola es fácil descubrir derrumbes de villas de finales del siglo XIX y del inicio del XX. Guinardó, Vallcarca, Sants, Poblenou o el Clot son víctimas de estas pequeñas tragedias para preservar el ecosistema de los barrios. No haciéndolo destruimos señas de identidad, algo que escribo con demasiada frecuencia por motivos obvios. Esta semana saltaron algunas alarmas en Gràcia por la inaplazable demolición de dos casitas en los números 15 y 17 del carrer de la Encarnació. En su jardín vive una encina bicentenaria, defendida por los vecinos al tiempo que paralizaban la muerte de dos piezas con valor tanto en lo sentimental como en lo arquitectónico.
El catálogo del Patrimonio barcelonés se editó en 1987. Consultarlo sólo demuestra la infinita cantidad ignorada, como si entonces se hubieran conjurado para proteger una especie de “Lo mejor de”, sin considerar, o haciéndolo demasiado, lo pequeño que con el paso de los decenios adquiere poso desde la consistencia de identificar el espacio donde se inserta. Una casa de hace cien años no debe ser conservada a ultranza, pero deben valorarse cuestiones más allá de si es estelar. Como es comprensible el volumen referencial se ha ampliado porque en estos treinta años se han preservado más pìezas patrimoniales, aunque no tantas, de otro modo no se entiende cómo los acuerdos firmados con los especuladores tienen todo bien estipulado y las autoridades no se habían enterado, o eso se intuye de quien dice que los papeles están en regla y nada se puede hacer para impedir el adiós de ese modernismo de barrio y la futura construcción de apartamentos de lujo, ideales para gentrificar y desdibujar el ADN de los barrios hasta la inevitable homologación que los hará irreconocibles.


