Una de mis aficiones íntimas es tomar la última cerveza de la noche en la plaça Rovira y estudiar junto a José Luis el mapa del hombre que da nombre al lugar, ganador del primer proyecto de reforma del Eixample tras el derribo de las murallas en 1854.

La experiencia es interesante porque entre la nocturnidad del hecho y lo difícil del análisis es fácil toparse con sorpresas. Rovira tenía claro el adiós de la fortaleza de la Ciutadella, pero quería conservar el passeig de l’esplanada, nombre con el que se conocía popularmente a una avenida comprendida entre la actual Marqués de l’Argentera, donde hallamos la estación de Francia, y la placeta del Comerç, justo al lado de los antiguos juzgados franquistas que en 1940 relevaron el bellísimo Palau de les Belles Arts, edificado por Lluís Domènech i Montaner con motivo de la Exposición Universal de 1888.

El paseo fue una iniciativa de Agustín de Lancaster, capitán general de Catalunya. Se construyó entre 1796 y 1802 y durante todo el siglo XIX fue el enclave predilecto para que las clases pudientes lucieran su poderío mientras criticaban a sus semejantes. Declinó hasta desaparecer cuando la zona sufrió una serie de reformas entre las que debe mencionarse el Mercat del Born, la demolición de la odiosa Ciutadella y la expansión causada por la gran muestra de 1888, la misma con la que Barcelona empezó a pensar en grande mediante eventos de proyección internacional, excusa perfecta para expandir horizontes.

El passeig de l’Esplanada estaba formado por varias hileras de árboles y un camino central con cuatro fuentes con manantiales que, en cierto sentido, eran siamesas. Doscientos metros después de abandonar una aparecía la siguiente. La última, o eso sospecho, era la de Hércules, situada en el tramo final del recorrido, con vistas al Palacio de Justicia, situado desde principios de siglo XX en el Saló de Sant Joan, y el dato no es baladí, pues la ruta que hemos seguido hasta ahora recibía, al menos desde el nomenclátor oficial, el mismo nombre.

El nuevo passeig de Sant Joan, que creció poco a poco a partir de la ya mencionada Exposición Universal, tiene características muy reconocibles. Hará un par de semanas comentamos su juego de sucesión estatuaria, relativamente reciente. La parte inicial tiene como símbolo más identificativo el arco de triunfo. La segunda, quizá la menos conocida pese a tener edificios remarcables, suele asociarse con la plaça Tetuán, preciosa durante la República y muy desdichada hasta hace bien poco. Su centro encabezado por el homenaje al Doctor Robert existe tal como lo vemos desde 1985, cuando Pasqual Maragall recuperó el conjunto que hasta 1940 moró en la plaça Universitat, siendo retirado por Franco a causa de las ideas políticas del alcalde de Barcelona durante el Tancament de Caixes de 1899.

El último tramo, mi favorito al ser el que más paseo, se inaugura con la columna de Verdaguer. Tras dejar atrás el metro saludamos a la caputxeta vermella y, al cabo de pocos metros, ahí está él, el semidiós predilecto de la ciudad, hasta el punto de ser considerado fundador de la misma según una leyenda en la que llegó a nuestras tras los pasos de una nave extraviada, la Barca nona. La búsqueda prosperó al lado de Montjuic, y el sitio gustó tanto que los tripulantes decidieron instalarse con la ayuda de nuestro héroe y Hermes, muy presente en nuestras calles por otros motivos bien conocidos por sus cazadores, ídolos urbanos con los ojos fijados en dar con todos los Mercurios grabados en la piedra barcelonesa.

Hércules también está representado en una fuente al lado del Pla de la Boquería, pero quien escribe quiere hablar de la estatua, sí, la misma que desde 1928 observa las alturas en el cruce de passeig Sant Joan con Còrsega, la misma atormentada por tanta polución y ese aire de rotonda ajardinada, magro consuelo, amarga victoria entre edificios demasiado modernos, algunos de ellos verdaderos atentados estéticos de la posguerra.

El hijo de Zeus y la mortal Alcmena aparece desnudo, apoyado en una clava en actitud de contrapposto, con el brazo izquierdo envuelto en la piel del León de Nemea, una de sus proezas durante los célebres doce trabajos. El pedestal contiene dos medallones. Uno de ellos, clásico, con el escudo de la capital catalana y otro con las efigies de Carlos IV y María Luisa de Parma, presentes en la puesta de largo de los jardines.

Los últimos de la fila en este teatro, obra del escultor Salvador Gurri, son los leones acuíferos, siempre con ese rostro medio desesperado en comparación con nuestro protagonista, reflexivo y seguro de sí mismo, como si esperara cobrar vida para arreglar los problemas de los alrededores.

La fuente es una de las composiciones de arte público más antiguas de toda la producción barcelonesa. A veces me da por pensar si Hercules habla en secreto con la dama del paraguas o con la Ceres de Montjuïc, damas algo más jóvenes, pero con suficientes años como para explicarnos las esencias de nuestra Historia reciente. Nunca se han encontrado muy juntas y da un poco igual. Callan, contemplan y juzgan con una sonrisa, conscientes de la fragilidad de nuestros pies, no como nuestra inmortalidad.

Share.
Leave A Reply