El amianto descubierto en el Metro de Barcelona, concretamente en la pintura bituminosa que protege los bajos de los trenes, parece ocultar involuntariamente a los otros amiantos, de los cuales, poco se habla en los medios de comunicación. Estos también se encuentran ahí, en el suburbano: en equipos de alta tensión, en techos de salas técnicas, en componentes eléctricos; tanto de trenes, como en sistemas de señalización, e incluso, en techos rotos de alguna estación.

Pero, bajo mi punto de vista, nada de lo antes mencionado en referencia a los otros amiantos reviste tanta importancia y gravedad, como el “uso continuado y masivo en las décadas del 1950 al 1990 como mínimo, en las pastillas de freno con amianto de los trenes del Metro de Barcelona”. 40 años, que probablemente sean más, en la horquilla de tiempo hasta su total retirada y prohibición de uso. Sin embargo, habrán sido suficientes como para esparcir cantidades importantes de esa fibra en los túneles y estaciones, resultado lógico de la acción de frenado y del desgaste en las zapatas que contenían dicho mineral.

Dicho todo esto, la palabra técnica “friable, o no friable”; muy utilizada a modo de escudo mediático por parte de la dirección de TMB, se convierte en un simple juego de palabras para evitar lo inevitable: que se ponga el foco donde hay que ponerlo cuando nos referimos a la capacidad de dispersión en los túneles de partículas microscópicas sin control alguno y esto no gusta. Y menos a TMB.

Tal vez, los lectores piensen que al no utilizarse el amianto en la actualidad, el problema ya no existe, pero las fibras que han sido desprendidas en el pasado no se han convertido automáticamente en biodegradables y tampoco han desaparecido de los túneles como por arte de magia. Estos no han sido sometidos a ningún tipo de limpieza, como podrían ser técnicas de encapsulamiento en los lugares donde ya estén posadas esas fibras, y que así, no sigan viajando allá por dónde caigan en función del viento o del movimiento mecánico por trabajos varios.

Por lo tanto, las fibras de amianto desprendidas de los antiguos frenos deberían estar ahí, por dónde los trenes del pasado han viajado durante 40 años como poco, durante una media de 16 horas diarias, los 365 días del año, ¿se plantean cuántas veces frena un tren en ese plazo de tiempo?. Pues, parece ser que esas fibras procedentes de antaño, “no existen, no están, al no ser detectadas”. TMB, afirma que el ambiente que respiramos en el Metro de Barcelona es inocuo, al no existir una suficiente concentración en fibras de amianto, basándose en los datos obtenidos “con el método que obliga la ley”.

Cabe resaltar, y poniendo en entredicho esta última afirmación con la que se justifica una y otra vez TMB, que en el Metro de Madrid la toma también fue negativa en una cochera después de haber sido taladrados techos con Amianto. Sin embargo, al volverse a tomar mediciones de muestras en sedimentos y polvos de la zona donde se habían realizado esos trabajos, sí que se detectó la presencia de amianto, con resultados totalmente diferentes para desgracia de los que allí lo respiraban.

Es evidente, pues, que unas partículas desprendidas de los frenos entre los 50′ y los 90′ no van a estar esperando en flotación constante por el ambiente hasta dejarse atrapar por unos aparatos que solo miden en el aire. Por lógica y coherencia eso es prácticamente imposible, ya que estarán más que posadas e instaladas en el entorno de los túneles y estaciones: en el balasto, en el hormigón, en los cables que recorren centenares de kilómetros por hastiales, en múltiples cajas de equipos, en ventilaciones o en pozos. Los múltiples recovecos existentes en el Metro de Barcelona pueden ser el hogar de ese fatal mineral para la salud del que lo respire, sobre todo las más antiguas (L1, L3, L4 y L5) mientras TMB echa balones fuera.

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